Entrevista a Edgardo Cozarinsky en Ciudad Equis, La Voz del Interior.
Por Gustavo Pablós
El narrador y cineasta Edgardo Cozarinsky continúa ampliando
y enriqueciendo su horizonte literario. Ahora acaba de publicar dos libros: la
novela Dark, sobre un escritor que vuelve sobre su adolescencia en la década de
1950, y el volumen de ensayos y relatos breves Niño enterrado.
Edgardo Cozarinsky continúa sorprendiendo a su lectores y
seguidores, en parte por su capacidad para girar en una nueva dirección pero
sin abandonar sus motivos y núcleos recurrentes. Ahora lo hace con dos nuevos
libros que quizás no tengan demasiado en común, más allá de la fecha de publicación:
la novela Dark (Tusquets) y los ensayos y relatos breves agrupados en Niño
enterrado (Entropía), donde es posible encontrar algunos ecos de su ya lejano
primer volumen de ficción: Vudú urbano.
En Dark, un escritor vuelve sobre su adolescencia en la
década de 1950, se detiene en una experiencia extraña y que en su momento le
inyectó algo de suspenso a su vida convencional, la de un hijo de familia de
clase media del barrio de Colegiales y estudiante del Nacional Buenos Aires.
Una noche, en un café concert, conoce a Andrés, un hombre mayor, y así comienza
una amistad marcada por la vocación de su nuevo amigo de guiarlo por un mundo
aún desconocido.
Para Víctor se trata de una oportunidad para poner el cuerpo
y vivir esas experiencias que hasta el momento solo ha encontrado en los
libros: sumergirse en la noche es entrar en la dimensión de la aventura –el
pasaje de un mundo diurno, transparente y previsible a otro nocturno, sombrío y
peligroso–, y quizás volver con materiales que le permitirán escribir ficción.
Andrés no es demasiado preciso acerca de su pasado y de su vida, y recién con
el paso del tiempo, y por el encuentro con otros personajes, Víctor podrá armar
con algunos retazos un cuadro aproximado de la identidad y la historia de su
amigo.
“¿Hasta dónde conozco a mis personajes? En la medida en que
los entiendo diré: Víctor quiere ser escritor y al mismo tiempo aventurarse en
la llamada ‘mala vida’ –reflexiona Cozarinsky sobre los motivos que mueven a
ambos personajes–. ¿Hasta que punto uno justifica lo otro, o es una mera
excusa? Andrés vive una sexualidad reprimida y esa represión se expresa por la
violencia ante quienes se atreven a asumirla. Supongo que ante Víctor se quiere
padre o mentor para distanciar su propio deseo”.
–¿Hay en Víctor o en Andrés algo de vos mismo?
–Me fastidia la pulsión por encontrar elementos
autobiográficos en la ficción, en reconocer personajes “reales” bajo los
ficticios. Me parece que abarata la lectura, la convierte en chisme. Como la
imaginación del escritor se alimenta de lo vivido, que incluye lo leído, lo
deseado, lo temido, es inevitable que incorpore algo de su experiencia, pero
nunca lo hace literalmente, como un reflejo. Flaubert dijo, memorablemente, en
el juicio por inmoralidad contra su novela: “Madame Bovary soy yo”. Yo,
modestamente, si me fuerzan, lo imitaría con los personajes de la mía.
–Gran parte de tus ficciones están situadas o vuelven al
pasado. ¿Es una distancia que necesitás para poder narrar o tratar algo como
materia de ficción?
–El pasado permite novelar con una libertad que el presente,
por lo menos a mí, no me la permite. El hoy y aquí se me agota en el
periodismo. Además, me gusta el pasado como material porque nunca se podrá
saber con exactitud los motivos de quienes en él actuaron.
Reelaborar la experiencia
En los textos de Niño enterrado la escritura surge de lo
leído y de la experiencia, y se sitúa a mitad de camino de la crónica y el
ensayo, de la ficción y la autoficción. A partir de lo recordado o de citas que
funcionan como marco y también como disparador, el narrador vuelve sobre
algunas experiencias vividas, pero con el matiz y el toque singular que
permiten la distancia y la escritura.
“Este libro, como en su época Vudú urbano, se fue formando
solo, conversación entre lo leído y lo pensado, entre recuerdo propio y
observación de la sociedad en que me toca vivir –comenta Cozarinsky–. Propósito
previo no hubo, solo en el trabajo sobre los textos fue surgiendo una
coherencia, flexible, provisoria”.
Y también advierte que “nada está en crudo”, sino que todo
“ha sido reelaborado”. “Lo que puedo decir es que si recuerdo algo y me tienta
recrearlo es porque alguna importancia habrá tenido para mí”, confiesa.
Desfilan así relatos sobre su padre, un hijo de gauchos
judíos que desde su Entre Ríos natal decidió sumarse a la Marina de guerra
(“quién sabe si con alivio o entusiasmado con la promesa de ver mundo, algo de
ese mundo que le habían prometido las pocas novelas que encontró entre sus
libros”); sobre la ceremonia de esparcir las cenizas de su madre en dos lugares
distintos; el contraste entre la Buenos Aires de la década de 1950 y la actual;
además de reflexiones en torno a episodios vividos en Montevideo y en ciudades
europeas: Londres, Dresde, Copenhague, Cannes, París, Berlín, San Petersburgo.
Un aspecto que llama la atención en estos relatos es el uso
de la tercera persona, al que el autor califica como un “gesto de
distanciación”. “Permite leer con cierta objetividad lo que podía parecer
demasiado personal”, concluye.
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