“En mi caso, la escritura no es sólo sentarse a escribir”
Aunque vive en Barcelona, el mundo literario del escritor es
ciento por ciento rioplatense. En esta novela, un joven bibliotecario deviene
contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin dejar de
experimentar la bohemia libresca.
Por Silvina Friera para Página 12
“La vida es un fardo que crece con la edad”. El
bibliotecario Juan Quiroga –25 años, contextura de junco, peinado a un lado–
deviene contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin
dejar de experimentar la bohemia libresca. La escritura –cree– es su auténtica
vocación; anda con su libreta y las historias inacabadas “que el tiempo y la
desidia malograron”. A fines de diciembre del 37, en un viaje de Buenos Aires a
Montevideo, el atribulado muchacho se siente acorralado. “Mi enfermedad es el
tedio irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un
hombre fatigado, concluido”, se queja el personaje, como si estuviera caminando
por la cuerda floja de un final anunciado. En este periplo desdichado, está
bien acompañado por un puñado de viejos como Maure, Suárez y Fonseca. En
Quiroga (Entropía), otra belleza de Alejandro García Schnetzer –la tercera de
una saga de novelas tituladas con apellidos de siete letras (Requena y
Andrade)–, la travesía de cruzar el Aqueronte rioplatense se despliega como una
eterna condena fluvial. “El agua es una sola, como la espera en el tiempo”, se
podría afirmar.
Aunque vive en Barcelona desde 2001, el mundo literario de
García Schnetzer es ciento por ciento rioplatense. Quiroga es el primer libro
que no pudo leer Juan Gelman. “Cada vez lo extraño más a Juan –confiesa el
escritor a Página/12–. Lo quise mucho y él también me quiso. Lo que siempre me
abismó fue esa grandeza con la que me trataba como igual cuando yo sólo tenía
70 páginas escritas. Juan tenía una generosidad difícil de encontrar. Cómo
lloré cuando murió... Se despidió de mí y sabía que se despedía. Hablé con él
quince días antes del final. Juan sabía que se moría y no quería morir. En
Quiroga también hablo con él. En el final de la novela, Juan está en esa
“cólera buey y humana cólera...”. La novela transcurre en 1937, año en que
Borges empezó a trabajar en la biblioteca Miguel Cané. “Me puse a pensar qué
habría sido de la vida de ese muchacho al que echaron para que Borges pudiera
entrar. Esta es una anécdota irreal, pero posible. Ese muchacho es Juan
Quiroga, pero eso no sucedió; es como el poema de Borges ‘El Golem’: ‘el gato
no está en Scholem pero, a través del tiempo, lo adivino’ –parafrasea–. Si el
tema de Andrade, la novela anterior, era la muerte, que estaba aludida de
manera directa o indirecta en cada párrafo, en esta novela creo que es la vejez.
Quiroga es un muchacho rodeado de gente mayor que trabaja como contrabandista.
La historia sucede en un viaje en el vapor de la Carrera desde la Atenas del
Plata a la Nueva Troya. Esos dos elementos a su vez me cifraban la posibilidad
de explorar algún mito helénico, apoyado también por un comentario de Ana
Basualdo, que es el acápite del libro: ‘la verdadera agua sagrada del mito es
la dulce, la de río’.”
–¿Por qué el interés por la vejez?
–El tiempo es una de mis preocupaciones. Mis amigos de
Barcelona son todos veteranos, gente que tiene de 70 años para arriba. Si hago
un censo, soy como el más joven de ese grupo. Y tienen maneras de hablar, de
decir, de pensar, de construir sus frases, que son un museo de la lengua,
porque quedaron como mosquito en la resina; expresiones que ya no circulan, que
son caminos clausurados. A veces me siento escribiendo como arreando olvidos,
pero para mí resuenan mucho allá, sobre todo por el contexto lingüístico.
–Hay un par de expresiones en ese “museo de la lengua” que
aparecen en Quiroga: “si algún chorlito lo tenacea”, “lo zurce de mal modo”,
“que peludo me suelta”, “mal de la azotea”...
–¿Ya no se dicen acá?
–No, aunque quizá las personas mayores de 70 años sí...
–Yo se lo oigo decir a Alberto Szpunberg, se lo oía decir a
Juan Gelman, a Mara, a Ana Basualdo, a Antonio Seguí... María Negroni me invitó
a una charla en la maestría de escritura de la Untref y les leí a los
estudiantes El che amor de Alberto Szpunberg. Cuando llegué a los versos
finales, me quebré y se me piantaron unos lagrimones. Hay un comentario que
cita Adolfo Bioy Casares de un libro de aforismos, sobre un alto mando del
almirantazgo británico que había dicho: “nunca leo poesía, podría ablandarme”
(risas).
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