lunes, marzo 07, 2016

América roja

Irina Garbatzky reseña Mi descubrimiento de América para Bazar Americano.


En Mi descubrimiento de América, el diario de viajes que Vladimir Maiakovsky escribió entre 1925 y 1926 a propósito de su periplo por Cuba, México y Estados Unidos, hay una invitación al exotismo que el autor va a rechazar cada vez que pueda. El exotismo, decía César Aira, es literatura readymade, encuentra lo que no precisa inventar, la fantasía y la aventura están dados allí, naturalmente. Como Oriente, América es portadora de sus signos de manera innata. También con esa premisa comienza a escribir Maiakovsky: “Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de libros”. Sin embargo la fórmula, que apuntaría a enfatizar el encuentro con la alteridad que imprime el trópico sobre el cuerpo del poeta revolucionario, aparece en las crónicas, aplacada, reprimida. No porque el ruso sostenga de antemano una imagen estereotipada, el mecanismo colonial. Justamente todo lo contrario. Importa poco el deslumbramiento por la abundancia americana. Descubrir América, sin la lente de lo exuberante o lo rarísimo, pone en juego otro tono, menos encantado o más objetivista: “Para cenar nos dieron alimentos que no conocía: un coco verde con el corazón untuoso como manteca y una fruta llamada mango, una parodia de la banana, con un carozo grande y peludo”.

El impulso del poeta soviético, por supuesto, iba menos hacia lo específico que a lo universal. Si el exotista busca deliberadamente un mundo otro, el revolucionario, que porta el mensaje del futuro, es en algún sentido, el otro radical (“–Moscú. ¿Eso está en Polonia? –me preguntaron en el consulado estadounidense en México. –No –contesté-. Está en URSS”). Para leer el mundo, se llevan en el bolsillo los mapas de la revolución. En el barco, por ejemplo, “la primera clase vomita donde se le da la gana; la segunda sobre la tercera, y la tercera sobre sí misma”.

¿De qué tiempo viene Maiakovsky y con qué tiempo se encuentra en América? Sólo en su diálogo con los vanguardistas latinoamericanos encontrará una temporalidad común. Desde Moscú, esa ciudad que, al decir de Raúl Antelo, funcionará durante esas décadas, para visitantes como César Vallejo o Walter Benjamin como el “marco de lo moderno”, el emplazamiento discursivo muestra las velocísimas transformaciones del presente. El futuro es la urbanidad, de ahí que su visión sobre Latinoamérica, y especialmente sobre La Habana, redunde en desencanto. En La Habana, “Todo lo que tiene que ver con el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable. (…) Todo lo relacionado con los estadounidenses está montado con eficacia y bien organizado”. Lo exótico y lo antiguo es leído como signo de retraso y de colonia. Lo es en Cuba y lo es en México: pura naturaleza devorada por la ansiedad estadounidense (“Y lo exótico, ¿para qué demonios lo necesitan? Las lianas, los loros, los tigres y las fiebres palúdicas, todo esto se queda en el sur, es para los mexicanos. (…) Lo exótico que no da ni para comprar pan queda para ellos. El país más rico del mundo ya ha sido reducido por el imperialismo estadounidense a raciones de hambre”).

Sin embargo, en México, donde el autor es recibido por Diego Rivera y Frida Kahlo, el ensamblaje entre la tradición y la ruptura de la vanguardia latinoamericana arma una lengua que a Maiakovsky le resulta más congruente, aunque todavía muy poco familiar. Rivera aparece como un glotón extravagante que reúne lo local y lo mundial: fundador del Partido Comunista de México, barrigón, poseedor de una Colt con la que puede dispararle a una moneda en el aire y que entiende el ruso perfectamente. Cómo no pasar horas viendo los antiguos calendarios aztecas o los ídolos de viento con dos máscaras, si la idea moderna del arte mexicano, según le explica Alfonso Reyes, se configura a partir del arte popular indio antiguo, “abigarrado y tosco”. Es posible que haya un sentido oculto, en ese cruce, sostiene, una idea poco asimilada que es la lucha de la esclavitud contra los colonizadores, hacia allí debe dirigirse. En México hay porvenir para la revolución, aunque tal vez la violencia inmemorial complique el panorama, marcado por el caos de los sucesivos levantamientos, como sucede en torno al vocablo revolucionario: “para los mexicanos no sólo es quien entiende o presiente los siglos venideros, lucha por ellos y lleva a la humanidad hacia el futuro; el revolucionario mexicano es cualquiera que derroque el poder con armas en la mano, no importa de qué poder se trate”.

La definitiva fascinación son los Estados Unidos. Las dos terceras partes del libro las dedica a los itinerarios por Nueva York, Chicago, Detroit, es decir, a la descripción pormenorizada del estado más avanzado del capitalismo. “Me gusta Nueva York los ajetreados días laborales del otoño”, “Odio Nueva York los domingos”. Si en el testimonio de los viajeros a la URSS ocupaba un lugar central el encuentro con ese mundo otro, la utopía concretada que suponía la vida comunista, también Maiakovsky testimonia, por oposición, la enorme impresión que le genera la meca capitalista y la modernidad como la enorme y brutal efectuación de un proyecto. Maiakovsky en Estados Unidos escribe como el testigo de vista de un mundo ajeno, y tal vez sólo allí, en esa fascinación, sea donde se cumpla la regla del exotismo como “literatura a medida”. El poeta cuenta con conocimientos muy precisos, sabe lo que quiere mostrar. Uno de los ejemplos es la visita a la fábrica Ford. En 1926, Ford es mítica; en 1923, el libro autobiográfico de Ford había sido publicado en Leningrado, había vendido miles de copias. En el relato, Maiakovsky nos otorga uno de los tantos pasajes de la textualidad vanguardista que retornan sobre el trauma que implicó la yuxtaposición del humano en máquina, en la más alienada deshumanización. La vida humana y la vida en general en Estados Unidos se encuentra absorbida por los movimientos de la fábrica, y lo que emerge, como forma poética, como imagen, es el puro ensamblaje: “Aterrizan chasis desnudos, como si el vehículo aún no tuviera puesto los pantalones. Los obreros colocan los guardabarros; el vehículo avanza a paso de hombre hacia los montadores del motor; las grúas bajan la carrocería; los neumáticos caen desde el techo formando una fila continua, como roscas de panadería; debajo de la cadena hay trabajadores que retocan algo a martillazos. Operarios subidos a unas vagonetas pequeñas se pegan a los costados del coche. Después de pasar por mil manos, el automóvil cobra su forma definitiva en una de las últimas etapas; sube un conductor, el coche desciende de la cadena y sale al patio por su cuenta”. Como si hiciera falta, nos aclara: “Es un proceso que uno ya conoce por diversos documentales, pero igual impresiona”.

(Actualización marzo – abril 2016/ BazarAmericano)

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