El vía crucis primal de Herzog
Por Miguel Zeballos para Revista Veintitrés
"Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo
permito. No morirá, no. No ahora. No lo tiene permitido”. Con esta declaración
desesperada, Herzog inicia el vía crucis que lo llevará a París, el lugar donde
Lotte Eisner, la gran teórica del cine alemán, lo espera moribunda. Hasta acá,
nada excepcional, salvo que lo excepcional es una marca que Herzog lleva en la
piel escrita con fuego, y salvo que el recorrido Munich-París lo hace
caminando.
Herzog es primitivo, su conciencia está ligada al grito del
tiempo, a cierta comunión ancestral, un rito que en este caso se refleja en la
experiencia de caminar, pero podría ser cualquier cosa con tal de salvaguardar
al mito y a la épica (el mito sería Lotte Eisner, él mismo es la épica).
Herzog –y su cine– ha perseguido desde siempre lo imposible:
más que un cineasta, es un lobo rondando las cuevas de Altamira, un cuerpo
marginado, o marginal, del mismo modo que lo fue Kaspar Hauser, Aguirre o Cobra
Verde, por nombrar unos pocos ejemplos: “El hombre de la estación de servicio
me dirigió una mirada tan irreal que me fui rápido al baño para cerciorarme
frente al espejo de que aún tengo aspecto humano”, dice en unos de sus
descansos de pies ampollados.
Herzog es tenaz. Lo que escribe, lo que filma, está unido de
manera sanguínea a lo que vive, es prácticamente lo mismo. Para él, el destino
es trashumante, se mueve para donde se muevan sus ojos, o sus piernas.
La misma animalidad intrínseca que contiene su cine se
esboza en este libro, la misma nube espesa flotando en el aire, esa especie de
brusca aventura del silencio.
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