Por Juan Comperatore para Revista Otra Parte Semanal
Numerosos escritores han intentado conjurar el dilema de la
originalidad; o, para decirlo de otro modo, narrar con cierta soltura sin tener
que recurrir a las esclusas de la subjetividad. Una de las maneras más
productivas de encararlo, o la que mejores rendimientos ha dado, es la de adoptar
una exigencia, en grados variables de coacción, con la promesa de alcanzar la
nueva perspectiva que otorgue el distanciamiento. Otra es asumir el fracaso
desde el comienzo y hacerlo obra. Son exiguas las ocasiones en que estas
maneras se ofrecen juntas. La primera novela de Alberto Montero da cuenta de
una de esas prerrogativas. Los incapaces es la mordaz diatriba que el analista
T. Monroe (anagrama del autor) arroja al mundo como quien esputa un encono
largamente fermentado. Recluido en una desapacible vivienda, extravagancia
arquitectónica producto de su “desvío mental”, construida con sus propias manos
y afincada en el imaginario suburbio de Clayburg, Monroe se dispone a escribir
lo que será su primera novela: Los incapaces. La plétora de tentativas inconclusas
da una idea no tanto del esfuerzo que conlleva escribir como de la
procrastinación que lo acucia. “Todo nuevo intento no es más, me digo
—escribo—, para mí, que una nueva manera de fracasar”, dice el protagonista en
una paráfrasis del lema beckettiano. Sólo que esta vez algo parece haber
cambiado. O casi. Ante la inminente “barbacoa” de su odiado hermano Marshall,
envalentonado por unos tragos de jerez, asume la imposibilidad de concluir
cualquier intento, trasmutando esa rémora en la materia del relato. Se dispone,
entonces, a escribir sin ningún miramiento para con su persona, ni para con los
otros, con el anhelo de encontrar algún paliativo a su situación. Para esto
cuenta con sus maneras bernhardianas de hacerse a la palabra escrita. Suerte de
vampirismo textual, este afán emulador es una forma de desprenderse, al menos
por un rato, del lastre del yo: “Como si, efectivamente, no fuera yo el que
estuviera escribiendo, sino como si lo estuviera escribiendo, propiamente, mi
admirado Thomas Bernhard, o, al menos, como si se estuviera escribiendo a sí
mismo, lo que escribo, por mí través”.
La referencia a Bernhard es, por un lado, temática: encierro
del personaje, rencillas filiales, imposibilidad de escribir; y formal, por el
otro: el uso de la repetición como principio constructivo. Si Flaubert inventó
la literatura del siglo XX al erigir la frase al estatuto de objeto, Montero
lleva al límite esta posibilidad: Los incapaces consta de una única frase que
se despliega (y pliega) como fuelle de bandoneón, buscando su propio reverso.
Una voluta con rumbo insondable y afán purgante: puro derroche. Y en el centro
de esta deriva se encuentra Manny, su padre y la historia de una lucha por el
reconocimiento. Los nombres del texto, de raigambre inglesa, permiten leer
Manny como homónimo de money, y destacar así la deuda, núcleo insistente y
nunca elaborado de la relación padre-hijo. La proeza técnica de Alberto Montero
parece sugerirnos que abrazar los atavíos del maestro puede ser un modo eficaz
de tratar los escollos de la originalidad. O, al menos, de intentarlo.
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