Por Matías Raia para Otra Parte Semanal
Como imágenes del color del tiempo, rastros del pasado entre
los caminos del presente, la lectura de Niño enterrado trae nostalgia de
acontecimientos, vidas y experiencias ajenas. Cozarinsky elige la distancia de
un narrador omnisciente para recuperar instantes propios y sus breves textos
reconstruyen una vida atravesada por la Historia, un sujeto minúsculo
arrastrado por decisiones, pasiones y lecturas.
Más allá del tono autobiográfico, Niño enterrado puede
leerse como un réquiem, un ruego por el alma de los muertos, de sus muertos (el
padre en “Rastros”, la madre en “Cenizas”). Entre sus páginas, recorremos el
cementerio de la memoria, observamos los edificios como haunted houses, nos
cruzamos los fantasmas del pasado entre las ruinas del presente. Así, en “Miserereplatz”,
los jirones del extinto Teatro Marconi se dejan entrever en el paseo del
cronista por el Banco Galicia ubicado frente a la Plaza Once. En la escritura
de Cozarinsky se percibe un tono de nostalgia y contemplación ante las almas
perdidas de las personas, pero también de los lugares y los objetos.
Tal como en Vudú urbano (1985), El pase del testigo (2000) y
Blues (2010), los detalles mínimos —una lectura recuperada, una imagen
olvidada, una cita adecuada— le permiten al narrador trazar lecturas o poner en
evidencia lo que hay detrás de un acontecimiento, de una persona, de un lugar.
En este sentido, también vuelven las ya reconocidas herramientas de Cozarinsky:
la cita, la erudición, la anécdota, la nostalgia. A lo largo de Niño enterrado,
el tono pasa de lo autobiográfico a lo ensayístico; en este punto se nota una
costura entre textos escritos en la nebulosa de la memoria y sus caminos (más
sentimentales, más nostálgicos), y otros escritos de ocasión, preparados para
diarios o publicaciones periódicas (más racionales, más urgentes).
A diferencia de otra línea dentro de la obra de Cozarinsky
compuesta por sus novelas y cuentos —La novia de Odessa (2001), El rufián
moldavo (2004), Lejos de dónde (2009), hasta su último libro, Dark (2016),
entre otros—, Niño enterrado recoge textos que cuestionan las diferencias
genéricas, las tornan imposibles o innecesarias. ¿Son artículos, crónicas,
ensayos o relatos de viaje? Nunca sabremos cuánto hay de ficción y cuánto de
realidad; cuánto de invención y cuánto de memoria. Se trata de un libro
inclasificable, con textos trabajados con mano artesanal, imágenes de un tiempo
y un país agotados, recuerdos intransferibles y epígrafes magistrales, escrito
con un tono que oscila entre lo kitsch y lo erudito, lo nacional y lo
cosmopolita. Textos que se mueven con ligereza entre la digresión, la
asociación y el hallazgo indicial, y atraviesan la apariencia de lo real para
hacer estallar el sentido, para gozar con la experiencia de las imágenes, los
gestos y las series. Niño enterrado es un rezo por las almas de un mundo que
todo el tiempo, y en cada lugar, está extinguiéndose: “Porque los muertos
siempre vuelven, y las víctimas son los muertos más tenaces”.
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