[por Fermín Rodríguez]
¿Qué habrá en las niñas, más que los niños, para que la literatura no deje de volver a ellas? De Alicia a Lolita, la literatura ha encontrado en las niñas superficies de inscripción dúctiles y maleables por las que deslizar con facilidad el sentido. De esa misma materia, indecisa e indiferenciada, donde la inocencia y la precocidad, la ingenuidad y la ironía, mezclan sus aguas, Gonzalo Castro extrajo a Chloé, una singular niña-adolescente que fluye a lo largo de Hidrografía doméstica. Con casi doce años, Chloé habita una franja de tiempo inestable, que se expande y se contrae de un capítulo a otro. Chloé crece y decrece, se agranda y se empequeñece a los saltos, como si el tiempo que corre del pasado hacia el futuro pasara a su lado sin rozarla. En ese pliegue de tiempo que son los once-doce años, Chloé vive sola, al fondo de la casa de los padres, entre colchones que recubren el piso por entero –“la cama más grande del mundo”. Desde esa tierra de ensueños, que la pone a distancia tanto del orden familiar como del resto de los chicos de su edad, Chloé nombra el mundo en un lenguaje fluido, no coagulado por el sentido común. Fragmentos de percepción que apenas se mantienen unidos flotan a la deriva por una novela que no avanza narrativamente ni desemboca en ninguno de los géneros que canaliza el paso de la infancia a la madurez –el bildungroman, la novela de iniciación. Es que en el país de Chloé, todo es acuático, como si el agua fuera el elemento que impregna toda percepción y ralenta todo lenguaje. Pero las aguas de Hidrografía doméstica no son aguas profundas que esconden tesoros de sentido sumergidos, sino aguas superficiales, películas líquidas que elaboran lo que se refleja en ellas –como los pensamientos de Chloé. Porosa al mundo que la atraviesa, Chloé vive empapada en bloques palpitantes de percepción donde los sentidos no están todavía domesticados por el sentido común o por la generalidad del lenguaje. Faltan allí las líneas rígidas de formación –la escuela, la televisión o la familia– que van modelando la materia blanda de la infancia. Volverse adulto significa darle dirección al pensamiento, pasar de una cosa a la otra según un orden rígido, imponerle una forma a la experiencia. Corresponde a los niños y a los artistas –al devenir niño de tantos artistas– liberar las imágenes de los conceptos que las dominan, hacer fluir el mundo y fluir junto a él, interrumpir las asociaciones más comunes para percibir el mundo desde un punto más allá de sí. “Tengo miedo al encadenamiento de cosas” –confiesa Chloé, mientras deriva por ese monólogo que sería erróneo llamar interior, porque un niño es una vida abierta hacia fuera flotando antes o fuera del sentido, una potencia de transformación que la madurez agota. Pura posibilidad abierta al futuro, Chloé es como un animalito agazapado en la inestabilidad de la edad, dispuesta a algo que no se sabe bien qué es. Porque un joven se define menos por lo que es que por lo que puede ser, y lo que puede ser Chloé es una incógnita incalculable que Gonzalo Castro se cuida de no resolver. Como una primera novela.
jueves, diciembre 22, 2005
Mañana en Eñe
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14 comentarios:
I like it.
Y me gustaría saber cómo le va a Chloé de grande.
La rompe.
Tatín, ¿cómo sabés lo que va a publicar mañana la Ñ? ¿Tenés la espada de Lion-O?
Entonces yo me pongo re-contento, antes de que llegue el comment del usuario anónimo y me hunda en una profunda depresión.
Es intuición pura.
Ponete contento, está bien buena. Pasado mañana, Clhoé e Ine estarán peleando cabeza a cabeza el bestselerismo entrópico.
¿Pelearían en el barro? Eso: un poco de pedofilia homoerótica mezclada con catch sería un formidable golpe de marketing.
Qué profesional, Isla, aún más rápida que tu fulminante abuelo, a la hora de los comments.
Y no sé si tenía un futuro muy promisorio, la niña...
[ey, paren, esto ya se llenó de comments, ya caducó el mío, no importa, entró Tatín a embarrar la cancha.]
Te agradecería que no me llamaras Tatín: le quita seriedad a todo este asunto. Luego nadie nos tiene en cuenta. Incluso fomentás el encono el anónimo, que nos llama muchachitos, maricas o no sé qué otras aberraciones.
No, no, el usuario anónimo no tiene pizca de homofobia.
Tatín es un nombre hermoso, pero si querés te puedo llamar Moderador, o Morigerador. O Juan, John, Johnson, en fin, dime tú.
Señor editor JM, la pelea podría ser con francesitas que le griten desde el barro: "Juanitó, Juanitó..."
Seguramente declararían a su favor ante cualquier duda del anónimo.
Castrín, el comentario en la Eñe, prometo leerlo hasta el final.
Hasta tanto el usuario anónimo no comente este post, no se que pensar. Quizás si el Moderador subiera un escaneado de la nota, la visión de la foto del autor le dictaría una portentosa diatriba tranquilizadora.
O ustedes pagan unos sobornos altísimos (disfrazados de panettones y fresita), o los de Clarín son unos chapuceros que ni siquiera leen las fechas de edición de los libros. ¿En virtud de qué publican una reseña sobre una edición de principios del 2004, hoy, a minutos del 2006?
La alta literatura no tiene tiempo.
La foto, hablemos de la foto: ya no se trata del libro sino de su autor. Aquel que dedicó cuatro años de su vida a la inspiración subacuática (¿escribe mentalmente en la ducha?) para deleitarnos con un fragmento de la vida de Chloé, pequeña delicia con nombre de perfume.
El autor en su foto de mirada gacha, contempla su calzado nuevo, tennis (no me censuren) rojas de cordones blancos. Le gustan, las aprueba, sabe que le quedan bien para la foto de autor, de cocinero de ficciones, de pintor a la acuarela de bañaderas múltiples.
El fotógrafo dispara en ese instante, casual, colaborando con la quietud eterna, imprimiendo en 15x10 un retrato que dirá en el futuro: "autores eran los de antes, los que sabían observar, los que por tanto contemplar el suelo, los pies, los dedos... lograban construir un camino de miguitas que los llevaban de la casa de Handke y Gretel hasta la más completa y auténtica creación".
Chin Chin.
Efecto colateral posible, yeah.
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