Sobre Música prosaica de Marcelo Cohen por Felipe Benegas Lynch para Boca de Sapo.
Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) fue
publicado por Entropía dentro de la colección "apostillas". Luego de
haber reseñado Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog, presentado dentro de
la misma serie, a pedido mío me enviaron de la editorial el librito de Cohen.
Enfatizo la amable brevedad del texto porque vengo de leer Donde yo no estaba,
de más de 700 páginas. Bien validas por cierto. Estos cuatro breves episodios,
"secuelas" (29) de otros tiempos y otros textos, me depararon una
extraña felicidad.
Ya de por sí el título de la colección resulta extraño. O,
más bien: libera a los textos que allí ingresan del peso de la
"crítica" o de la "ficción". Tanto en Herzog como en Cohen
el tono ensayístico, casi de crónica cotidiana a veces, tiene algo de
apostilla, ¿pero apostilla a qué? En el caso de Cohen bien podría ser una
apostilla a todos los textos que tradujo, pero también a su escritura
ensayística y de ficción, que aquí se desliza hacia lo que se ha llamado
"ficciones de lo real". Si Levrero pudo escribir su monumental
"Diario de la beca", Cohen bien puede escribir el diario de un
traductor. Claro que el texto carece de la estructura de diario, salvo,
acotadamente, la última pieza: "Persecución. Pormenores de la mañana de un
traductor".
El título general, que es el del primer ensayo, me lleva de
todas formas hacia otro rumbo, distinto a Levrero y la realidad-ficción. La
música prosaica es también la música de la prosa, prosa ficcional que Cohen
ejerce, como la ejerció otro traductor: Cortázar. Ya en las primeras páginas
aparece una cita de "El perseguidor": "Esto lo estoy tocando
mañana" (15); en las últimas se habla de un poema de Dylan Thomas y se
inscribe a la tarea de traducir bajo el signo de la persecución.
En "El perseguidor" Cortázar pone en escena
también a un traductor: Bruno debe traducir la vida de Johnny y su música
através de una biografía. En ambos casos el texto se vuelve un espacio de
tensiones y fricción: la cuestión de la injerencia editorial en los trabajos
por encargo, las traducciones estandarizadas que se venden "como la coca
cola" ("El perseguidor", 249), el límite musical del texto
prosaico, la posibilidad de un encuentro con lo real a partir del despliegue de
la escritura. Como Johnny, Cohen –que en Música prosaica pasa a ser personaje
además de autor– no es el perseguido sino el perseguidor, no es el adormecido
sino el que viene a despertar. Como Bruno, no deja de estrellarse contra su
necesidad de facturar, de comunicar, de anclar el sentido en esa marea de lo
otro. También, como Cortázar al comienzo de "Las babas del diablo",
Cohen dice: "Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas"
(70). Pues contar implica siempre un límite, infranqueable para la lógica y la
causalidad, límite que se atraviesa a fuerza de canto. Pero que no se
malinterprete:
La literatura envidia de la música, no la ensoñación, sino
el poder de despertar, de reconstituir la atención. Porque no es que el arte
permita ver una realidad a través de una apariencia o una sombra. El arte es
lenguaje. Habla de la dualidad de las cosas. He aquí el mundo en que estamos. A
veces pareciera que vislumbráramos otro detrás. Pero ese otro mundo no es
previo ni mejor. No engendra el nuestro. Los dos se engendran uno a otro, todo
el tiempo. (Música prosaica, 27).
Cortázar también enfatiza la capacidad de la música, a
través de Johnny, para encontrar lo real:
Dan ganas de decir en seguida que Johnny es como un ángel
entre los hombres, hasta que una elemental honradez obliga a tragarse la frase,
a darla bonitamente vuelta, y a reconocer que quizá lo que pasa es que Johnny
es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos
todos nosotros. Y a lo mejor es por eso que Johnny me toca la cara con los
dedos y me hace sentir tan infeliz, tan transparente, tan poca cosa con mi
buena salud, mi casa, mi mujer, mi prestigio. Mi prestigio, sobre todo. Sobre
todo mi prestigio. ("El perseguidor", 247)
Y tal vez, como en “Las babas del diablo”, el texto vive
realmente a expensas de la muerte del escritor: todos los requerimientos que
brotan de ese Yo de carne y hueso, como el de prestigio por ejemplo, deben
morir, dejarle lugar a la solemnidad de la plegaria que se abre anónimamente a
los aires uniendo la voz al mundo a partir de cierta neutralidad superadora del
sujeto. El sujeto debe caer de rodillas (como el evangelista) y dejar que salga
la voz. No es el artista lo que importa, sino la poca o mucha vida que haya en
su voz, que sale de él pero ya no es él. En ese sentido, Cohen habla de la
traducción como ejecución más que como hermenéutica. Una ejecución que tiene
algo de oración (78).
Es un trabajo que se realiza en cierto modo "por medio
de alientos", como si, efectivamente, el traductor al ejecutar el texto en
el que trabaja, se dejara poseer por "un lenguaje primordial en cuyo
pneuma todos los idiomas serían uno, como la música" (12). Pues detrás de
todo está el "vacío generador" (80), el abismo o la intemperie como
"germen de conocimiento" (69). La escritura, en definitiva, es una
traducción del mundo: traducción entendida como inspiración y extensión de ese
aliento que no deja de transformarse para revelar, en el mejor de los casos, el
"fondo hueco" (64) de todo lenguaje.
A partir de ese ascendente oriental, Cohen le da otra vuelta
de tuerca (¿cómo traduciría Cohen este título de James?) a la objetividad de la
máquina de escribir Rémington de "Las babas del diablo":
Tengo una cabeza objetiva en las manos, en el teclado de la
computadora, en el celular, y puedo desalojar información de mi cabeza, lo que
por otra parte podría favorecer la vía zen hacia la comprensión de que la
realidad es el vacío y el vacío es eternamente generador. De hecho ya soy otro;
una simbiosis cerébro máquina con la mente fuera de mí; una interfaz. (80)
La objetividad reside en el lenguaje, más allá de la
tecnología involucrada. Y en el propio cuerpo que le da anclaje particular a la
palabra. Cohen se ilusiona con un futuro en el que "la traducción se
convierta en una rama de la patafísica, esa ciencia de las soluciones
particulares" (54). La generalidad aberrante de la "despótica prosa
mundial del Estado" (50) es lo que empobrece la lengua y, por lo tanto, al
mundo.
El texto de Cohen es mucho más que una reflexión sobre la
traducción. Es un despliegue de máscaras que ya no precisa de la dislocación
del Delta Panorámico para lograr esa "evasión más radical" que
implica la literatura: "un transporte de la realidad sucedánea en que
vivimos a la posibilidad de un encuentro con lo real" (60).
Como en Donde yo no estaba, aquí también hay un locutor
interior y un yo que busca desintegrarse. La prosa de Cohen, como la música de
hoy, se nutre de la impureza para emanciparse del yo:
ningún elemento sonoro le es ajeno, porque compone en el
momento, con lo que el momento aporta: el arrastre de lo heredado, la memoria
corporal de la especie, las potencias y los dolores del cuerpo, la orquesta, el
tambor y la computadora, como si sólo mediante la absorción de todas las
ocasiones del presente pudiera llegar al meollo. (24)
Así nos encontramos en el texto con la música de Björk, con
la oratoria de la presidenta, con el sonido del timbre, del teléfono, con el
canto de un zorzal, con las palabras de su compañera, con el incesante devaneo
del traductor, con poemas que vuelven como ritornellos. Esta es una versión
posible de una vida, un punto de anclaje en perpetua deriva: del significante y
del sentido, de la impredecible melodía de la prosa puntillosa de un traductor
"profesional" (11).
Hay una coherencia en las "apostillas" de
Entropía: son textos que desafían la clasificación y la traducción, formas que
en su resistencia abren la conciencia "a los vaivenes del viento"
(54).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario