La editorial Entropía acaba de editar un cuaderno de viaje
que el gran director cinematográfico escribió en 1974
Por Christian Kupchik para Revista Quid
Entre los muchísimos méritos que acumula el cineasta alemán
Werner Herzog, hay uno que resulta incontrastable: ha agotado varias vidas sin,
por fortuna, dar por terminada la presente. Nos remitimos a las pruebas. A
saber, ha filmado con enanos y actores bajo hipnosis; convirtió en estrella a
Bruno S., un muchacho hasta entonces encerrado en su autismo; tomó como
escenarios para sus obras la Antártida y Siberia, el desierto de Australia
Central y el Amazonas (donde se animó a subir un barco por una montaña),
incluso las cuevas prehistóricas de Chauvet. Por si fuera poco, viene
resistiendo relativamente bien a Hollywood y ha conseguido sobrevivir a su
actor fetiche, Klaus Kinsky, a quien lo unía una irreparable relación de amor
odio (en verdad, más odio que amor).
Herzog parece estar siempre un paso más allá de todo, de
cualquier límite, de cualquier frontera, incluida la muerte. La primera señal
que dejó de ello fue un breve diario de viaje o cuaderno de apuntes que escribió
antes de llegar a la treintena. En noviembre de 1974 el alemán recibió la
llamada de un amigo de París que le comunicaba que Lotte Eisner, una
institución del cine alemán (la primera difusora del expresionismo) además de
mentora y amiga de Herzog, estaba al borde de la muerte. La respuesta no se
hizo esperar: el director tomó una campera, una brújula y un bolso con lo
estrictamente necesario y salió a la carretera para unir los casi mil
kilómetros que separan a Munich de París. Pero le añadió a su travesía un
sentido místico: cubriría la distancia a pie y durante el tiempo que demandara
el camino él tendría la certeza que su amiga se mantendría con vida.
Era pleno invierno y el conjuro suponía un duro esfuerzo,
además, en virtud del clima. La experiencia iba siendo documentada por Herzog
en un pequeño cuaderno que accedió a editar por primera vez en 1978 bajo el
título de Del caminar sobre hielo
(Entropía, 2015). Se trata, en verdad, de un relato formidable, con una
escritura bella y poética, lleno de agudas observaciones y reflexiones que
exceden lo subjetivo y la anécdota personal. Habla en realidad de lo que la
marcha ofrece, cómo potencia las capacidades de ver y pensar. Habla de lo que
significa el sentido de las pruebas que muchas veces se autoimponen los hombres
y la forma de superarlas. El periplo no fue fácil: debió enfrentar el frío, el
viento, la tempestad violenta, las nubes bajas, la lluvia, el agua que chorrea,
el granizo menudo y duro y la nieve ardiendo plena en el rostro, exponer el
cuerpo al dolor, el agotamiento, y, en ocasiones, la tentación de volver atrás,
de rendirse, de interrumpirlo todo, de abandonar una convicción puesta en
marcha por un sueño insensato y cambiar los lechos de heno en un granero por la
seguridad de una cama cálida. No obstante, Herzog siguió adelante, a pesar de
los peligros latentes y la inseguridad propia.
Y no lo hizo únicamente por esa fidelidad que sentía por su
vieja amiga. El paisaje comenzó a hablarle, lo invitó a la reflexión. Las
impresiones nacidas de esta marcha larga y peligrosa son exquisitas, en la
medida que exaltan la cantidad y variedad de ideas que sorprenden al caminante,
estímulos imposibles de asimilar para el sedentario. Al caminar se redescubren
formas y volúmenes invisibles, el olor de los campos resulta algo poderoso y
nuevo a los sentidos. Surgen sonidos invisibles, el aire se llena de silbidos.
El caminante redescubre en soledad la infinita capacidad del silencio. Herzog
confiesa volver a sentirse vivo hundido en lo profundo de un bosque tenebroso,
donde el silencio sepulcral sólo era interrumpido por una ráfaga de viento. Se
pregunta por los beneficios de la soledad y la respuesta se abre a intuiciones
dramáticas del futuro. Los instantes de armonía perfecta, de euforia con él
mismo, donde comprueba que el aire es de una pureza y de una frescura perfecta,
ponen al lector también en camino.
En este diario de viaje, el paso de lo real a lo imaginario
se sucede sin continuidad. Quizás sirva como clave para observar allí varias de
las vidas que Herzog sigue agotando. Por momentos lo asalta una sed tan
poderosa que siente sólo puede entregarse a ella: la sed por recorrer. El
hombre que camina es soberano, irreductible, libre y, al mismo tiempo, frágil,
anacrónico, mecánicamente imperfecto, físicamente hundido. Volátil, se vuelve
inútil, pues comienza a ser.
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