Martín Kohan sobre Los incapaces para Perfil Cultura
Los incapaces está escrito como si fuera el libro de otro.
¿A qué me refiero? A lo que el propio Alberto Montero, su autor, denomina sus
“maneras bernhardianas”.
En efecto, la novela entera está compuesta bajo la forma de
un soliloquio envenenado, de una murmuración rabiosa y pesimista, esas
repeticiones y marcaciones rítmicas de un maniático machacar que todo lector de
Thomas Bernhard reconocerá de inmediato.
No por eso, sin embargo, resultaría justo reducir Los
incapaces a un eventual remedo imitativo, a la estilización epigonal de lo que
ya, en el original, es puro estilo. Por el contrario, lo de Montero resulta una
proeza literaria. Primero porque, sin dudas, las “maneras bernhardianas” son
muy difíciles de lograr (y muy fáciles de malograr con imitaciones de
superficie); y segundo, porque el agobiante malestar del narrador de Los
incapaces se plasma tanto mejor por medio de esas maneras ajenas.
Y es que, en medio del fiasco absoluto de esa existencia
deplorada, lo poco que puede rescatarse y atesorarse es un puñado de lecturas
grandiosas: Faulkner, Joyce, Beckett. Y Thomas Bernhard. Bernhard es casi lo
único bueno que la vida le deparó al narrador de Los incapaces. Sus tonos y sus
cadencias funcionan así gracias a la escritura impecable de Montero, como una
especie de redención literaria para un mundo personal sin esperanza de una
redención de otra clase. ¿La literatura salva? Claro que no. Pero promete una
salvación a quien no tiene otra cosa de que aferrarse.
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