miércoles, marzo 02, 2016

En las entretelas de un clásico

Reseña de Las esferas invisibles, por Pablo Martínez Burkett para Solo Tempestad



A la hora de reseñar se supone que uno debe conservar cierta equidistancia, mantener una aséptica aproximación. Recaudos que deberían extremarse tanto más si uno aborda la exégesis del texto de un amigo. Pero como no tengo el placer de conocer a Diego Muzzio, no soy amigo, enemigo, deudor, acreedor, en fin, no me comprenden ninguna de las generales de ley, puedo decir que Las esferas invisibles es un gran libro. GRAN con mayúscula. Tan grande que le auguro un mañana de clásico. Tiene aspiraciones de clásico, está ejecutado como clásico y deja el sabor único de un clásico. Prometedor ¿no? Y si cumple lo que promete, tanto más.
Y eso que el libro está consagrado al terror, género que exige un pulso narrativo muy fino porque el riesgo de derrapar es grande. No en vano es un género que sigue dominado por clásicos (muy clásicos). Sin embargo, Muzzio se aventura con notable solvencia y no desentona. Es más, se luce. Y mucho.
A continuación, algunas notas distintivas para sufragar este augurio de pronta incorporación canónica.
Ya en el pórtico del libro nos topamos con la admonición de Moby Dick: “… las esferas invisibles fueron creadas por el terror”. Al leerla, no pude evitar el ejercicio de asociación libre y pensé en la música de las esferas, esa abismada armonía que rige el universo pitagórico, enseguida derivé a “La música de Erich Zann” con su espectro maldito, blasfematorio, abominable y sacrílego que acecha desde el ventanal a un violinista mudo; para terminar en “Las fuerzas extrañas”, catálogo anómalo de Lugones que a principios del siglo pasado inauguró toda una cosmogonía vernácula. Clásico tras clásico que remonta a los griegos, atraviesa por maestros de la narrativa del terror y termina en nuestras pampas australes con uno de los mejores esbozos del fantástico vernáculo. Ese es el sabor a clásico que deja Las esferas invisibles. Y repito la palabra porque aspiro a que se asocie lo uno con lo otro: clásico.
Ambientado en el Buenos Aires de segunda mitad del siglo XIX, más precisamente durante la peste amarilla, las tres nouvelles que integran el volumen usan la plaga como hilo conductor para entremezclar Teseos, Ariadnas y Minotauros hasta confundirlos entre sí en un borroneo de los límites entre lo real y lo ilusorio que resulta fascinante porque no necesita de ningún artificio ni truco al uso. Económico, preciso, delicado son adjetivos que amplifican una lectura placentera.
El manejo de los diferentes registros del habla resulta elocuente. Sin empalagar con los costumbrismos, se deslizan aquí y allá con gracia y oportunismo. Por su parte, los personajes están claramente definidos. A veces basta una deliberada pincelada fuera de cuadro para agigantar la soledad existencial en la que viven. Y en este sentido, la ominosa vastedad de estas planicies meridionales se presiente casi como otro personaje. Finalmente, una llamada especial para enfatizar la calculada dosis de ponzoña que va torciendo lo cotidiano hasta volverlo aterrador. Si me tengo que quedar con alguna de las notas tipificantes, voto por esta última.
En cuanto a los relatos, la naturaleza del cuento extraño nos obliga a ser elusivo en la glosa pero digamos que “El intercesor” es una historia dentro de otra historia. La confesión in extremis sirve para estructurar una narración retrospectiva que va enhebrando a Rosas y la Mazorca, el destierro en los fortines como una morosa sentencia de muerte y un carnaval de personajes donde nadie es lo que parece. Es, quizás, el relato donde se hacen más audibles los ecos de Dahlmann o los Gutre y el estudiante de medicina Baltasar Espinosa. En cuanto a “El ataúd de ébano”, dos desertores de la Guerra del Paraguay tratan de medrar con la muerte y sus urgencias, robando ataúdes y cuanto fuera menester. De un equívoco resulta una epifanía redentora. Y por último “La ruta de la mangosta” es, tal vez, el más retorcido de todos los relatos que, con eje en la inveterada costumbre de retratar a los muertos, flota con delicia entre los vapores del opio y una macabra peregrinación de guerra en guerra hasta que se rasga el velo que sostiene la pesadilla que como un corsi e ricorsi, lo trae de vuelta a Buenos Aires.
Ya anticipaba Borges que “…cada escritor crea sus precursores”. Censar los precursores que dialogan en Las esferas invisibles no solo que excede el marco de esta reseña sino que sería por demás aburrido. A modo de colofón recordemos lo que ya decían los romanos: “clásico es lo bueno que perdura”. Sin dudas que este opus de Diego Muzzio está llamado muy pronto a ser, si logré hacerme entender, un clásico.

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