Daniel Gigena comenta Quiroga, de Alejandro García Schnetzer, para IDEAS La Nación
La tercera novela de Alejandro Schnetzer lleva por título, a la
manera de los libros anteriores, el apellido de siete letras de su
protagonista. Juan Quiroga es un joven bibliotecario y archivista con ansias de
convertirse en escritor. Su estilo, de un modernismo no sólo tardío sino
también francamente rancio, le impone un modus vivendi de spleen,
insatisfacción y vejez prematura. Heredia, su jefe en la biblioteca de Boedo,
en apariencia para encaminarlo en la senda de las bellas letras, se deshace de
él y lo envía al local donde un jefe de contrabandistas le brindará
instrucciones claras y concisas, como si fuera Artigas, piensa el protagonista
que en un instante cambia el escritorio por los barcos de cabotaje. Ahora hará
viajes de ida y vuelta a Montevideo a bordo del ensordecedor Ciudad de Buenos
Aires para traer mercancías de la costa vecina: chocolates, medias de mujer,
tabaco. Luego de ser contratado y notificado de que cualquier trapisonda por
parte de él será sancionada a los golpes, el joven vate emprende su primer
viaje rumbo a Uruguay.
Allí, en ese microcosmos flotante, Quiroga conoce a otros
pasajeros, bagayeros como él, y juntos realizan un viaje que parece condensar
varios: "Así como se juntan, se disgregan. Van y vienen: de la carencia al
vacío y del vacío al olvido. En el fondo, ¿qué distingue un viaje de otro? Las
sutiles variaciones de pasaje o de estación no aportan singularidad. En el
recuerdo esas horas devienen un amasijo". En el tiempo mítico del viaje
por agua, donde se articulan protofrases hechas, refranes populares y secas
sentencias - como "las mujeres lo ablandan a uno", "la vida es
un fardo que crece con la edad" o "qué son las palabras sin nuestro
asombro"-, Maure, Suárez, Fonseca y Dora, la pícara montevideana, lo
adoctrinan, lo educan, lo censuran y le ofrecen un espejo del futuro que, si
continúa así, como sugiere la chica, lo aguarda.
Schnetzer ambienta otra de sus tramas arcaicas en un
escenario al mismo tiempo determinado y difuso, situado en los años treinta del
siglo XX en Buenos Aires. Ambas características, en verdad, están marcadas por
el lenguaje que los personajes hablan y que el narrador comparte: "Su
mirada repasaba el puerto: la aduana, el dique, los silos, oficinas, almacenes.
Hora en que los últimos operarios y demás trabajadores terminaban la jornada,
marchaban del mostrador, del yugo, del cadenero". Eso no impide que la voz
narrativa evite extrapolaciones que revelan una conciencia mayor, provista de
un arco temporal más amplio que el de sus criaturas y con una reserva verbal
que incluye líneas de Juan Gelman, José Agustín Goytisolo y Alberto Szpunberg
en una envolvente historia anacrónica que interroga el presente de la
sensibilidad artística.
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