Horacio Mohando escribe sobre Los incapaces de Alberto Montero para Revista Invisibles
Homenaje explícito a sus héroes literarios -Bernhard,
Faulkner, Beckett-, angustia de las influencias que se convierte en encierro
autoimpuesto, Los Incapaces es una primera novela que somete al lector a una
apuesta extrema desde lo formal, a partir de un fraseo encadenado y total del
que obtiene su mirada dolorosa y autorreferencial del mundo que lo rodea, como
de quien escribe sus memorias o espera una condena.
T. Monroe se mueve por las habitaciones de la casa que él
mismo soñó y construyó. Pero el resultado fue, según sus propias palabras, una
imprudencia arquitectónica inhabitable, incómoda, perturbadora. Borracho, en la
planta baja, suele sentarse en su sillón favorito, que él también diseñó, soldó
y pintó, para leer a sus escritores preferidos. Faulkner, Beckett, el Ulysses
de Joyce, T.S. Eliot, algún latinoamericano. Destaca a Thomas Bernhard, el
autor austríaco. Reconoce estar obsesionado con él. Lo relee una y otra vez, de
manera compulsiva hasta que decide lograr él mismo una producción novelística
de calidad emulando a su héroe literario. Un copycat extremo sin cargo de
conciencia. La novela que escribe T. Monroe se llama Los Incapaces. Los
Incapaces es, entonces, la primera novela de Alberto Montero que es la novela
que escribe T. Monroe (anagrama del apellido del autor) que es la novela que se
está leyendo.
Círculo o espiral, literatura hiperautorreferenciada que no
utiliza la estrategia de relatar la (falsa) imposibilidad de la escritura sino
que por el contrario expone el desborde. Montero/T. Monroe no puede dejar de
escribir y eso da como resultado que la novela sea una sola frase con la
extensión suficiente como para cubrir casi 400 páginas. Debería ser esta la
primera descripción de la obra. Pero lo cierto es que, tal como lo define su
protagonista, estas maneras bernhardianas de subordinar de forma extrema las
oraciones, de avanzar y retroceder, de repetir para encadenar, regulando solo
con las comas, se vuelve, de manera progresiva, irrelevante. El cerebro mismo
exige una señal concreta visual que le permita navegar el mar que suelen ser los
libros. Sin entrar en el terreno árido y desconocido de tratar de explicar cómo
hace su trabajo cognitivo el cerebro, lo cierto es que la compresión del mundo,
y por ende de las historias, se rige por patrones de naturaleza variada. El
lector, entonces, no precisará del auxilio de la señal gramatical brillante en
su ausencia -el punto- porque su propia necesidad de compresión será el
cuchillo que marcará los bordes de las partes que hacen comprender el todo.
Desde lo fáctico se hace difícil suponer que existirá un valiente, héroe o
prócer dispuesto a enfrentar semejante cantidad de hojas en una sola batalla.
Por otro lado, añadiendo la solapa literaria, es difícil pensar en una historia
escrita que nos obligue, por su potencia, por su naturaleza, como requerimiento
ineludible, a prescindir de las reglas básicas de la puntuación, incluso en un
nivel simbólico.
Se hace necesario hablar de Thomas Bernhard. Lo destacable,
lo maravilloso de su estilo es dónde está puesto el límite y no su ausencia.
Las frases en las obras de este escritor notable son como fractales, se
quiebran, se fracturan, se duplican y triplican. Las palabras se repiten o se
detienen, minuciosas, en los detalles. Pero los puntos están, seguidos o
finales, están. En apariencia, odiados, abominables, renegados. Pero es su
ubicación lo que produce la apertura de la prosa hasta llevarla cerca de las
fronteras del infinito narrativo y la expansión semántica. Thomas Bernhard,
como buen arquitecto del mal, sabe que para que una habitación genere sensación
de encierro solo hay que agrandarla, que lo terrible de los laberintos no es su
imposibilidad de escape sino la visión de su complejidad, mostrar la salida a
la que nunca se llega. El lector bajo este látigo se encuentra en cada punto
con la obligación de volver a recorrer las frases. Y es en estos espacios
multiplicados donde se fabrican los ahogos, donde hay más posibilidad de
sombras, donde los personajes se golpean tantas veces con las paredes
narrativas que terminan desvariando, exponiendo la piel y la carne que para
Bernhard siempre tienen algo de corrupto y absurdo.
En contraposición, este fluir sin piedras en el camino de
Los Incapaces hace que todo aquello que T. Monroe declama (la obsesión, la
pulsión enferma, la claustrofobia, la catarsis) se choque de frente con un
estilo correcto, depurado y prolijo. El efecto no es anulador pero llega a ser
atenuante. La liberación gramatical provoca, de manera extraña, en su exceso,
ausencia. Una prosa que exige (mucho) al lector pero que a su vez le provoca
nostalgia, hambre de suciedad y desborde. Falta el descontrol, los errores de
la catarsis. La prosa de diseño erosiona, producto de esta corriente que no se
detiene, el filo, los bordes más brillantes del relato: la casa demencial que
es todo menos aquello que T. Monroe soñó, las relaciones peligrosas por
familiares, la nomenclatura de las cosas y las ciudades, la decepción continua,
el amor desesperado y sexual de un hijo hacia su padre.
Notable es sin embargo lo que logra Alberto Montero. Su T.
Monroe, él mismo, es el Pierre Menard de cualquiera de las novelas de su
maestro. Un plagio sin delito, explícito y anunciado, provocado por la
admiración. Una reproducción exacta del objeto que lo obsesiona. Un libro que
aspira a cancelar la deuda que siente todo aquel que descubrió un autor de
inteligencia brillante, capaz de explicar el universo, sus reglas, la causa de
su movimiento y a la vez con el coraje suficiente para denunciar su ineficacia,
el sinsentido, la brutalidad de los seres que lo habitan. Por eso para Alberto
Montero cuatrocientas hojas hasta pueden no haber sido suficientes. Para el
resto, como siempre pasa cuando toca el papel de mero espectador de las
pasiones ajenas, será un exceso, se pedirá un poco del pudor que invade cuando
se ve a dos extraños besarse en el medio de la calle. Los Incapaces, entre todo
lo que es, también termina siendo un contundente recordatorio de que los
escritores adquieren forma, se moldean por las marcas de los golpes de sus
amos. Un escritor es un esclavo que se define de manera fundamental y
definitiva por lo que lee.
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