Por Augusto Munaro para Radar Libros
En Los incapaces, su primera novela, Alberto Montero
construye la voz de un narrador que se propone describir una caudalosa novela
de vida, pautada por las crisis de lo moderno, el matrimonio y la familia. Un
ajuste de cuentas que es, a la vez, un notable esfuerzo narrativo.
Alberto Montero, tiene algo más de sesenta años de edad y
publicó ésta, su primera novela. Los incapaces progresa por acumulación; consta
de más de 400 páginas y en su encadenado y reiterado devenir, narra la historia
de un analista llamado T. Monroe quien describe en tiempo presente, por
“enésima vez y de un solo tirón”, una novela. El relato de su vida en el
suburbio de Clayburg. Su viudez, la construcción de su casa “inhabitable”, el
recuerdo de un amor que no pudo del todo concretar, y, desde luego, su calvario
familiar. Escribe, por lo tanto, lo que dictan sus asociaciones para “reconocer
y aceptar”. Una voz que busca la liberación de elementos perturbadores para
poder así asimilar “todo lo que nunca fue”. Con la cabeza apestada de
obsesiones se pone a escribir sin repasar, ni corregir. Es decir, lo hace sin
detenerse, desde la primera a la última página, en una lucha contra la
destrucción del tiempo y del olvido.
Hay, pues aquí, una función catártica. Avanza como un
mantra, como una figura retórica utilizada para significar la repetición
neurótica del sujeto a fin de fijar y reforzar un pensamiento circular,
ligeramente espiralado. Pues es precisamente en esa sutil deformación, donde
van infiltrándose las variaciones. Así, T. Monroe, siguiendo su dictado
existencial, alcanza a capturar en la pantalla de su computadora, el impulso
legítimo de su “desesperación”. Un narrador que habla de su pasado y su ruina
presente, desgranando recuerdos de toda su vida con un fluir imparable en el
que el lector debe sumergirse para apreciar su singularidad expresiva.
Siguiendo ese dictado existencial, dijimos, el lector pronto se percata de que
no hay en Los incapaces un orden singular, sino una pluralidad de órdenes. Por
eso mismo, se trata de una novela simbólica, ya que todo símbolo no es imagen
sino pluralidad de sentidos. Ahora bien, a pesar del carácter dislocado de la
narración, en su aparente “desorden” y “caoticidad” –que, convengamos, intenta
presentar la conciencia del narrador – ,Los incapaces, paradójicamente
manifiesta una estructura cerrada, coherente y armónica que se logra gracias a
la coordinación y a la reiteración, como aspectos que rigen y sustentan la
contextura y euritmia del texto.
A través de una lógica alucinada pero muy precisa, la voz de
este personaje es tan potente que no sólo es una primera persona, además,
alcanza a ser un monólogo interior o corriente de la conciencia. Un flujo
narrativo torrencial, que exigirá una especial concentración del lector. Un
discurso algo trastornado: la vida llena de errores y torpezas, de pequeños
goces e incomprensiones. Los extravíos de la memoria, también, sí; las
relaciones entre los miembros de la familia; la emulación social; la soledad
del ser humano…
En el plano del lenguaje, no hay demasiada plasticidad (no
estamos ante un texto que responde a una línea lezamalimesca), las
adjetivaciones son las necesarias, controladas. Las referencias formalmente
explícitas a su mentado Thomas Bernhard son reiterativas (por ejemplo: no hay
un solo punto aparte en toda la novela), igual que las de William Faulkner,
James Joyce; no obstante–estilísticamente- Montero está más próximo a la
técnica del presente puro ensayadas, ya con anterioridad por el chileno Carlos
Droguett (Eloy, 1960) y los novelistas españoles Juan Benet (Una meditación,
1969), Juan Goytisolo (Juan sin tierra, 1975) y Miguel Delibes (Cinco horas con
Mario, 1966). Obras que –hace ya más de medio siglo– coronaron largos y penosos
procesos de escritura en torno al replanteo radical de las estructuras narrativas.
A diferencia de Faulkner, su estilo no está forjado a través de frases largas,
o una sintaxis laberíntica, y un vocabulario esotérico, sino más bien llano,
depurado de metáforas. Incluye saltos temporales, magníficas digresiones. Su
sistema de escritura, austera de teatralidades, parece reducirse al estilo
crudo e incisivo de su propia obsesión. Montero, así, intenta otra realidad
psicológica a través del uso crítico del lenguaje.
Un largo y pesimista aunque auténtico soliloquio, en donde
T. Monroe, representante de la pequeña burguesía, no deja de reprocharse por la
muerte de su mujer; su fracaso matrimonial; la huída de casa de su hijo Farley;
su hermano Marshall quien lo estafó económicamente; su frustración personal
ante la ciudad plagada de gente “que ni siquiera es gente, sino a lo más,
mulas, ciegas mulas atadas”… Una voz que, a su vez, es un retrato crítico de
los valores morales heredados de la sociedad moderna, el sexo, el dinero, el
matrimonio, la religion, y sobre todo: la familia. Un ajuste de cuentas. Pero
si hay un motivo por el cual deberíamos examinar la novela con más
detenimiento, es por su intento de combinar la sucesión y la simultaneidad de
los hechos evocados y descritos, con el fin de ilustrar la incapacidad humana
para sustraerse de sus propias obcecaciones y limitaciones.
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