Irina Garbatzky reseña Mi descubrimiento de América para Bazar Americano.
En Mi descubrimiento de América, el diario de viajes que
Vladimir Maiakovsky escribió entre 1925 y 1926 a propósito de su periplo por
Cuba, México y Estados Unidos, hay una invitación al exotismo que el autor va a
rechazar cada vez que pueda. El exotismo, decía César Aira, es literatura
readymade, encuentra lo que no precisa inventar, la fantasía y la aventura
están dados allí, naturalmente. Como Oriente, América es portadora de sus
signos de manera innata. También con esa premisa comienza a escribir
Maiakovsky: “Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo aquello que respira
vida casi sustituye la lectura de libros”. Sin embargo la fórmula, que
apuntaría a enfatizar el encuentro con la alteridad que imprime el trópico
sobre el cuerpo del poeta revolucionario, aparece en las crónicas, aplacada,
reprimida. No porque el ruso sostenga de antemano una imagen estereotipada, el
mecanismo colonial. Justamente todo lo contrario. Importa poco el
deslumbramiento por la abundancia americana. Descubrir América, sin la lente de
lo exuberante o lo rarísimo, pone en juego otro tono, menos encantado o más
objetivista: “Para cenar nos dieron alimentos que no conocía: un coco verde con
el corazón untuoso como manteca y una fruta llamada mango, una parodia de la
banana, con un carozo grande y peludo”.
El impulso del poeta soviético, por supuesto, iba menos
hacia lo específico que a lo universal. Si el exotista busca deliberadamente un
mundo otro, el revolucionario, que porta el mensaje del futuro, es en algún
sentido, el otro radical (“–Moscú. ¿Eso está en Polonia? –me preguntaron en el
consulado estadounidense en México. –No –contesté-. Está en URSS”). Para leer el
mundo, se llevan en el bolsillo los mapas de la revolución. En el barco, por
ejemplo, “la primera clase vomita donde se le da la gana; la segunda sobre la
tercera, y la tercera sobre sí misma”.
¿De qué tiempo viene Maiakovsky y con qué tiempo se
encuentra en América? Sólo en su diálogo con los vanguardistas latinoamericanos
encontrará una temporalidad común. Desde Moscú, esa ciudad que, al decir de
Raúl Antelo, funcionará durante esas décadas, para visitantes como César
Vallejo o Walter Benjamin como el “marco de lo moderno”, el emplazamiento
discursivo muestra las velocísimas transformaciones del presente. El futuro es
la urbanidad, de ahí que su visión sobre Latinoamérica, y especialmente sobre
La Habana, redunde en desencanto. En La Habana, “Todo lo que tiene que ver con
el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable. (…) Todo lo
relacionado con los estadounidenses está montado con eficacia y bien
organizado”. Lo exótico y lo antiguo es leído como signo de retraso y de
colonia. Lo es en Cuba y lo es en México: pura naturaleza devorada por la
ansiedad estadounidense (“Y lo exótico, ¿para qué demonios lo necesitan? Las
lianas, los loros, los tigres y las fiebres palúdicas, todo esto se queda en el
sur, es para los mexicanos. (…) Lo exótico que no da ni para comprar pan queda
para ellos. El país más rico del mundo ya ha sido reducido por el imperialismo
estadounidense a raciones de hambre”).
Sin embargo, en México, donde el autor es recibido por Diego
Rivera y Frida Kahlo, el ensamblaje entre la tradición y la ruptura de la
vanguardia latinoamericana arma una lengua que a Maiakovsky le resulta más
congruente, aunque todavía muy poco familiar. Rivera aparece como un glotón
extravagante que reúne lo local y lo mundial: fundador del Partido Comunista de
México, barrigón, poseedor de una Colt con la que puede dispararle a una moneda
en el aire y que entiende el ruso perfectamente. Cómo no pasar horas viendo los
antiguos calendarios aztecas o los ídolos de viento con dos máscaras, si la
idea moderna del arte mexicano, según le explica Alfonso Reyes, se configura a
partir del arte popular indio antiguo, “abigarrado y tosco”. Es posible que
haya un sentido oculto, en ese cruce, sostiene, una idea poco asimilada que es
la lucha de la esclavitud contra los colonizadores, hacia allí debe dirigirse.
En México hay porvenir para la revolución, aunque tal vez la violencia
inmemorial complique el panorama, marcado por el caos de los sucesivos
levantamientos, como sucede en torno al vocablo revolucionario: “para los mexicanos
no sólo es quien entiende o presiente los siglos venideros, lucha por ellos y
lleva a la humanidad hacia el futuro; el revolucionario mexicano es cualquiera
que derroque el poder con armas en la mano, no importa de qué poder se trate”.
La definitiva fascinación son los Estados Unidos. Las dos
terceras partes del libro las dedica a los itinerarios por Nueva York, Chicago,
Detroit, es decir, a la descripción pormenorizada del estado más avanzado del
capitalismo. “Me gusta Nueva York los ajetreados días laborales del otoño”,
“Odio Nueva York los domingos”. Si en el testimonio de los viajeros a la URSS
ocupaba un lugar central el encuentro con ese mundo otro, la utopía concretada
que suponía la vida comunista, también Maiakovsky testimonia, por oposición, la
enorme impresión que le genera la meca capitalista y la modernidad como la
enorme y brutal efectuación de un proyecto. Maiakovsky en Estados Unidos
escribe como el testigo de vista de un mundo ajeno, y tal vez sólo allí, en esa
fascinación, sea donde se cumpla la regla del exotismo como “literatura a
medida”. El poeta cuenta con conocimientos muy precisos, sabe lo que quiere
mostrar. Uno de los ejemplos es la visita a la fábrica Ford. En 1926, Ford es
mítica; en 1923, el libro autobiográfico de Ford había sido publicado en
Leningrado, había vendido miles de copias. En el relato, Maiakovsky nos otorga
uno de los tantos pasajes de la textualidad vanguardista que retornan sobre el
trauma que implicó la yuxtaposición del humano en máquina, en la más alienada
deshumanización. La vida humana y la vida en general en Estados Unidos se
encuentra absorbida por los movimientos de la fábrica, y lo que emerge, como
forma poética, como imagen, es el puro ensamblaje: “Aterrizan chasis desnudos,
como si el vehículo aún no tuviera puesto los pantalones. Los obreros colocan
los guardabarros; el vehículo avanza a paso de hombre hacia los montadores del
motor; las grúas bajan la carrocería; los neumáticos caen desde el techo
formando una fila continua, como roscas de panadería; debajo de la cadena hay
trabajadores que retocan algo a martillazos. Operarios subidos a unas vagonetas
pequeñas se pegan a los costados del coche. Después de pasar por mil manos, el
automóvil cobra su forma definitiva en una de las últimas etapas; sube un
conductor, el coche desciende de la cadena y sale al patio por su cuenta”. Como
si hiciera falta, nos aclara: “Es un proceso que uno ya conoce por diversos
documentales, pero igual impresiona”.
(Actualización marzo – abril 2016/ BazarAmericano)