Por Pablo Chacón para Télam
En Del caminar sobre hielo, el cineasta, escritor, guionista
y actor Werner Herzog recrea su viaje a pie, desde Munich a París, cuando un
amigo lo entera de la inminente muerte de Lotte Eisner, la crítica de arte que
formó a buena parte de la generación de intelectuales que en la segunda
posguerra abrevó en el expresionismo de la primera y se lanzó al mundo
abominando de un nacionalismo vergonzante.
El libro, publicado por primera vez en España, apenas se
conocía en la Argentina. Ahora, la editorial Entropía, en traducción de Ariel
Magnus, recupera aquel formidable diario de viaje que luego este artista
exploraría en otros formatos y otras geografías hasta el día de la fecha.
“A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde París
y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo
que yo dije que no podía ser, no en este momento, el cine alemán no podía
prescindir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera”, cuenta Herzog. Así las cosas, “agarré una campera, una brújula y un bolso
con lo estrictamente necesario (…) Tomé el camino más recto hacia París, con la
firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie”, agrega.
Y así fue: Eisner murió en 1983, y esa suerte de ordalía por
la que pasó el director de Nosferatu, lo dejó en un estado -digámoslo, de
gracia- imprescindible para acometer otros proyectos en el futuro que sonaban
imposibles.
Herzog nació en 1942.
Ha filmado documentales, películas de ficción, adaptaciones; ha montado puestas
en el Amazonas; ha conversado con asesinos que esperaban condena a muerte, ha
recorrido el Golfo pérsico después que los norteamericanos destruyeran todos
los pozos de petróleo durante la guerra homónima, etcétera.
Desde Munich a París no hay mucho más de 400 kilómetros. El
autor de este libro (que también registró la experiencia en el Amazonas,
Conquista de lo inútil, también publicado por la misma editorial), habría que
decir que no es un caminante perezoso o un hedonista de esos que ahora
proliferan para bajar las panzas atiborradas de cerveza.
En principio, elige senderos más que rutas; está en silencio
y avanza; reniega de los lugares muy poblados; habla poco; se concentra en
observar, establecer puentes con los diversos animales que todavía resisten en
el corazón mismo de Europa; lo suyo, antes que turismo-aventura, o guiones
predigeridos, es un homenaje.
Lotte Eisner había corrido la suerte de muchos disidentes en
la república de Vichy: trasladada a un campo de concentración en los Pirineos,
logró escapar y volver a París, donde Henri Langlois, que estaba poniendo a
punto la cinemateca que tanta importancia tuvo durante mayo del 68, le consiguió
un trabajo y la protegió.
Allí trabajó hasta un año después del viaje de Herzog: su
demostración de generosidad y entrega por el espíritu de Eisner lo acompaña aun
hoy, siempre enfebrecido por capturar imágenes imposibles, personajes
imposibles, puntos de fuga para recorrer un mundo digitalizado, vigilado,
administrado, regimentado, normalizado y escaneado en la mayoría de sus
dimensiones.
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