José María Brindisi reseña Malicia para Ideas La Nación
La desmesura tiene buena prensa. Se trata de un canto a la
libertad, olvidando que la libertad en literatura es sólo aparente y que a
menudo actúa apenas como salvaguarda de la pereza. No la desmesura como
desarrollo, ni como valor digresivo, ni como apuesta última; más bien un vale
todo, una deriva que justifica lo que sea, que se recuesta en el efectismo de
lo inmediato y que a partir de una lógica inaprensible termina por reducir la
expectativa prácticamente a cero. Lo cierto es que Pynchon hay uno solo, y el mayor
misterio en él no es el de su identidad, sino cómo es posible que sepa tanto y
que maneje todos esos hilos sin descarrilar.
Justamente, aun en su búsqueda bastante menos extrema que
las del norteamericano, si hay un mérito esencial en la última novela de
Leandro Ávalos Blacha (Quilmes, 1980) es el control notable que su autor parece
guardar sobre la multiplicidad de elementos que la componen. Malicia no deja de
ser nunca un policial; aunque entren otras cartas en el juego, el modo primero
progresivo en que plantea una serie de enigmas para luego robustecerlos y
finalmente hacerlos estallar le hace honor -mientras se lo apropia- a las
rigurosas bases del género.
A la vez, Malicia es también una comedia que, poco inclinada
a las arenas movedizas de la caricatura, apenas se deja tentar por el gag o el
chiste; Ávalos Blacha se detiene siempre un par de pasos antes del
costumbrismo, es decir, de la reducción que diluye o vacía de sentido, y está
lejos, pese a que muchos de los componentes de la novela hubiesen propiciado
esa debilidad, del grotesco, ese modo de la desmesura que arrasa con todo. Pero
el humor es un protagonista central de su novela, y en el diálogo que mantiene
con lo terrorífico y la sugestión se filtra lo extraordinario, un complemento
de la intriga que jamás le discute su cetro.
El disparador de toda la historia es un asesino serial de
vedettes, y sin duda ocupa un espacio nuclear -aunque silencioso-, pero Malicia
gira en verdad alrededor de una serie deliciosa de personajes y combinaciones
improbables: el jugador que se va de viaje de bodas con su amigo quinielero
para ahorrar, y su esposa que se convierte súbitamente en estrella; Marta, la
calculadora médium que pelea con uñas y dientes por retener su prestigio, y
Celina, la niña introvertida captada por el mal que saltea todas las etapas y
despliega su furia demoníaca. Otros instrumentistas nada menores se entrelazan
en esta adictiva novela que puede leerse en la estela pynchoniana, pero
asimismo en la del inefable Quentin Tarantino, ese maestro en hacer que todo lo
disperso conviva sin salirse del plato y que sólo pueda ser reproducido en sus
propios términos.
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