martes, junio 30, 2015
Un terror como una fiebre
Las esferas invisibles en El ariqueño (Chile)
Por El Genio Maligno
El terror es, lejos, uno de los géneros más complejos y
esquivos, tanto para escritores como para lectores. Difícil de narrar, el
terror, así como el horror y lo ominoso, es un espejo de esos miedos atávicos
que siempre retornan, persisten. Todos estos miedos parecen radicar siempre en
lo mismo: la pérdida del sentido, la suspensión de esas nociones que sostienen
las cosas como reales, 0racionales o previsibles. Quedar desvalidos ante una
realidad que no comprendemos.
El terror
surge cuando el orden que hemos construido con nuestra precaria racionalidad se
cae a pedazos y revela el caos que rige la vida. Como señalaba H. P. Lovecraft,
maestro del género, en sus Notas sobre la escritura de ficción extraña (1937):
“Estos cuentos tratan de incrementar la sensación de miedo, ya que el miedo es
nuestra más fuerte y profunda emoción y una de las que mejor se presta a
desafiar los cánones de las leyes naturales. El terror y lo desconocido están
siempre relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen
convincente de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica
y de las presencias exteriores sin hacer énfasis en el sentimiento de miedo y
horror.”
Dificultoso, salvo para algunos pocos escritores que aun
cultivan el género con maestría, el efecto del terror ha terminado por ser
sustituido por relatos truculentos y viscerales, o repeticiones agotadas de
viejas fórmulas, copando el género de escritos mediocres.
Sin embargo, el poeta y narrador argentino Diego Muzzio nos
presenta Las esferas invisibles (Entropía, 2015), un intento de recuperar los
relatos inquietantes, con historias ambientadas en un siglo XIX sudamericano y
fatal.
Este inesperado volumen compila tres novelas breves (El
intercesor, El ataúd de ébano y La ruta de la mangosta) que transcurren
alrededor del Buenos Aires del año 1871, cuando los sueños positivistas
decimonónicos se caían a pedazos ante la fiebre amarilla traída por los
soldados que regresaban de la Guerra del Paraguay. La peste asola una ciudad pantanosa,
llevando a los conventillos abarrotados de migrantes un simulacro del juicio
final. 14 mil víctimas se agenció esa fiebre.
El siglo XIX será el escenario privilegiado de lo
inquietante. Sin caer en el costumbrismo, Muzzio nos trae el retrato de una
época convulsa y extraña, donde el sobrevivir parece que siempre implica llevar
las manos un tanto manchadas.
La muerte por la peste subvierte el orden del mundo. La
elección de un tiempo devastado y devastador habilita a que los relatos
contenidos en Las esferas invisibles rompan lo racional y permitan que el
terror emerja, revisitando, sin repetir, algunos de los tópicos del género.
En El Intercesor, el relato más logrado de este tríptico, un
sacerdote de fe titubeante recuerda la oscura confesión de un moribundo ciego,
quien fuera otrora un joven médico y capitán de caballería, destinado a un
fortín perdido en el extremo sur por un acto de sedición durante la época de
Rosas. En esa desolación le tocará conducir a un grupo de parias, llevados ahí
a la fuerza al igual que él, a modo de castigo e higiene social, entre los que
destaca un negro que practica la magia y oficia de agorero, con fatídicas
visiones. Pronto la soledad y la locura de los desiertos fríos dará paso al mal
y a horrores informes.
La segunda de las nouvelles, El ataúd de ébano, nos relata
las desventuras de dos profanadores de tumbas que roban ataúdes para su reventa,
lucrativo emprendimiento en tiempos de epidemia. Buscarse la vida en medio de
la muerte, los cementerios y las nocturnas calles de tierra los llevará a
toparse con una niña francesa, quien los conducirá a la oscuridad.
La ruta de la mangosta, que cierra este libro, narra las
desventuras de un joven relojero que aprende de un fotógrafo el secreto para
alcanzar la inmortalidad. El milagro, que luego se mostrará como condena, lo
llevará por viajes incesantes en busca de matanzas y muertes masivas, retratando
cadáveres entre los ensueños del opio.
Las esferas invisibles atrapa e inquieta, revitalizando las
formas de un género despreciado.
El perseguidor
Sobre Música prosaica de Marcelo Cohen por Felipe Benegas Lynch para Boca de Sapo.
Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) fue
publicado por Entropía dentro de la colección "apostillas". Luego de
haber reseñado Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog, presentado dentro de
la misma serie, a pedido mío me enviaron de la editorial el librito de Cohen.
Enfatizo la amable brevedad del texto porque vengo de leer Donde yo no estaba,
de más de 700 páginas. Bien validas por cierto. Estos cuatro breves episodios,
"secuelas" (29) de otros tiempos y otros textos, me depararon una
extraña felicidad.
Ya de por sí el título de la colección resulta extraño. O,
más bien: libera a los textos que allí ingresan del peso de la
"crítica" o de la "ficción". Tanto en Herzog como en Cohen
el tono ensayístico, casi de crónica cotidiana a veces, tiene algo de
apostilla, ¿pero apostilla a qué? En el caso de Cohen bien podría ser una
apostilla a todos los textos que tradujo, pero también a su escritura
ensayística y de ficción, que aquí se desliza hacia lo que se ha llamado
"ficciones de lo real". Si Levrero pudo escribir su monumental
"Diario de la beca", Cohen bien puede escribir el diario de un
traductor. Claro que el texto carece de la estructura de diario, salvo,
acotadamente, la última pieza: "Persecución. Pormenores de la mañana de un
traductor".
El título general, que es el del primer ensayo, me lleva de
todas formas hacia otro rumbo, distinto a Levrero y la realidad-ficción. La
música prosaica es también la música de la prosa, prosa ficcional que Cohen
ejerce, como la ejerció otro traductor: Cortázar. Ya en las primeras páginas
aparece una cita de "El perseguidor": "Esto lo estoy tocando
mañana" (15); en las últimas se habla de un poema de Dylan Thomas y se
inscribe a la tarea de traducir bajo el signo de la persecución.
En "El perseguidor" Cortázar pone en escena
también a un traductor: Bruno debe traducir la vida de Johnny y su música
através de una biografía. En ambos casos el texto se vuelve un espacio de
tensiones y fricción: la cuestión de la injerencia editorial en los trabajos
por encargo, las traducciones estandarizadas que se venden "como la coca
cola" ("El perseguidor", 249), el límite musical del texto
prosaico, la posibilidad de un encuentro con lo real a partir del despliegue de
la escritura. Como Johnny, Cohen –que en Música prosaica pasa a ser personaje
además de autor– no es el perseguido sino el perseguidor, no es el adormecido
sino el que viene a despertar. Como Bruno, no deja de estrellarse contra su
necesidad de facturar, de comunicar, de anclar el sentido en esa marea de lo
otro. También, como Cortázar al comienzo de "Las babas del diablo",
Cohen dice: "Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas"
(70). Pues contar implica siempre un límite, infranqueable para la lógica y la
causalidad, límite que se atraviesa a fuerza de canto. Pero que no se
malinterprete:
La literatura envidia de la música, no la ensoñación, sino
el poder de despertar, de reconstituir la atención. Porque no es que el arte
permita ver una realidad a través de una apariencia o una sombra. El arte es
lenguaje. Habla de la dualidad de las cosas. He aquí el mundo en que estamos. A
veces pareciera que vislumbráramos otro detrás. Pero ese otro mundo no es
previo ni mejor. No engendra el nuestro. Los dos se engendran uno a otro, todo
el tiempo. (Música prosaica, 27).
Cortázar también enfatiza la capacidad de la música, a
través de Johnny, para encontrar lo real:
Dan ganas de decir en seguida que Johnny es como un ángel
entre los hombres, hasta que una elemental honradez obliga a tragarse la frase,
a darla bonitamente vuelta, y a reconocer que quizá lo que pasa es que Johnny
es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos
todos nosotros. Y a lo mejor es por eso que Johnny me toca la cara con los
dedos y me hace sentir tan infeliz, tan transparente, tan poca cosa con mi
buena salud, mi casa, mi mujer, mi prestigio. Mi prestigio, sobre todo. Sobre
todo mi prestigio. ("El perseguidor", 247)
Y tal vez, como en “Las babas del diablo”, el texto vive
realmente a expensas de la muerte del escritor: todos los requerimientos que
brotan de ese Yo de carne y hueso, como el de prestigio por ejemplo, deben
morir, dejarle lugar a la solemnidad de la plegaria que se abre anónimamente a
los aires uniendo la voz al mundo a partir de cierta neutralidad superadora del
sujeto. El sujeto debe caer de rodillas (como el evangelista) y dejar que salga
la voz. No es el artista lo que importa, sino la poca o mucha vida que haya en
su voz, que sale de él pero ya no es él. En ese sentido, Cohen habla de la
traducción como ejecución más que como hermenéutica. Una ejecución que tiene
algo de oración (78).
Es un trabajo que se realiza en cierto modo "por medio
de alientos", como si, efectivamente, el traductor al ejecutar el texto en
el que trabaja, se dejara poseer por "un lenguaje primordial en cuyo
pneuma todos los idiomas serían uno, como la música" (12). Pues detrás de
todo está el "vacío generador" (80), el abismo o la intemperie como
"germen de conocimiento" (69). La escritura, en definitiva, es una
traducción del mundo: traducción entendida como inspiración y extensión de ese
aliento que no deja de transformarse para revelar, en el mejor de los casos, el
"fondo hueco" (64) de todo lenguaje.
A partir de ese ascendente oriental, Cohen le da otra vuelta
de tuerca (¿cómo traduciría Cohen este título de James?) a la objetividad de la
máquina de escribir Rémington de "Las babas del diablo":
Tengo una cabeza objetiva en las manos, en el teclado de la
computadora, en el celular, y puedo desalojar información de mi cabeza, lo que
por otra parte podría favorecer la vía zen hacia la comprensión de que la
realidad es el vacío y el vacío es eternamente generador. De hecho ya soy otro;
una simbiosis cerébro máquina con la mente fuera de mí; una interfaz. (80)
La objetividad reside en el lenguaje, más allá de la
tecnología involucrada. Y en el propio cuerpo que le da anclaje particular a la
palabra. Cohen se ilusiona con un futuro en el que "la traducción se
convierta en una rama de la patafísica, esa ciencia de las soluciones
particulares" (54). La generalidad aberrante de la "despótica prosa
mundial del Estado" (50) es lo que empobrece la lengua y, por lo tanto, al
mundo.
El texto de Cohen es mucho más que una reflexión sobre la
traducción. Es un despliegue de máscaras que ya no precisa de la dislocación
del Delta Panorámico para lograr esa "evasión más radical" que
implica la literatura: "un transporte de la realidad sucedánea en que
vivimos a la posibilidad de un encuentro con lo real" (60).
Como en Donde yo no estaba, aquí también hay un locutor
interior y un yo que busca desintegrarse. La prosa de Cohen, como la música de
hoy, se nutre de la impureza para emanciparse del yo:
ningún elemento sonoro le es ajeno, porque compone en el
momento, con lo que el momento aporta: el arrastre de lo heredado, la memoria
corporal de la especie, las potencias y los dolores del cuerpo, la orquesta, el
tambor y la computadora, como si sólo mediante la absorción de todas las
ocasiones del presente pudiera llegar al meollo. (24)
Así nos encontramos en el texto con la música de Björk, con
la oratoria de la presidenta, con el sonido del timbre, del teléfono, con el
canto de un zorzal, con las palabras de su compañera, con el incesante devaneo
del traductor, con poemas que vuelven como ritornellos. Esta es una versión
posible de una vida, un punto de anclaje en perpetua deriva: del significante y
del sentido, de la impredecible melodía de la prosa puntillosa de un traductor
"profesional" (11).
Hay una coherencia en las "apostillas" de
Entropía: son textos que desafían la clasificación y la traducción, formas que
en su resistencia abren la conciencia "a los vaivenes del viento"
(54).
Cuando la brújula estaba en las suelas
Del caminar sobre hielo de Werner Herzog en El Observador deUruguay
Dice un viejo proverbio inglés que todo viaje de mil millas
siempre empieza con un paso. Caminar, pensar, escribir. Tres verbos en modo
infinitivo que han sabido poblar esta columna a lo largo de los años. De alguna
forma secreta y semántica, los tres verbos son primos hermanos. Cuando un libro
los reúne se produce una rara fiesta para los sentidos, empezando por la vista,
por la lectura.
Esa reunión se produce en Del caminar sobre hielo, un
librito que acaba de publicar la editorial argentina Entropía y que conseguí en
una escapada a Buenos Aires. Digo librito en el sentido cariñoso y físico del
término, porque el volumen cuenta con 106 páginas en formato reducido. Este
pequeño gran objeto es un diario de viaje.
Expliquemos. El autor del libro es el cineasta alemán Werner
Herzog, quien se hizo famoso en el séptimo arte por haber dirigido Aguirre, la
ira de Dios, El enigma de Caspar Hauser, Fizcarraldo y Cobra Verde, entre
muchas otras obras maestras, de la ficción y del documental. En el invierno de
1974, Herzog (que todavía no era lo famoso que fue después, pero ya poseía ese
espíritu de la acción poética y de las aventuras quijotescas en su alma), se
enteró de que la crítica alemana Lotte Eisner, estaba internada en un hospital
de París, con la vida pendiendo de un hilo.
Eisner había sido la mano derecha de Henri Langlois, el
célebre crítico de cine francés, creador de la Cinemateca Francesa, que sirvió
como ejemplo de tantas otras réplicas en el mundo. Pero para Herzog, Eisner era
una admirada maestra y una mentora en el cine, una mujer que le había enseñado
un criterio, una sensibilidad, que lo había introducido en la historia del cine
de su país, y que entonces fungía para Herzog casi como hada madrina. Cuando
Herzog había acudido a ella lleno de dudas sobre su vocación y sus ganas de dejar
el cine, la señora Eisner le contestó: "No lo hagas. La historia del cine
no se lo podría permitir".
Ante la noticia de la enfermedad de la mujer, Herzog
reaccionó con su genial determinación irracional: se convenció de que la forma
en que Eisner se recuperaría sería si él emprendía un viaje a pie hasta su
sanatorio en la capital francesa.
Con ese convencimiento, el cineasta partió desde Múnich el
sábado 23 de noviembre de 1974 con rumbo a París. Con 32 años y un hijo, Herzog
decidió acometer solo esta empresa, que vista en retrospectiva agregaría
sentido a otros hechos de su biografía como artista. No tenía idea del camino
más cercano ni de los atajos que debía tomar. Tampoco sabía dónde dormiría y de
qué forma subsistiría, porque para el caminante la imprevisión y la apertura a
la aventura es un tesoro. Sí tenía unas buenas botas y la brújula en las
suelas. Con este espíritu digno de un peregrino a Santiago, Herzog salió de su
casa con el objetivo entre ceja y ceja de salvarle la vida a una septuagenaria
amiga.
El resultado del libro es delicioso. Herzog anota en orden
cronológico las sucesivas etapas de su odisea de casi 900 kilómetros y narra
con lujo de detalles las situaciones que vive, desde apuntes del natural, como
paisajes y climas (es pleno invierno) a los personajes que conoce, las familias
que lo acogen o las casas vacías a las que entra para refugiarse. Así, de día
en día, el caminante quema cada una de sus etapas, en un recorrido que es tan
interior como geográfico a través de Alemania y Francia.
El sábado 14 de diciembre, Herzog por fin encuentra a
Eisner, quien ya estaba en su casa, en proceso de recuperación. El narrador,
con las piernas reventadas, siente vergüenza de decirle que viene caminando
desde Múnich. La proeza había llegado a su fin. Parafraseando a otra gran mujer
del cine alemán, el viaje a pie hasta París para Herzog fue el triunfo de su
voluntad. Y la edición por parte de Entropía representa la posibilidad de que
los lectores vivamos en esas páginas el triunfo de un artista.
viernes, junio 26, 2015
Diego Muzzio: ''No sé si en este marco hay algún lugar para la razón''
Las tres nouvelles que integran este libro son recorridas por
la muerte, el terror y la fascinación en una ciudad atacada por la epidemia de
la fiebre amarilla en la que la prosa de Muzzio "cura".
Por Mariana Kozodij para Diario Registrado
"El intercesor", "El ataúd de ébano" y
"La ruta de la mangosta" son los tres cuentos largos que componen
"Las esferas invisibles", editada por Entropía. La peste de la fiebre amarilla, los miedos y
la muerte galopan entre las historias que forman tríadas fluídas a partir de
escenarios y personajes narrados con una precisión fotográfica.
El primer relato nos saca de una pútrida ciudad en la que un
sacerdote avanza entre los convalecientes y nos revela una confesión de la que
se desprende una historia cruel y mágica en los llanos gobernados bajo el mando
de Juan Manuel de Rosas.
Una trama dentro de otra,
en la que la tradición gauchesca gana espacio con refinadas
construcciones como "ranchos que se desangran" y "Marejadas de
polvo desfiguraban la línea del horizonte". Este primer relato tiene la particularidad de
darle al paisaje un animismo que atrapa y convence por sobre el resto de las
tramas.
La segunda historia "El ataúd de ébano" es
interesante pensarla más en términos de exorcismo que bajo la idea de una
redención y perdón. Una sutileza que amplía la manera de comprender el accionar
de Sosa y Vega; dos ladrones de cajones en una ciudad llena de vidas fantasmas
que no permiten diferenciar a los vivos de los muertos.
Por último "La ruta de la mangosta" ofrece
exquisitas imágenes a la hora de "borrar la muerte del rostro" con un
aprendíz, Lisandro Martinez, adicto al opio que necesitará atar cabos antes de
sucumbir a los recuerdos de sus actos como fotógrafo- y algo más- de los
muertos.
Dialogamos Diego Muzzio, autor de "Las esferas
invisibles" que nos adentra en la imaginería de estas historias, que se
retroalimentan, ante una ballena mortífera que nada entre la vida, la muerte y
la eternidad.
- La frase de Melville que da nombre al libro pone el eje en
el terror ¿Dirías que son historias de "miedos", en plural?
Diego Muzzio (D.M.)- Son historias de terror, en efecto, y
hablan de distintos miedos que, me parece, han obsesionado desde siempre a los
hombres y que, por ende, aparecen una y otra vez en la literatura: Los
demonios, los fantasmas, el ansia de inmortalidad y la maldición que puede
acarrear la consumación de este deseo.
- La fiebre amarilla funciona como nodo que une las tres
tramas. Tomaste la última epidemia (1871) que azotó Buenos Aires en tu primer
relato ¿Cómo surgió tu interés en la enfermedad como marco y motor de este
libro?
D.M.- No creo que sea un interés particular por la
enfermedad, sino por lo que generó en ese momento, por el ambiente que propició
y también por los cambios posteriores que impulsó en la fisonomía de la ciudad.
La Buenos Aires de entonces era un lugar insalubre, donde restos de animales se
pudrían en las calles; no había cloacas ni agua corriente. La epidemia de
fiebre amarilla obligó a subsanar estos inconvenientes. Por otro lado, soy de
esas personas que pueden caminar mucho tiempo por una ciudad observando los
restos visibles del pasado, intentando imaginar cómo sería la ciudad en otra
época. Escribir estos textos era como andar caminando por esa Buenos Aires de
otro tiempo. Por otra parte, esa ciudad casi vacía y fantasmal, asolada por la
epidemia, me parecía un buen escenario para situar los relatos. Me daba la
posibilidad de utilizar de otra manera el marco, de ponerlo, de alguna manera,
casi al mismo nivel de importancia que la trama, como si la ciudad fuera otro
personaje más.
- ¿El orden en que están publicadas las nouvelles es el
mismo en el que fueron escritas?
D.M.- Sí, los relatos aparecen en el libro en el mismo orden
en que fueron escritos. Con períodos de mayor o menor actividad, es un libro
que trabajé durante diez años. El intercesor empecé a escribirlo cuando me fui
a vivir a Francia, y El ataúd de ébano, el último relato, lo empecé y lo
terminé muy rápido, poco tiempo antes de volver a vivir a Buenos Aires.
- La magia juega un factor importante; primero en un sentido
más pleno, luego como una especie de exorcismo y finalmente como algo más
tecnológico, como herramienta. ¿Sentís que se prioriza lo mágico por sobre la
razón en estas historias?
D.M.- Hay, en efecto, un componente fantástico en cada
nouvelle. Me parece muy interesante lo que observás, en el sentido de que dicho
componente va mutando según el tiempo real del relato. El primer texto es un
flash back. Cronológicamente, es el relato más antiguo, sucede antes de la
epidemia, y es en donde aparece este terror que podríamos catalogar de más
antigüo, que es el miedo al demonio. En el segundo, en cambio, estamos ante un
terror bien anclado en el siglo XIX, que es el miedo al fantasma. Y, en el
último, es casi un terror tecnológico, a futuro, y que, de alguna manera,
estamos viviendo hoy, que es el alargamiento artificial de la vida humana. En
cuanto a tu pregunta, al menos en este libro lo fantástico es el núcleo de las
tres historias, de manera que no sé si en este marco, hay algún lugar para la
razón….
martes, junio 23, 2015
Las esferas invisibles en Otra Parte Semanal
Reseña de Las esferas invisibles en la revista Otra Parte.
Por Pablo Potenza.
El origen de cualquier relato es diverso y múltiple, pero en
el caso de Diego Muzzio se trata del evidente interés en un tema: la muerte. Ya
los doce cuentos de su libro de 2007, Mockba, buscaban agotar todos los abordajes
posibles. ¿Cómo seguir, entonces, una vez que parece haberse encontrado el
límite? En Las esferas invisibles, el cuento se extiende en nouvelle, el pulso
realista admite la sutileza gótica y la motivación temática es obligada por el
escenario: la epidemia de fiebre amarilla desatada sobre la Buenos Aires de
1871 fuerza a codearse con muertos, espíritus y moribundos. La peste convoca
fantasmas de la época y Melville, Conrad, Pushkin, Kipling y Collins son
revisitados.
Muzzio parece encontrar en la literatura argentina del siglo
XIX un vacío que no habrían logrado colmar ni las episódicas excursiones de
Mansilla, ni los versos de Martín Fierro, ni la enriquecedora hibridez del
Facundo; ese hueco narrativo se llena con las tres nouvelles que componen el
libro. “El intercesor” cita en su epígrafe a El corazón de las tinieblas y da
lugar al relato enmarcado del viajero que ahonda la oscuridad del continente y
del hombre mismo, sólo que aquí hay ciertos desplazamientos: el marco no está
dado por marinos mercantes en Londres sino por un cura hundido en la epidemia
que escucha la confesión de un moribundo ciego; los barcos de vapor que
atraviesan la selva por los ríos del Congo son reemplazados por caballos que
abren y cierran “brechas” de niebla en la “pampa” amenazante; no se accede a la
frontera por un afán aventurero sino por efecto del destierro; la extracción de
marfil se troca en disponibilidad de un salitral; los “bárbaros” africanos que
atacaban y eran controlados por la “civilización” son la amenaza añorada en el
fuerte “Desolación” porque nunca aparecen; la “voz” que cautiva no es la de
Kurtz sino la del negro Tumbo, mientras el “horror” —lo intolerable— se hace
sobrenatural y se traduce en puro “terror”. La muerte y el atisbo de sus mundos
desdibujan la frontera hasta presentarla como el espacio donde los límites se
pierden y entran en tensión culturas, autoridades, comercio, monogamia, sexo,
Estado, religión y realidad.
Las otras dos nouvelles —“El ataúd de ébano” y “La ruta de
la mangosta”— se ocupan de los que están siempre al costado y hurgan, lucran,
sobreviven y progresan entre los restos de una sociedad. En la primera, dos
desertores de la Guerra del Paraguay realizan un camino de redención: de
ladrones de ataúdes se convierten en arrepentidos que renuncian al dinero antes
mal habido. En la segunda, la angustia ante la muerte inminente libera las
memorias de un narrador: su trayecto de aprendiz a experto es el de quien
—afectado por la peste— posterga su muerte gracias al hálito de vida que un viejo
formato fotográfico puede capturar en los cuerpos recién muertos y lo obliga a
seguir por años la ruta de guerras y epidemias. La eternidad posible,
paradójicamente surgida de la muerte, se transforma en una condena diaria.
La mirada de Diego Muzzio sobre un tema universal como es la
muerte viene a completar aquel vacío narrativo de la literatura argentina del
siglo XIX signado en la epidemia de fiebre amarilla. No hay fragmentariedad ni
dispersión aquí, sino una contundente voluntad de narrar.
Las esferas invisibles
Reseña de Las esferas invisibles, de Diego Muzzio
Por Lara Segade para Libros del Pasaje
Es frecuente que los enfermos, antes de morir, experimenten
una breve pero asombrosa recuperación, un último despliegue, previo al
repliegue, de las fuerzas vitales. Aunque tal vez no sea algo exclusivo de la
muerte, sino un rasgo de las grandes transformaciones: estar precedidas de
alguna resistencia, de un momento de máxima visibilidad de aquello que pronto
será invisible.
1880 quedó fijado como el año de consolidación del Estado
argentino, consolidación que se produce en un contexto mundial de confianza en
la razón y en el progreso, de afirmación de las naciones y establecimiento de
sus instituciones, de expansión del capitalismo, de positivismo y de literatura
realista.
Apenas nueve años antes, en 1871, se produce la epidemia de
fiebre amarilla, que diezmó a la población de Buenos Aires y convirtió al
horror de la muerte en un espectáculo cotidiano. Se sabe que el cementerio de
la Chacarita se construyó con el fin de albergar a los muertos por la epidemia.
Pero, para tal solución, todavía faltan unos años. En 1871, los muertos están
por la calle, a la vista de todo el mundo. No se sabe qué hacer con ellos.
Tampoco los vivos saben qué hacer consigo mismos. Por un momento parece que el
progreso iniciará el camino inverso: de la ciudad, otra vez, al campo; de la
civilización, a la barbarie. No se sabe: la incertidumbre de esos años es en sí
misma una sombra oscura que amenaza los escenarios iluminados de la razón; una
fuerza que resiste.
1871 es, también, el
año en el que transcurren las tres nouvelles que componen Las esferas
invisibles, de Diego Muzzio: El intercesor, El ataúd de ébano y La ruta de la
mangosta. Y la epidemia de fiebre amarilla es el hilo que las une.
En El intercesor, un joven sacerdote es llamado a
presentarse ante el único hombre en toda la ciudad apestada que está a punto de
morir de otra cosa. Una vez allí, debe oír la fantástica historia de vida de
ese hombre, confinado por el gobierno de Rosas a un fortín olvidado en los
confines de la Pampa. En El ataúd de ébano, dos malvivientes aprovechan la
epidemia para beneficiarse con el tráfico del bien más escaso: los ataúdes.
Finalmente, La ruta de la mangosta cuenta la historia de un fotógrafo que se
dedica a retratar por última vez a los muertos que se lleva la epidemia. Su
anuncio dice:
Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca.
Retratos de personas finadas, desde 1 a 12 tarjetas.
Los difuntos aparecerán en la imagen con la semblanza de la
vida.
En parte, tal vez, porque la epidemia acercó al máximo la
vida y la muerte, en parte porque la convivencia de opuestos es algo propio de
los tiempos de cambio, las tres historias, de una manera u otra, transcurren en
una zona liminar, de frontera: entre la vida y la muerte, pero también entre la
civilización y la barbarie, tal como las concebía el siglo XIX; entre el mundo
que conocemos y otro, subterráneo y demoníaco o fantasmático; entre el sistema
político y económico que se afianza y sus márgenes; y, finalmente, entre la
realidad y las fantasías a las que, en aquellos tiempos, inducía el opio.
La referencia a siglos pasados, sin embargo, no es solo
temática. Por el contrario, estas nouvelles recuerdan a Poe, a Maupassant o a
Hoffman (cuyo cuento, "El hombre de arena" es el que sirvió a Freud
para acuñar el concepto de lo siniestro, definido como el efecto que produce el
retorno de lo reprimido) sobre todo en las voces que las narran: voces que
parecen estar siempre en peligro o en lucha, a punto de sucumbir bajo el peso
de la amenaza que lo extraño, lo sobrenatural y lo inexplicable ejercen sobre
los bordes de lo real; las voces, en definitiva, cavernosas y atribuladas pero
también sostenidas del relato gótico.
En efecto, el gótico ha sido definido por Rosemary Jackson
como una "literatura de irracionalidad y terror" por medio de la cual
retorna lo silenciado durante el Iluminismo: "Relegadas a los márgenes de
la cultura iluminista, estas 'fortalezas de la insensatez' fueron creadas por
el orden clásico dominante, y ejercieron también una presión oculta contra
él".
Es, así, todo aquello que el imperio de la razón confinó al
submundo de la superstición lo que se asoma, amenazante, más de un siglo
después, en estas tres nouvelles: lo reprimido que retorna como siniestro, lo
que insiste en algunas pesadillas, lo que está ahí -lo que siempre estuvo ahí-
aunque pretendamos que no; esas esferas invisibles a nuestro alrededor.
viernes, junio 12, 2015
Gótico pampeano
Las esferas invisibles revive el género de terror en tres
logradas nouvelles que transcurren en tiempos de la fiebre amarilla.
Por Martín Lojo para ADN Cultura, La Nación
El hábito de sólo crecer a causa de tragedias quizá defina
el destino de frontera inhóspita que tiene Buenos Aires desde siempre, pese a
su modernidad. Una de esas primeras tomas de conciencia de la necesidad de
abandonar la indolencia y abrir al menos una ventana a la ciencia y la
planificación política fue la epidemia de fiebre amarilla de 1871. El terror
que trajeron los soldados que habían vuelto del infame triunfo del Paraguay
causó catorce mil muertes en una ciudad incapacitada para defenderse, y la
obligó a cambiar para siempre. En ese marco, ya terrible, el narrador y poeta
Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) decide situar las tres nouvelles de terror de
Las esferas invisibles, en las que lo inexplicable, más que la reacción de los
secretos del espíritu ante las luces de la razón, son los demonios que acechan
todavía en los cimientos pantanosos de la aldea del Plata, renuentes a
marcharse.
En un sutil trayecto entre el campo, la ciudad y el mundo o
el cuento, la imagen y la novela, los relatos de Muzzio narran historias en las
que producir terror es realmente el núcleo central de la escritura, textos
ajustados al género sin desperdicios. "El Intercesor" es un cuento de
fortines. En los días de la fiebre amarilla un cura confiesa a un anciano
inmune a la epidemia. La historia se remonta a tiempos de Rosas, cuando
estudiaba medicina y cumplía funciones como capitán de caballería. Escarmentado
por la impiedad política de Rosas, el joven positivista fue enviado a un
desolado fortín de la provincia. Allí lo esperaba un grupo de marginales:
cuatreros, criminales, opas y un amenazante "moreno" que practica la
magia y salmodia premoniciones. La desconfianza en el negro seriá la condena
del capitán, perdido una y otra vez en los difusos límites de la barbarie que
rige el desierto. El terror aparece en la forma de un demonio descripto a la
manera borrosa de Lovecraft, para estimular los peores rincones de la
imaginación, y hasta cita el "palíndromo del diablo": In girum imus
nocte et consumimur igni ("Deambulamos en las tinieblas, consumidos por el
fuego").
El segundo relato, "El ataúd de ébano", es una
nouvelle propiamente dicha por la persistencia de su misterio, y recuerda las
historias de fantasmas de Henry James. Dos matreros sacan partido de los
infortunios de la epidemia y se dedican a profanar tumbas para robar los
ataúdes que luego, aprovechando la alta demanda, revenden. En sus correrías son
requeridos por una niña francesa, asombrosamente madura, para ayudarla a darles
sepultura a su padre y su hermana muertos, una tarea que será la condena y a la
vez la redención de los vándalos.
En "La ruta de la mangosta" ya se notan trazos de
digresión novelesca. Muzzio echa mano del terror asociado al surgimiento de
nuevas tecnologías, que en la literatura local lo ponen en diálogo directo con
los cuentos de cinematógrafos vampíricos escritos por Horacio Quiroga. Un
aprendiz de relojero comienza a trabajar a las órdenes de Thomas Sheridan,
fotógrafo que se dedica a tomar la última imagen de los difuntos para recuerdo
de la familia. Su anuncio ofrece: "Fije la sombra antes de que la
sustancia se desvanezca", una frase que anticipa el maleficio por venir,
en el que se cruzan la ciencia, el opio, la magia china, una Lilith oculta y
terrible y un contrato con la muerte que lleva el relato hasta los comienzos
del siglo XX.
Los epígrafes -de Melville, Conrad, Pushkin, Kipling,
Willkie Collins- subrayan la elección estilística de Muzzio. Los relatos de Las
esferas invisibles son del todo clásicos en su construcción y resultado. La
paciente elaboración de los escenarios, las descripciones precisas, el cuidado
equilibrio entre lo narrado y lo secreto, el vaivén entre la narración realista
y la impresión subjetiva y distorsionada de los personajes: cada elemento está
calculado para lograr la atmósfera perfecta y lograr el efecto justo. En esa
actualización de una prosa tradicional y de reglas de género fatigadas, Muzzio
logra, sin embargo, el ritmo necesario para atrapar al lector actual y generar
espanto.
Subjetiva de nadie en el sitio Artezeta
¿Cómo el diario de un crítico, su experiencia personal, su
subjetividad sirve para repensar el papel del arte? Aquí una posible respuesta.
Por Alan Ojeda
Para la persona promedio ver una película es un evento
totalmente anecdótico. Es decir, un amigo o familiar dice a otro: “¿Vamos a ver
esa peli nueva que salió? Parece que está buena”. Acto seguido van al cine,
pagan la dolorosa cifra, y al cabo de un máximo de dos horas están liberados.
Pasaron por la sala como dos turistas que buscaban perder tiempo y eligieron el
estreno de la semana que, bueno o malo, prometía unas horas de suspensión de la
conciencia. En este caso, la suspensión es negativa. El espectador se retira
tan desnudo como entró, porque no resignó su ego para entregarse a la
experiencia, simplemente puso pausa, stop, congeló el razonamiento y también el
corazón. Un caramelo visual/virtual que se disuelve y no deja gusto a nada. Por
suerte no todo concluye ahí. Existe también el que encuentra en la oscuridad
del cine, frente a la pantalla gigante, una experiencia religiosa. En ese
ritual se inscribe Subjetiva de nadie (Fragmentos de un diario crítico) de
Marcos Vieytes, editado por Entropía.
Marcos Vieytes no vive en la ficción, como bien podría decir
algún lector de Subjetiva de nadie, sino que la ficción vive a través de
él. Esto puede parecer una novedad, pero
no. Marcos revela algo que le sucede a cualquiera que disfrute del arte, en
este caso del cine, cuando se encuentra con la obra. Ésta no está cargada de
sentido en-sí, tampoco quien la consume. En el momento del encuentro se produce
un diálogo, una experiencia-de-verdad en la que una biografía (en este caso la
de Marcos) se significa y se resignifica a través de cada película. El
espectador se entrega al placer, desea ser transformado, demanda de la obra un
impacto, una señal, como los maestros de la Kabbalah que buscan sin descanso
alguno de los tantos nombres de Dios. Luego vuelve y la consciencia cargada de
amor asume la reflexión. Lejos de la frialdad del cirujano, Marcos Vieytes
asume la imposibilidad de la distancia clínica del crítico promedio y nos
invita a sumergirnos en su vida de la misma forma que él lo hace con cada película.
En esta mélange perdemos también nuestra identidad y ahí surge Subjetiva de
nadie.
Por supuesto que la experiencia del espectador, en el caso
del amante-crítico de cine, no se reduce a la pantalla grande. Como una
religión privada, el rito también tiene lugar en la calidez su hogar. Ahí,
nuevamente, el espectador pone en contacto el más-acá y el más-allá de la
pantalla. Las realidades se funden y sólo queda un aura inmanente donde cada
recuerdo o cada mueble puede remitir a una película o viceversa. La experiencia
total: la vida parece una película en la sala de cine de Dios.
El lector de este libro encontrará tres niveles distintos de
lectura: el crítico, el biográfico y el poético. Un recuerdo evoca una
observación sobre una película de Ford, que a su vez invoca la presencia de un
poema que suspende la narración, dirigiéndose al lector como contándole un
secreto al oído. Subjetiva de nadie, lejos de ser un libro para especialistas,
se ofrece a cualquier lector que desee sumergirse en el diario de la pasión de
un espectador que, como buen esgrimista, en el disfrute también educará al
lector, sin que se de cuenta.
jueves, junio 11, 2015
Del caminar sobre hielo
Por wenceslaob para el blog de viajes Blucansendel
Los que siguen a Werner Herzog están acostumbrados a sus
locuras cinematográficas, pero las locuras en papel son una novedad. Del
Caminar sobre hielo es la crónica del viaje que Herzog hizo entre Munich y
París, en 1974, caminando.
A fines de 1974 Herzog recibió un llamado telefónico desde
la capital francesa donde le avisaron que Lotte Eisner estaba muy enferma y a
punto de morir. La noticia shockeó a Herzog, y luego de colgar el teléfono,
como él mismo explica en el libro, “Agarré una campera, una brújula y un bolso
con lo estrictamente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que
confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia
de que ella seguiría con vida si yo iba a pie”. En línea recta, de Munich a
París hay unos 850 kilómetros.
¿Por qué reaccionó así Herzog? ¿Quién era Lotte Eisner? En
1974 Herzog era un treintañero que junto a otros directores de cine estaban, de
alguna manera, reflotando el cine alemán que había sido cercenado por la
Segunda Guerra Mundial. Un nuevo cine emergía en Alemania pero nadie lo sabía,
hasta que a Lotte Eisner se le ocurrió escribir sobre el tema.
Lotte Esiner nació en 1896 en Berlín y dedicó toda su vida a
investigar, promover y escribir sobre cine. Fue la última persona que poseyó un
conocimiento integral sobre la historia del cine alemán desde sus orígenes. Fue
la primera crítico de cine de Alemania y una pensadora muy influyente. Su
ensayo más famoso es La Pantalla demoníaca (1952). Cuando el nazismo tomó el
poder en Alemania, Eisner se exilió en Francia, donde vivió el resto de su
vida. Y fue ella quien lanzó al plano global, quien legitimó, a la generación
de cineastas de la que era parte Herzog.
Se entiende así que Herzog, un ser humano extremadamente apasionado,
haya reaccionado como lo hizo, huyendo de una situación incómoda o buscando una
solución mágica. Cómo sea, Herzog se largó a caminar y Del caminar sobre el
hielo cuenta ese viaje que se extendió entre el 23 de noviembre y el 14 de
diciembre de 1974.
El relato es muy raro, pero es raro por lo puro y literal.
El autor aclara que para la publicación del libro suprimió las partes más
íntimas del diario. Lo que quedó es un relato tan minuciosamente real que por
momentos se torna surrealista. Da la sensación que Herzog mira a través de una
cámara y lo que va viendo se plasma en su diario. Y esa cámara se mueve de un
lado a otro constantemente. Pasa del
bosque, a un paquete de cigarrillo, a la lluvia, a un dolor en la pierna, al
silencio, el cielo. Son frases cortas, ágiles, contundentes, muy visuales.
Desde lo literario, el aporte se da en un recurso que
utiliza varias veces y que consiste en que en medio de una de las
descripciones, sin aviso, luego de una coma, arranca con el relato de otra
historia, breve, que a veces es auto concluyente y a veces te hace preguntarte
de qué está hablando este tipo.
Lo que se cuenta en Del caminar sobre hielo no es un viaje
de descanso, es un viaje atormentador contado por un viajero atormentado. Pero
el relato no se hunde en lo metafísico y existencial, sino todo lo contrario,
está absolutamente a nivel humano, a la altura de la cotidianidad de la vida de
las personas con las que se cruza en el camino. Son pocas las personas con las
que se involucra durante el viaje y más bien busca la soledad.
La mayor parte de la caminata la realiza bajo la lluvia o
neviscas, por carreteras solitarias, a través de bosques y campiñas, por
pequeñas localidades. Por las noches,
cuando puede, fuerza algunas casas deshabitadas para dormir o lo hace en
posadas o donde lo agarra la oscuridad. Camina muchos kilómetros por día,
demasiados, tanto que enseguida un dolor en una pierna se mete en el relato.
No es un típico relato de viaje, es una especie de catarsis
en formato narrativo.
Pero lo más sorprendente es el final de Del caminar sobre
hielo, simultáneamente realista y fantástico.
Por supuesto, no lo voy a develar.
El libro incluye, además, un mapa y un epílogo. El epílogo
es el discurso que Herzog pronunció en 1982 en ocasión de la entrega del Premio
Helmut Käutner a Lotte Eisner (la lectura del epílogo nos ayuda a atar cabos
acerca del atípico relato). Eisner murió en 1983.
miércoles, junio 10, 2015
Las esferas invisibles
Rescatamos de las redes dos comentarios de lectores sobre Las esferas invisibles, de Diego Muzzio
Por Sebastián Vargas:
Hoy les comento sobre “Las
esferas invisibles”, de Diego Muzzio. El libro, precioso, cuadradito, en un
formato pequeño, ultra cómodo de llevar de acá para allá y muy bien editado,
fue publicado (recién recién) por Entropía. (...)
El libro está integrado por
tres nouvelles (cuentos largos o novelas cortas, como prefieran considerarlos)
que tienen en común una ubicación histórica precisa: Buenos Aires en 1871, el
año de la gran epidemia de fiebre amarilla (la misma ubicación histórica tiene
también una de las más recientes novelas de Franco Vaccarini, “Fiebre
amarilla”, que me estoy debiendo pero leeré próximamente).
Las tres nouvelles (“El
intercesor”, “El ataúd de ébano”, “La ruta de la mangosta”) comparten también
una cercanía con lo inquietante, lo sobrenatural y lo tenebroso-diabólico, con
esas “esferas invisibles” que titulan el libro y remiten a un epígrafe de
Melville. La mímesis con las grandes voces del terror fantástico del siglo XIX
es perfecta: al leer estos textos uno se siente como leyendo a Conrad, a Poe, a
Stevenson, a Kipling. Por momentos, con conexiones a la literatura gauchesca, a
los textos costumbristas del 1900, a “El inmortal” de Borges, a “El señor de
las moscas” de Golding, a Lovecraft. Y es que estas nouvelles de Muzzio están
tan bien escritas y tan impecablemente estructuradas que son, ya, en mi
opinión, textos clásicos por prepotencia de trabajo (como diría Arlt).
En “El intercesor” (texto que
dialoga con Conrad, ya desde el epígrafe, tomado de “El corazón de las
tinieblas”), un joven sacerdote escucha (onda “El exorcista” de W. Blatty) el
relato final de un viejo ciego (y cuasi diabólico) que en su juventud había
sido deportado por Rosas a un fortín alejado de todo, a una frontera desierta
donde solo rondaban la locura, la miseria y fuerzas desconocidas y siniestras.
“El ataúd de ébano” muestra a
dos buscavidas delincuentes que vacían y roban ataúdes para revenderlos a
precio de oro, considerando la gran demanda existente en la ciudad a causa de
la peste. Pero mientras arrastran un ataúd, se les presenta una niña (que
podría tranquilamente ser hija de Poe) que les pregunta por qué tardaron tanto
y les exige que la sigan dentro de la casa y le entreguen el ataúd…
“La ruta de la mangosta”
muestra cómo un joven se vuelve a la vez aprendiz de fotógrafo y de inmortal,
aunque para ello deba entregar su cuerpo (y tal vez su alma) al opio y seguir
una ruta de guerras, pestes y desgracias, para conseguir cadáveres frescos que
le permitan sostener su juventud y su amor.
En síntesis: muy buen libro
de Diego Muzzio. Recomendado.
Por Mariano Blatt (editor en Blatt & Ríos)
viernes, junio 05, 2015
Acerca de Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog
Por Manuel Pedrosa para Escrituras Indie
Estamos en 1974. Werner Herzog, de 32 años, ya habia
producido y dirigido películas como Fata Morgana (1971), Aguirre, la ira de
Dios (1972) y El enigma de Kaspar Hauser (1974). A fines de noviembre de ese
año recibe la noticia de que Lotte Eisner, la historiadora del cine, la autora
de La pantalla diabólica, “la conciencia del Nuevo Cine Alemán”, esta
gravemente enferma en Paris. Sin dudar, Herzog decide ir desde Munich a Paris
caminando en línea recta, solo con un par de botas nuevas, una campera, una
brújula y un bolso de mano. Dos motivos empujan esta decisión: el convencimiento
de que Eisner seguirá con vida si recorre a pie la distancia hasta Paris y la
imperiosa necesidad de estar a solas con él mismo.
Durante esta travesía de 800 km, Herzog lleva un cuaderno
donde anota las impresiones, sensaciones y observaciones que le despiertan el
caminar. “¿Es buena la soledad?”, se pregunta en un momento del viaje. Y se
responde: “Sí, lo es. Sólo que aporta miradas dramáticas de lo venidero”. El
caminar posibilita una nueva experiencia, un extrañamiento en la mirada. Las observaciones
se presentan como un registro continuo donde lo desechado, la mugre que oculta
la civilización, se intercala con lo maravilloso. La fascinación que despierta
un paquete de cigarrillos puede alternarse con la visión de un tren en llamas
que “sale directamente hacia el oscuro universo”, donde “ocurren inconcebibles
colapsos de estrellas, planetas enteros se derrumban sobre un único punto”.
Bajo la lluvia constante del invierno europeo, castigado por
tormentas de nieve y ráfagas de viento, con los pies cada vez más lastimados y
el cuerpo llevado al límite, Herzog avanza. Recorre campos desolados, pierde el
rumbo en bosques laberínticos, pernocta en casas abandonadas o, cuando el
riesgo es demasiado, duerme en pequeños alojamientos. Cada tanto la duda
aparece: “¿Vive aun nuestra Eisner?”, pero la fuerza del caminar (“Cuando yo
camino, camina un bisonte”) aleja todo momento de recapitulación y mantiene a
Herzog en movimiento.
Herzog llegó a París el 14 de diciembre de 1974 y Eisner no
solo no había muerto sino que vivió nueve años más. Una vez mas, la voluntad y
visión de Herzog lo llevan a encontrar el arte en los límites de las
experiencias humanas.
Las esferas invisibles
Por Pablo Milani para Revista Aglaura
De inmediato Las esferas invisibles invita a dejar una
realidad para adentrarse en lo indecible e irrevocable, la muerte. Buenos Aires
en 1871, durante la epidemia de fiebre amarilla, es el escenario en el que
transcurren los tres cuentos que forman parte el libro: El intercesor, El ataúd
de ébano y La ruta de la mangosta. Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) pone en
claro que su universo no deja ningún detalle librado al azar. El intercambio
explícito, la obsesión por la palabra justa en cada una de las situaciones que
describe en Las esferas invisibles, hace de este narrador exquisito uno de los
más interesantes de nuestro tiempo. En principio, el libro abre con un epígrafe
perteneciente a Moby Dick.
“Y si bien en muchos de sus aspectos este mundo visible
parece hecho en el amor, las esferas invisibles fueron creadas en el terror.”
Desde el comienzo nos transmite un universo lúgubre, con la
palabra muerte delante, girando en círculos en una Buenos Aires que aún es
aldea, una acumulación de aventuras -por completo- literaria. Una ciudad que se
describe desde donde nació, pero despojada de todo pintoresquismo. Un rasgo
fundamental es la reserva permanente frente al abismo de la representación
costumbrista. Es un narrador desconfiado, fiel a lo que él sólo describe. En
ese gesto puede sintetizarse precisamente porque su calidad de escritura está
basada en la ausencia de todo movimiento ampuloso y hedonista. El registro de
sus experiencias es invariablemente fragmentario, como también lo son sus
historias, respecto de quienes entran y salen del foco del relato.
“Giré sobre mi costado y, recién entonces, me decidí a abrir
los ojos.
Los abrí repetidas veces. Una y otra vez levanté los
párpados. Se me ocurrió pensar que todavía era de noche. Sin embargo, el sol
que sentía sobre la cara, el calor que me envolvía el cuerpo confirmaban que
era la mañana, una hora cercana al mediodía. Me froté los ojos, pero la
oscuridad que me rodeaba era inapelable.”
Las esferas invisibles resurge todo el tiempo desde un
sentido crudo y lejos de cualquier punto de defensa. Invade en un desarrollo
intrínseco donde toda acción es también una reflexión de un mundo crispado y no
apto para reflexionar. Como si todo el desencantamiento que describe Muzzio
fuera mudo y exasperado del deseo y del entendimiento imposible de emoción. La
angustia inevitable en una lengua trabajada e inquietante nos dice claramente
que no hay desenlace sino en la muerte. Una suerte de Pedro Páramo que apuesta
a ser leído al pie de la letra, sin despegarse de la escritura, sin dejar de
leer una palabra.
La intransigencia de estos tres relatos se apoyan en un
denominador común, ningún rasgo se abre a una relación complaciente. Muzzio ha
encontrado una estrategia para experimentar el tiempo y la ausencia. Esos dos
vacíos se llenan de otra materia, el espacio de la ciudad le proporciona
pretexto para pensar en otra cosa, de modo que la ausencia sea el ritmo del
tiempo y no una interrumpida conciencia de lo perdido.
“A partir de entonces, ya no supe diferenciar si me movía
dentro del infierno de mis alucinaciones o en el infierno real de las
trincheras. Ambos se asemejaban. Eran mundos gemelos, intercambiables. Pasaba
de uno a otro con la misma indiferencia y abandono, moviéndose como un
autómata, arrastrando mi carro-laboratorio y fotografiando miles de cadáveres
para, más tarde, arrancar de ellos la lúmina que me permitiera estar vivo.
Estaba tan embrutecido, tan habituado a aquel modo de funcionar, que ni
siquiera había advertido que todo podía terminar cuando yo lo decidiera.”
El espacio de la ciudad con la muerte es un espacio de
digresión, pero extrañamente un armazón fuerte y que al mismo tiempo delata
otra causa, el nombre del libro. Las esferas invisibles no es sólo la
mencionada cita de Moby Dick, sino también como ese lado oscuro de la luna en
la escritura, es lo que no se ve pero permanece irreversible. El paso de una
vida que culmina siempre en un mismo destino.
jueves, junio 04, 2015
Del caminar sobre hielo en Revista Brando
Recomendado del mes
Por Fernanda Nicolini
Quienes esperan ansiosamente lo nuevo de Werner Herzog
porque saben que siempre, pero siempre, hay un destello de genialidad en lo que
este alemán produce –puede ser un falso documental sobre el monstruo del Lago
Ness, una maravilla metafísica como La cueva de los sueños olvidados, una remake lisérgica de Bad Lieutenant
o el mejor diario de filmación y por qué no diario íntimo que alguien pudo haber escrito como
Conquista de lo inútil– saldrán a las librerías en busca de Del caminar sobre hielo. Con el
mismo formato que aquel diario de filmación de Fitzcarraldo, pero con una brevedad
contundente, Herzog registra el viaje que hizo a pie en el invierno de 1974 desde Múnich hasta París. Su
motivación era una promesa: su amiga y directora Lotte Eisner estaba muy enferma en la capital
francesa y él creía que si unía las dos ciudades caminando, podía evitar su muerte. Como aclara
en un prólogo de 1978 –el año de su primera publicación–, este diario había nacido como
algo privado, sin intención de ser mostrado. Pero en su relectura, a su autor
le pasó lo mismo que le va a pasar a cada futuro lector: la emoción que genera lo allí escrito
merece ser compartida. Que lo disfruten.
mayo, 2015
De la pantalla a la página
En Review, Revista de Libros, Diego Brodersen habla sobre libros de cine publicados en los últimos meses. Esto comenta sobre Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog y Subjetiva de nadie, de Marcos Vieytes:
Otro volumen, publicado recientemente, de pequeño tamaño pero
contenido altamente rendidor, demuestra la llama que arde en el interior del alemán.
Del caminar sobre hielo, publicado por primera vez en Argentina y con una nueva
traducción de Ariel Magnus registra en una primera persona por momentos
alucinada el peregrinaje de más de ochocientos kilómetros recorridos por Herzog
en 1974, de su Múnich natal al centro de París. No era la primera vez que el
joven director se afanaba en una larga caminata, pero esta en particular la
enfermedad y posible muerte de la crítica y ensayista Lotte Eisner, para muchos
una suerte de mecenas espiritual del Nuevo Cine Alemán. La crónica de ese viaje
a fines de un duro otoño boreal es lo más parecido al clásico documental
herzoguiano: el registro (escrito, en este caso) de la realidad cede
intermitentemente el lugar a los sueños, el lirismo y la locura.
Subjetiva de nadie (fragmentos de un diario crítico) es el
libro que da inicio a la colección Cine de la editorial Entropía. Su autor,
Marcos Vieytes, es un joven crítico argentino que abandonó las filas de la
revista El Amante. Cine para fundar y dirigir su propio sitio web, Hacerse la
crítica. El volumen recorre los laberintos de la memoria cinéfila de manera
singular y –como lo anticipa su título– sumamente personal, por momentos
incluso íntima, combinando con osadía e imaginación el apunte ensayístico, la
subjetividad del gusto y el fraseo poético, en un paseo que va de Aki Kaurismäki
a Romy Schneider y de Aleksandr Sokurov
a Yasujiro Ozu. Y también a Herzog, por cierto.
Herzog: se hace camino al andar
La editorial Entropía acaba de editar un cuaderno de viaje
que el gran director cinematográfico escribió en 1974
Por Christian Kupchik para Revista Quid
Entre los muchísimos méritos que acumula el cineasta alemán
Werner Herzog, hay uno que resulta incontrastable: ha agotado varias vidas sin,
por fortuna, dar por terminada la presente. Nos remitimos a las pruebas. A
saber, ha filmado con enanos y actores bajo hipnosis; convirtió en estrella a
Bruno S., un muchacho hasta entonces encerrado en su autismo; tomó como
escenarios para sus obras la Antártida y Siberia, el desierto de Australia
Central y el Amazonas (donde se animó a subir un barco por una montaña),
incluso las cuevas prehistóricas de Chauvet. Por si fuera poco, viene
resistiendo relativamente bien a Hollywood y ha conseguido sobrevivir a su
actor fetiche, Klaus Kinsky, a quien lo unía una irreparable relación de amor
odio (en verdad, más odio que amor).
Herzog parece estar siempre un paso más allá de todo, de
cualquier límite, de cualquier frontera, incluida la muerte. La primera señal
que dejó de ello fue un breve diario de viaje o cuaderno de apuntes que escribió
antes de llegar a la treintena. En noviembre de 1974 el alemán recibió la
llamada de un amigo de París que le comunicaba que Lotte Eisner, una
institución del cine alemán (la primera difusora del expresionismo) además de
mentora y amiga de Herzog, estaba al borde de la muerte. La respuesta no se
hizo esperar: el director tomó una campera, una brújula y un bolso con lo
estrictamente necesario y salió a la carretera para unir los casi mil
kilómetros que separan a Munich de París. Pero le añadió a su travesía un
sentido místico: cubriría la distancia a pie y durante el tiempo que demandara
el camino él tendría la certeza que su amiga se mantendría con vida.
Era pleno invierno y el conjuro suponía un duro esfuerzo,
además, en virtud del clima. La experiencia iba siendo documentada por Herzog
en un pequeño cuaderno que accedió a editar por primera vez en 1978 bajo el
título de Del caminar sobre hielo
(Entropía, 2015). Se trata, en verdad, de un relato formidable, con una
escritura bella y poética, lleno de agudas observaciones y reflexiones que
exceden lo subjetivo y la anécdota personal. Habla en realidad de lo que la
marcha ofrece, cómo potencia las capacidades de ver y pensar. Habla de lo que
significa el sentido de las pruebas que muchas veces se autoimponen los hombres
y la forma de superarlas. El periplo no fue fácil: debió enfrentar el frío, el
viento, la tempestad violenta, las nubes bajas, la lluvia, el agua que chorrea,
el granizo menudo y duro y la nieve ardiendo plena en el rostro, exponer el
cuerpo al dolor, el agotamiento, y, en ocasiones, la tentación de volver atrás,
de rendirse, de interrumpirlo todo, de abandonar una convicción puesta en
marcha por un sueño insensato y cambiar los lechos de heno en un granero por la
seguridad de una cama cálida. No obstante, Herzog siguió adelante, a pesar de
los peligros latentes y la inseguridad propia.
Y no lo hizo únicamente por esa fidelidad que sentía por su
vieja amiga. El paisaje comenzó a hablarle, lo invitó a la reflexión. Las
impresiones nacidas de esta marcha larga y peligrosa son exquisitas, en la
medida que exaltan la cantidad y variedad de ideas que sorprenden al caminante,
estímulos imposibles de asimilar para el sedentario. Al caminar se redescubren
formas y volúmenes invisibles, el olor de los campos resulta algo poderoso y
nuevo a los sentidos. Surgen sonidos invisibles, el aire se llena de silbidos.
El caminante redescubre en soledad la infinita capacidad del silencio. Herzog
confiesa volver a sentirse vivo hundido en lo profundo de un bosque tenebroso,
donde el silencio sepulcral sólo era interrumpido por una ráfaga de viento. Se
pregunta por los beneficios de la soledad y la respuesta se abre a intuiciones
dramáticas del futuro. Los instantes de armonía perfecta, de euforia con él
mismo, donde comprueba que el aire es de una pureza y de una frescura perfecta,
ponen al lector también en camino.
En este diario de viaje, el paso de lo real a lo imaginario
se sucede sin continuidad. Quizás sirva como clave para observar allí varias de
las vidas que Herzog sigue agotando. Por momentos lo asalta una sed tan
poderosa que siente sólo puede entregarse a ella: la sed por recorrer. El
hombre que camina es soberano, irreductible, libre y, al mismo tiempo, frágil,
anacrónico, mecánicamente imperfecto, físicamente hundido. Volátil, se vuelve
inútil, pues comienza a ser.
miércoles, junio 03, 2015
El crítico como arista
Por Eduardo D. Benítez para Haciendo Cine
El libro de Marcos Vieytes explota el estilo que supo
caracterizarlo. Ese en el que desarrolla una relación vital con un lenguaje tan
mutante como el cine, y en el que la crítica no es el análisis y la
interpretación de una obra que ya está hecha, sino la intención de establecer
un diálogo que se ubica muy en los bordes de ese centro donde habita la critica
clásica.
Son diversas las maneras de cultivar la crítica. Existe la
crónica diaria de los medios masivos enmarcada o ceñida a parámetros
determinados (número de caracteres, relación directa entre aquello que se
aborda y la condición de noticiabilidad). Existen trabajos eruditos nutridos de
un flujo retórico “profesional” en tanto descriptor aséptico de evidencias
estilísticas. Existe también la crítica como arte, un contexto
conversacionalque expone sobre todo la relación del crítico con las películas,
pero que gesta a su vez un espacio colectivo imaginario. Allí el lector
encuentra un hogar donde consolidar y extenuar el placer cinematográfico por
otras vías: la lectura y la escritura. Adoptando en ciertos pasajes la impronta
del libro biográfico, y en otros casos exhibiendo una enorme capacidad
analítica, Subjetiva de nadie se estructura de manera fragmentaria y abre la
posibilidad de establecer relaciones insospechadas. Del anecdotario que nos
habla del descubrimiento de la belleza, la poesía y la sexualidad, damos el
salto hacia la trilogía del cineasta turco Semih Kaplanoglu; del recuerdo de
una viñeta familiar en la que una madre le acerca a su hijo un exprimido de
naranjas derivamos en una reflexión sobre Volver, de Almodóvar. Esa manera de
impulsar el desarrollo de la lectura, pivoteando entre la linealidad y la
sinuosidad en una combinación de registros, es lo que hace del libro de Marcos
Vieytes un recorrido necesariamente desafiante. Algo parecido a lo que sucede
en la descripción que hace el autor sobre cierto tipo de inquietud inherente a
la labor crítica: “Este crítico busca en cada película escollos que lo desafíen
antes que facilidades. Lo excita la dificultad de descifrar la demasiado
evidente superficialidad de las convenciones (…)”. La prosa de Vieytes se lee,
entonces, como una puesta en tensión de una escena de escritura, la escritura
crítica en una matriz profundamente literaria. Porque la actualidad y el pasado
del cine son convocados a partir de un lirismo que se sabe agradecer, y que va
hilando memorias personales e impresiones ensayísticas hasta transformar a
Subjetiva de nadie en un objeto estético en sí mismo, en una aventura casi en
clave novelada que elude la simple antología de textos críticos. El placer aquí
no se reduce al recuento y rejunte de datos, e incluso sobrepasa la esfera de
la opinión. Porque si estos capítulos desbordan las posibilidades meramente
prácticas de la función crítica, es para proponernos un intenso raid por las
densidades del lenguaje y para hacernos entrar en un corte transversal
(personal) a través de la historia y la contemporaneidad del séptimo arte.
Herzog de Munich a París… caminando
Por Laura Cabrera para la revista Marcha
La editorial Entropía lanzó Del caminar sobre hielo (1978),
obra del realizador cinematográfico Werner Herzog, compuesta por crónicas de su
viaje a la ciudad francesa a fines 1974, en lo que podría decirse la búsqueda
de un milagro.
“Lo que escribí durante el viaje no estuvo pensado para
lectores. Ahora, casi cuatro años más tarde, al volver a tomar en mis manos el
pequeño anotador, me vi embargado por una rara emoción, y el deseo de
mostrarles el texto también a otros, desconocidos, para mí pesó más que la
timidez por abrir tanto la puerta a miradas extrañas. Sólo suprimí algunos
pasajes muy privados”. Así habla el realizador cinematográfico Werner Herzog de
su libro, Del caminar sobre hielo, compuesto por anotaciones personales, casi
de diario íntimo, escritas en 1974 y publicadas por primera vez en 1978. La
obra fue editada y lanzada hace algunos meses en Argentina por Entropía.
Del caminar sobre hielo pertenece a la literatura de no
ficción, esa que fusiona hechos reales con figuras que corresponden al campo de
lo literario. Es que en su génesis no existe el hecho de pensar en escribir un
libro, ya que fue una experiencia real que intentó guardar en su memoria: la
crítica de arte Lotte Eisner, enfermó. Ella en París, Herzog en Munich. El
cineasta, preocupado por la situación decidió viajar de allí hasta la ciudad
francesa caminando. Creyó que si lo hacía de esa forma ella lo esperaría, se
mantendría con vida y le evitaría una gran tristeza al mundo, ya que él
consideraba que las personas no estaban preparadas para la pérdida de la mujer
que formó a muchos intelectuales de la segunda posguerra.
Emprendió su viaje con una brújula, abrigo, un bolso y unos
zapatos nuevos que creería que serían cómodos. No lo fueron. Pasó frío,
lluvias, hambre. Conoció a muchas personas y observó paisajes, todo en poco
menos de un mes, todo plasmado en crónicas tan descriptivas que al leerlas uno
puede pensarlas en imágenes. El resultado es un libro interesante desde la
experiencia contada y desde la forma, tan puntillosa como apasionada en cada
relato.
La historia, que tuvo un buen final para Eisner, da como
resultado en el papel un riquísimo libro. Es evidente que este Werner
esperanzado describió lo vivido desde los sentimientos y desde las experiencias
sensoriales, quizá no con el objetivo de que algún otro pueda aproximarse a lo
que él vivió sino con el de recordar él mismo aquella historia en otro momento
de su vida. Como sea, el resultado es brillante.
Si bien Del caminar sobre hielo se dio a conocer en 1978 y
la historia ya es conocida por quienes suelen inclinarse por los libros
vinculados al cine, ésta es la primera edición nacional. Sin dudas, esta
reedición viene acompañada con el crecimiento de la producción cinematográfica
nacional, tanto a nivel independiente como en el circuito más comercial.
Junio, 2015
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