miércoles, abril 20, 2016

La arquitectura del mal

Horacio Mohando escribe sobre Los incapaces de Alberto Montero para Revista Invisibles

 
 
Homenaje explícito a sus héroes literarios -Bernhard, Faulkner, Beckett-, angustia de las influencias que se convierte en encierro autoimpuesto, Los Incapaces es una primera novela que somete al lector a una apuesta extrema desde lo formal, a partir de un fraseo encadenado y total del que obtiene su mirada dolorosa y autorreferencial del mundo que lo rodea, como de quien escribe sus memorias o espera una condena.
T. Monroe se mueve por las habitaciones de la casa que él mismo soñó y construyó. Pero el resultado fue, según sus propias palabras, una imprudencia arquitectónica inhabitable, incómoda, perturbadora. Borracho, en la planta baja, suele sentarse en su sillón favorito, que él también diseñó, soldó y pintó, para leer a sus escritores preferidos. Faulkner, Beckett, el Ulysses de Joyce, T.S. Eliot, algún latinoamericano. Destaca a Thomas Bernhard, el autor austríaco. Reconoce estar obsesionado con él. Lo relee una y otra vez, de manera compulsiva hasta que decide lograr él mismo una producción novelística de calidad emulando a su héroe literario. Un copycat extremo sin cargo de conciencia. La novela que escribe T. Monroe se llama Los Incapaces. Los Incapaces es, entonces, la primera novela de Alberto Montero que es la novela que escribe T. Monroe (anagrama del apellido del autor) que es la novela que se está leyendo.
Círculo o espiral, literatura hiperautorreferenciada que no utiliza la estrategia de relatar la (falsa) imposibilidad de la escritura sino que por el contrario expone el desborde. Montero/T. Monroe no puede dejar de escribir y eso da como resultado que la novela sea una sola frase con la extensión suficiente como para cubrir casi 400 páginas. Debería ser esta la primera descripción de la obra. Pero lo cierto es que, tal como lo define su protagonista, estas maneras bernhardianas de subordinar de forma extrema las oraciones, de avanzar y retroceder, de repetir para encadenar, regulando solo con las comas, se vuelve, de manera progresiva, irrelevante. El cerebro mismo exige una señal concreta visual que le permita navegar el mar que suelen ser los libros. Sin entrar en el terreno árido y desconocido de tratar de explicar cómo hace su trabajo cognitivo el cerebro, lo cierto es que la compresión del mundo, y por ende de las historias, se rige por patrones de naturaleza variada. El lector, entonces, no precisará del auxilio de la señal gramatical brillante en su ausencia -el punto- porque su propia necesidad de compresión será el cuchillo que marcará los bordes de las partes que hacen comprender el todo. Desde lo fáctico se hace difícil suponer que existirá un valiente, héroe o prócer dispuesto a enfrentar semejante cantidad de hojas en una sola batalla. Por otro lado, añadiendo la solapa literaria, es difícil pensar en una historia escrita que nos obligue, por su potencia, por su naturaleza, como requerimiento ineludible, a prescindir de las reglas básicas de la puntuación, incluso en un nivel simbólico.
Se hace necesario hablar de Thomas Bernhard. Lo destacable, lo maravilloso de su estilo es dónde está puesto el límite y no su ausencia. Las frases en las obras de este escritor notable son como fractales, se quiebran, se fracturan, se duplican y triplican. Las palabras se repiten o se detienen, minuciosas, en los detalles. Pero los puntos están, seguidos o finales, están. En apariencia, odiados, abominables, renegados. Pero es su ubicación lo que produce la apertura de la prosa hasta llevarla cerca de las fronteras del infinito narrativo y la expansión semántica. Thomas Bernhard, como buen arquitecto del mal, sabe que para que una habitación genere sensación de encierro solo hay que agrandarla, que lo terrible de los laberintos no es su imposibilidad de escape sino la visión de su complejidad, mostrar la salida a la que nunca se llega. El lector bajo este látigo se encuentra en cada punto con la obligación de volver a recorrer las frases. Y es en estos espacios multiplicados donde se fabrican los ahogos, donde hay más posibilidad de sombras, donde los personajes se golpean tantas veces con las paredes narrativas que terminan desvariando, exponiendo la piel y la carne que para Bernhard siempre tienen algo de corrupto y absurdo.
En contraposición, este fluir sin piedras en el camino de Los Incapaces hace que todo aquello que T. Monroe declama (la obsesión, la pulsión enferma, la claustrofobia, la catarsis) se choque de frente con un estilo correcto, depurado y prolijo. El efecto no es anulador pero llega a ser atenuante. La liberación gramatical provoca, de manera extraña, en su exceso, ausencia. Una prosa que exige (mucho) al lector pero que a su vez le provoca nostalgia, hambre de suciedad y desborde. Falta el descontrol, los errores de la catarsis. La prosa de diseño erosiona, producto de esta corriente que no se detiene, el filo, los bordes más brillantes del relato: la casa demencial que es todo menos aquello que T. Monroe soñó, las relaciones peligrosas por familiares, la nomenclatura de las cosas y las ciudades, la decepción continua, el amor desesperado y sexual de un hijo hacia su padre.
Notable es sin embargo lo que logra Alberto Montero. Su T. Monroe, él mismo, es el Pierre Menard de cualquiera de las novelas de su maestro. Un plagio sin delito, explícito y anunciado, provocado por la admiración. Una reproducción exacta del objeto que lo obsesiona. Un libro que aspira a cancelar la deuda que siente todo aquel que descubrió un autor de inteligencia brillante, capaz de explicar el universo, sus reglas, la causa de su movimiento y a la vez con el coraje suficiente para denunciar su ineficacia, el sinsentido, la brutalidad de los seres que lo habitan. Por eso para Alberto Montero cuatrocientas hojas hasta pueden no haber sido suficientes. Para el resto, como siempre pasa cuando toca el papel de mero espectador de las pasiones ajenas, será un exceso, se pedirá un poco del pudor que invade cuando se ve a dos extraños besarse en el medio de la calle. Los Incapaces, entre todo lo que es, también termina siendo un contundente recordatorio de que los escritores adquieren forma, se moldean por las marcas de los golpes de sus amos. Un escritor es un esclavo que se define de manera fundamental y definitiva por lo que lee.

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