Alejandro García Schnetzer habla de su nueva novela, Quiroga: “No sabría escribir con el habla del presente, aunque, por otra
parte, es imposible ser antiguo”, dice.
Por Patricio Zunini para el Blog de Eterna Cadencia
—¿Cómo es el arco que se da entre Requena, Andrade y
Quiroga?
—Requena era un maestro oral. En ese libro estaba la presencia
de Juan de Mairena, a quien debo la rima de Requena, pero también Pessoa, de
alguna manera Sócrates, ciertas anécdotas de Macedonio y de Gombrowicz. Requena
era un santón de barrio, en este caso de Palermo, en relación con un grupo de
jóvenes que lo apreciaban. Me interesaba explorar un registro de lo oral, que
va sobre todo del año 29 al 32. La novela siguiente, Andrade, tiene un tono
semejante, quizá, pero otras preocupaciones. En Andrade todos los párrafos
aluden a la muerte, que es distancia. Con Quiroga partí de una suposición, una
suerte de excusa. En el año 37 Borges entra a trabajar en la biblioteca de
Almagro, por obra y gracia de Francisco Luis Bernárdez, que le consigue un
puesto. Francisco Luis Bernárdez era hermano de Aurora, la primera mujer de
Cortázar. Y me pregunté, aquí la suposición, qué habrá sido de la vida del
muchacho al que tal vez echaron para que Borges entrara. Quiroga tiene una
estructura fragmentaria, pero es un poco más orgánica que las novelas
anteriores.
—Menos “apostillas”, como era el género de Requena.
—La nomenclatura es algo arbitrario, yo considero novelas a
las tres. La industria utiliza ciertas categorías para determinar qué son las
cosas, pero sus límites son muy sinuosos. En Quiroga me interesaba tratar, ya
no la muerte como en Andrade, sino la vejez. Eso también se inscribe en una
preocupación sobre el tiempo y en explorar ciertos caminos clausurados de la
lengua, formas de decir y de expresarse que ya no circulan. Pero que sí
circulan entre mis amigos y mis lecturas. Los amigos que tengo en Barcelona son
gente mayor, con maneras de decir, de construir las frases, de razonar, diría,
que me remiten a un pasado que también encuentro en los libros que leo. Con esa
materia dudosa fui dando forma a la novela.
—El lenguaje escrito es una construcción: en el regreso al
tono de la década del 30 o 40, ¿hay una voluntad de poner en primer plano esa
construcción?
—Yo no lo tomo como un artificio. Para mí es natural
expresarme así con los amigos. Por ejemplo mi amigo América Sánchez vive en
Barcelona desde el año 64: el otro día estábamos hablando y dejó caer la frase:
“Se estroló”. Quizá aquí no signifique mucho, pero para mí sí, porque es una
forma de nombrar que resalta en el contexto lingüístico donde vivo.
—¿Eso es porque se cristaliza el idioma cuando sale del
país?
—Porque no circula. Resuena de otra manera; el oído se
sensibiliza, o se atrofia, es igual, con las entonaciones. Hace 15 años que me
fui y tengo un trato con amigos que tienen 60 años para arriba, y cuando nos
reunimos a hablar lo hacemos de una manera que yo no usaría con los
castellanohablantes de Cataluña ni con mis amigos catalanes. Pero esa lengua
está en mis lecturas y en la música que escucho. Es un trato ya incorporado. Me
siento, de algún modo, arreando olvidos. No sabría escribir con el habla del
presente, aunque, por otra parte, es imposible ser antiguo y uno siempre
escribe parado en el año dos mil y pico. Me cuesta explicar lo que hago porque
una cosa es el escritor y otra el autor: el psiquismo del tipo que escribe es
diferente del que habla sobre su obra. Yo creo que si el primero pudiera dar
alcance al segundo, lo acogotaría.
—Llevás 15 años afuera, pero tus novelas siguen localizadas
en la Argentina.
—En el Plata, sí. Y lo primero que vi de la novela fue un
viaje en el Vapor de la Carrera, de Buenos Aires a Montevideo. De pronto pensé
en la Nueva Troya y en la Atenas del Plata, con esos elementos me di cuenta de
que podía haber una historia que a lo mejor conseguía dialogar con el pasado
helénico. Por eso el acápite de Ana Basualdo, que dice: «La verdadera agua
sagrada del mito es la dulce, la de río». Me interesaba cruzar ambas cosas: las
dos ciudades y el mito fluvial.
—¿Hay una influencia de Onetti?
—Onetti es superior, de esos autores que suelo leer poco por
la influencia que podrían ejercer en mí. No soy un cultor de la obra de Onetti;
pero me parece brillante, un escritor envenenado —porque Onetti está cabreado y
sigue estando cabreado cada vez que uno lo abre. Al mismo tiempo, su manera
escribir es perfecta, las palabras son las que son y las que deben ser aún
mucho tiempo después. Como si las hubiera escrito en bronce. Es una influencia
poderosa. Lo quiero demasiado, por eso lo visito poco.
—¿Y está Arlt en tu forma de concebir el mundo de Quiroga?
—Al igual que Onetti, hace mucho que no releo a Arlt. Sin
duda debió marcarme en su día. Sucede que cuando uno se refiere a los años 30
en Buenos Aires, la figura de Arlt cae como una maceta del quinto piso. No es
que estuve leyendo a Arlt para medir el tono: simplemente está. Su tono es
parte de ese tiempo. Lo que me preocupa de los personajes son las maneras del
hablar, porque en esa maneras ya están prefigurados sus actos.
—Hay muchas citas literarias que se cuelan en la novela.
Pienso, por ejemplo, en “el río inmóvil”.
—Hay contraseñas. Aunque no sé si son necesarias para
apreciar la obra. Hay citas que están porque son, a mi entender, la manera más
justa de expresar el decir. El asunto es que también eso es transitorio. Si
releyera este libro en el tiempo, probablemente lo seguiría corrigiendo.
—Quiroga, el protagonista, es un letraherido que todo lo
tamiza por la literatura y los mitos griegos, pero el resto de los personajes
son refractarios.
—Bueno… qué es la literatura, ¿no? Es otra construcción que
depende del tiempo y de cada lector, frente a una realidad donde están los
mandarines, tan diligentes al momento de indicar qué es y no es literatura.
Pienso que los personajes que circundan a Quiroga no ignoran esto, por eso nos
llevamos bien. En la novela también hay, muy lateralmente, una reflexión sobre
la industria. La industria del libro es extraña, se puede producir y funcionar,
sin que se lea. No hay una correspondencia entre lo producido y lo leído; en
todo caso hay una relación entre lo producido y lo adquirido.
—Hablemos de poesía, que atraviesa tus novelas de una forma
que hace que se lean con ese tono.
—He leído bastante poesía. He tenido el gusto de publicar a
varios poetas en ediciones ilustradas. Con Alberto Szpunberg preparé su poesía
reunida, que publicó Entropía. La poesía es otro de los géneros que frecuento y
que al escribir de alguna manera está presente, pero como intención nada más,
como escarceo.
—Quiroga tiene una deriva hacia lo poético. En el final,
cuando la historia se rompe, se rompe con una poesía.
—Para qué negarlo. Pero lo poético, gravita igual que el
comentario o el relato breve, la sentencia, el aforismo. Una mixtura de
registros difusos en el mejor de los casos. En un punto, yo escribí Quiroga
pero no soy el mejor lector de ese libro. Lo que pude haber escrito es una cosa
y lo que se interprete es otra.
—¿Pero tenés conciencia sobre la obra?
—Me llevo mal también con eso, por lo que decía antes: una
cosa es el psiquismo del escritor y otra el del autor. El traje de autor me
queda suelto, no me reconozco ahí, lo llevo mal. La experiencia de Quiroga
culminó cuando terminé. Ni siquiera se extendió cuando me puse a corregir. Lo
que vino después, la edición, la entrevista, la presentación, es algo que
sobrellevo, pero no me avengo bien. Es parte del vestuario de autor.
—Es una pregunta que vengo haciéndome desde hace un tiempo:
por qué un escritor tiene que tener entrevistas, por qué no alcanza con lo que
dice el libro sobre sí.
—Esa publicidad la impone la materialidad, la lógica de la
circulación y de la difusión; a veces el ego. El texto, para ser leído, tiene
que encarnarse en una materialidad y esa materialidad exige que esto se llame
novela, que su cubierta sea tal, que haya un texto de contratapa… Yo lidio con
eso en mi trabajo profesional como editor. No es que reniegue ahora, pero
cuando tengo que pasar al otro lado, me cuesta mucho.
—Requena, Andrade, Quiroga finalmente conforman una
trilogía. No sé si era un proyecto que nació así o si fue, a lo Levrero, una
trilogía involuntaria. ¿Qué identidad se produce entre ellos?
—Los reconozco como tres experiencias. Son experiencias que
no puedo provocar. No concibo escribir imponiéndome la voluntad de escribir. De
alguna manera, la neurosis sobreviene, se ordena y transcurre. Es una trilogía
porque son tres obras, sí, pero hace un par de días me pareció encontrar el
nombre del próximo título. Creo que se podría llamar Estrada y todo lo que
tengo es una frase: “Estrada lo vio venir y le aguantó la mirada”. No sé qué
sucederá después, a dónde me llevará la oración, pero estas presunciones a
veces se van ordenando…
—¿Es la frase inicial?
—Quién sabe.
—¿La frase inicial de Quiroga, que entre paréntesis es
exquisita, es la que dio origen al libro?
—No, había empezado por la segunda parte: Quiroga en el
Vapor de la Carrera. Lo que sucede es que después, cuando debí ordenar los
fragmentos, eché en falta el pasado de Quiroga y la primera parte la reescribí.
No hay una relación temporal entre la escritura y el comienzo de una obra. Al
menos en mi caso.
—Los personajes de la novela tienen mucha comicidad. Vos
hablás del mundo helénico: Quiroga bien podría ser una tragedia griega, pero
está lleno de comicidad.
—Como la comedia griega. Quizás es una constante, como el
amor perdido, perfecto igual que todo lo que pudo haber sido. Pero no pasa de
una intención, no quiere decir que lo cómico suceda gracias a que uno lo
dispuso. Es legítimo que alguien lea algo cómico y se aburra, o lea algo
trágico y se ría. “Tanto dolor que hace reír”, dijo Discépolo. Para los
lectores, lo escrito puede ser un territorio de la soberanía.
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