jueves, marzo 19, 2015

El relato de un hermoso y desmesurado gesto de amor


Por Maximiliano Tomas para La Nación



En 2008 se publicó en la Argentina lo que solo en apariencia se trataba de un diario de rodaje: el libro era febril y por momentos genial como su autor, llevaba por título Conquista de lo inútil, narraba las dificultades y desgracias de la filmación de la película Fitzcarraldo en medio de la selva peruana y estaba firmado por Werner Herzog. ¿Cómo empujar un enorme barco de vapor de un río a otro a través de la selva amazónica? ¿Cómo convivir con cocodrilos, serpientes y mosquitos, cómo sobrevivir a los ataques de furia bipolar de un actor como Klaus Kinski, con el que Herzog estuvo más de una vez al borde de ser asesinado o de cometer un homicidio? ¿Cómo sobornar a los gobiernos locales para conseguir permisos, nutrir de alimento, bebidas y prostitutas a los pobladores y a los trabajadores de la producción, que pasarían meses aislados de todo, a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana? Todo está en esos cuadernos que el director llevó entre 1979 y 1981, y que permanecieron ocultos durante más de veinte años hasta que vieron la luz. Si Fitzcarraldo se convirtió en una película legendaria, ese registro llamado Conquista de lo inútil funciona como un complemento cuyo destino no será, acaso, menos mítico.

Cinco años antes de aquella experiencia, Herzog acometió otra aventura extrema. A fines de 1974 Lotte Eisner, la primera crítica de cine de la historia alemana y cofundadora de la Cinemateca Francesa en el exilio (aquella mujer que escapó de los nazis y puso a resguardo en París un acervo cultural de valor incalculable) se estaba muriendo. Cuando se enteró de la noticia, Herzog estaba en Munich. Conmocionado, enfurecido, decidió ir a su encuentro. Partiría ese mismo día, y haría los 830 kilómetros que separan Munich de París a pie, atravesando campos, bosques y montañas. "Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie. Además, quería estar a solas conmigo". Herzog tardó poco más de veinte días en llegar a París, y también llevó un registro de ese viaje. El libro se publicó en 1978 en Alemania, se llamó Del caminar sobre hielo y ahora acaba de aparecer su versión en castellano.
Como en Conquista de lo inútil, aquí se presenta otro episodio de la lucha desigual entre el hombre y la naturaleza. Si en aquel libro el enemigo que todo lo corrompe había sido la selva, en este lo son los bosques, la lluvia invernal, y sobre todo la nieve. Herzog, su egotismo y su fuerza de voluntad dan como resultado esta vez un libro íntimo, menos anecdótico y más reflexivo. "Al caminar, uno se cruza con muchas cosas desechadas", apunta. "Una bicicleta de mujer casi nueva tirada en el arroyo, largo rato estuve pensando en eso. ¿Un crimen? ¿Una pelea previa? Sospecho que ahí sucedió algo rural, lóbrego, dramático". "¿Cómo puede doler tanto caminar?", se pregunta. "Ando con ritmo acelerado, sin parar, porque estoy mojado hasta la piel y si me quedo quieto enseguida me congelo; así al menos mantengo el calor".

Pasan los días y Herzog se alimenta con leche y mandarinas. Por las noches, asalta graneros y fuerza las puertas de casas tapiadas debido al inminente invierno europeo. Duerme poco, y a la madrugada reemprende camino. Algunas veces su ánimo flaquea y se pregunta si su amiga seguirá con vida. Pasa una que otra noche en un hostal, otras come en estaciones de servicio, e incluso permite que algún auto o camión lo lleve, bajo la tormenta, unos pocos kilómetros. Pero cuando siente que su compromiso está siendo traicionado se baja y sigue caminando bajo el granizo. Con los días y los kilómetros, Herzog se convierte en un vagabundo y en un misántropo. Rara vez habla con alguien. Le escapa al contacto con la gente. "Después nieve, nieve, lluvia con nieve, maldigo la Creación. ¿Para qué es esto? Estoy tan empapado que cruzo los campos embarrados para evitar a las personas, para no tener que mirarlas a la cara. Ante los poblados siento vergüenza. Ante los chicos pongo cara de ser de la zona".

Las páginas están puntuadas por los días que comienzan y acaban, en los que se mezclan pensamientos, sueños y observaciones agudas, que alcanzan muchas veces un registro delicadamente poético y maravilloso: "Veo muchos ratones. Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay en el mundo, es inconcebible. Los ratones crujen muy silenciosamente en el césped aplastado. Sólo el que camina ve los ratones. Sobre los campos nevados abrieron pasillos entre la nieve y el pasto, y ahora que la nieve se fue quedan las huellas serpenteantes. Con los ratones es posible trabar amistad". Hay escenas epifánicas, como si uno estuviera leyendo un cuento o una fábula, pero tratándose de Herzog bien sabemos que deben haber sido reales: "En el peor momento de la tormenta de nieve sobre los Alpes de Suabia, unas ovejas congeladas y desconcertadas dentro de un cercado provisorio me miraron y se vinieron apiñadas hacia mí, como si yo les trajera una solución, la solución. Nunca vi tanta confianza como la que me expresaban las caras de esas ovejas en la nieve".

La idea de llevar a cabo un sacrificio como el que narra Del caminar sobre hielo es tan poderosa que el libro bien podría no existir, o haber sido inventado de punta a punta. Lo que importa es que una persona haya sido capaz de semejante gesto de amor: mientras haya gente así, la raza humana tendrá un futuro y una posibilidad. Lotte Eisner murió el 25 de noviembre de 1983 en París. Sobrevivió casi diez años a aquella caminata que alguien, en soledad y en silencio, emprendió en su honor.

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