Por Maximiliano Tomas para La Nación
En 2008 se publicó en la Argentina lo que solo en apariencia se
trataba de un diario de rodaje: el libro era febril y por momentos genial como
su autor, llevaba por título Conquista de lo inútil, narraba las dificultades y
desgracias de la filmación de la película Fitzcarraldo en medio de la selva
peruana y estaba firmado por Werner Herzog. ¿Cómo empujar un enorme barco de
vapor de un río a otro a través de la selva amazónica? ¿Cómo convivir con
cocodrilos, serpientes y mosquitos, cómo sobrevivir a los ataques de furia
bipolar de un actor como Klaus Kinski, con el que Herzog estuvo más de una vez
al borde de ser asesinado o de cometer un homicidio? ¿Cómo sobornar a los
gobiernos locales para conseguir permisos, nutrir de alimento, bebidas y
prostitutas a los pobladores y a los trabajadores de la producción, que
pasarían meses aislados de todo, a cientos de kilómetros de la ciudad más
cercana? Todo está en esos cuadernos que el director llevó entre 1979 y 1981, y
que permanecieron ocultos durante más de veinte años hasta que vieron la luz.
Si Fitzcarraldo se convirtió en una película legendaria, ese registro llamado
Conquista de lo inútil funciona como un complemento cuyo destino no será,
acaso, menos mítico.
Cinco años antes de aquella experiencia, Herzog acometió
otra aventura extrema. A fines de 1974 Lotte Eisner, la primera crítica de cine
de la historia alemana y cofundadora de la Cinemateca Francesa en el exilio
(aquella mujer que escapó de los nazis y puso a resguardo en París un acervo
cultural de valor incalculable) se estaba muriendo. Cuando se enteró de la
noticia, Herzog estaba en Munich. Conmocionado, enfurecido, decidió ir a su
encuentro. Partiría ese mismo día, y haría los 830 kilómetros que separan
Munich de París a pie, atravesando campos, bosques y montañas. "Agarré una
campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. Mis botas eran
tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia
París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie.
Además, quería estar a solas conmigo". Herzog tardó poco más de veinte
días en llegar a París, y también llevó un registro de ese viaje. El libro se
publicó en 1978 en Alemania, se llamó Del caminar sobre hielo y ahora acaba de
aparecer su versión en castellano.
Como en Conquista de lo inútil, aquí se presenta otro
episodio de la lucha desigual entre el hombre y la naturaleza. Si en aquel
libro el enemigo que todo lo corrompe había sido la selva, en este lo son los
bosques, la lluvia invernal, y sobre todo la nieve. Herzog, su egotismo y su
fuerza de voluntad dan como resultado esta vez un libro íntimo, menos
anecdótico y más reflexivo. "Al caminar, uno se cruza con muchas cosas
desechadas", apunta. "Una bicicleta de mujer casi nueva tirada en el
arroyo, largo rato estuve pensando en eso. ¿Un crimen? ¿Una pelea previa?
Sospecho que ahí sucedió algo rural, lóbrego, dramático". "¿Cómo
puede doler tanto caminar?", se pregunta. "Ando con ritmo acelerado,
sin parar, porque estoy mojado hasta la piel y si me quedo quieto enseguida me
congelo; así al menos mantengo el calor".
Pasan los días y Herzog se alimenta con leche y mandarinas.
Por las noches, asalta graneros y fuerza las puertas de casas tapiadas debido
al inminente invierno europeo. Duerme poco, y a la madrugada reemprende camino.
Algunas veces su ánimo flaquea y se pregunta si su amiga seguirá con vida. Pasa
una que otra noche en un hostal, otras come en estaciones de servicio, e
incluso permite que algún auto o camión lo lleve, bajo la tormenta, unos pocos
kilómetros. Pero cuando siente que su compromiso está siendo traicionado se
baja y sigue caminando bajo el granizo. Con los días y los kilómetros, Herzog
se convierte en un vagabundo y en un misántropo. Rara vez habla con alguien. Le
escapa al contacto con la gente. "Después nieve, nieve, lluvia con nieve,
maldigo la Creación. ¿Para qué es esto? Estoy tan empapado que cruzo los campos
embarrados para evitar a las personas, para no tener que mirarlas a la cara.
Ante los poblados siento vergüenza. Ante los chicos pongo cara de ser de la
zona".
Las páginas están puntuadas por los días que comienzan y
acaban, en los que se mezclan pensamientos, sueños y observaciones agudas, que
alcanzan muchas veces un registro delicadamente poético y maravilloso:
"Veo muchos ratones. Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay
en el mundo, es inconcebible. Los ratones crujen muy silenciosamente en el
césped aplastado. Sólo el que camina ve los ratones. Sobre los campos nevados
abrieron pasillos entre la nieve y el pasto, y ahora que la nieve se fue quedan
las huellas serpenteantes. Con los ratones es posible trabar amistad". Hay
escenas epifánicas, como si uno estuviera leyendo un cuento o una fábula, pero
tratándose de Herzog bien sabemos que deben haber sido reales: "En el peor
momento de la tormenta de nieve sobre los Alpes de Suabia, unas ovejas
congeladas y desconcertadas dentro de un cercado provisorio me miraron y se
vinieron apiñadas hacia mí, como si yo les trajera una solución, la solución.
Nunca vi tanta confianza como la que me expresaban las caras de esas ovejas en la
nieve".
La idea de llevar a cabo un sacrificio como el que narra Del
caminar sobre hielo es tan poderosa que el libro bien podría no existir, o
haber sido inventado de punta a punta. Lo que importa es que una persona haya
sido capaz de semejante gesto de amor: mientras haya gente así, la raza humana
tendrá un futuro y una posibilidad. Lotte Eisner murió el 25 de noviembre de
1983 en París. Sobrevivió casi diez años a aquella caminata que alguien, en
soledad y en silencio, emprendió en su honor.
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