Por Pablo Milani para Revista Aglaura
De inmediato Las esferas invisibles invita a dejar una
realidad para adentrarse en lo indecible e irrevocable, la muerte. Buenos Aires
en 1871, durante la epidemia de fiebre amarilla, es el escenario en el que
transcurren los tres cuentos que forman parte el libro: El intercesor, El ataúd
de ébano y La ruta de la mangosta. Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) pone en
claro que su universo no deja ningún detalle librado al azar. El intercambio
explícito, la obsesión por la palabra justa en cada una de las situaciones que
describe en Las esferas invisibles, hace de este narrador exquisito uno de los
más interesantes de nuestro tiempo. En principio, el libro abre con un epígrafe
perteneciente a Moby Dick.
“Y si bien en muchos de sus aspectos este mundo visible
parece hecho en el amor, las esferas invisibles fueron creadas en el terror.”
Desde el comienzo nos transmite un universo lúgubre, con la
palabra muerte delante, girando en círculos en una Buenos Aires que aún es
aldea, una acumulación de aventuras -por completo- literaria. Una ciudad que se
describe desde donde nació, pero despojada de todo pintoresquismo. Un rasgo
fundamental es la reserva permanente frente al abismo de la representación
costumbrista. Es un narrador desconfiado, fiel a lo que él sólo describe. En
ese gesto puede sintetizarse precisamente porque su calidad de escritura está
basada en la ausencia de todo movimiento ampuloso y hedonista. El registro de
sus experiencias es invariablemente fragmentario, como también lo son sus
historias, respecto de quienes entran y salen del foco del relato.
“Giré sobre mi costado y, recién entonces, me decidí a abrir
los ojos.
Los abrí repetidas veces. Una y otra vez levanté los
párpados. Se me ocurrió pensar que todavía era de noche. Sin embargo, el sol
que sentía sobre la cara, el calor que me envolvía el cuerpo confirmaban que
era la mañana, una hora cercana al mediodía. Me froté los ojos, pero la
oscuridad que me rodeaba era inapelable.”
Las esferas invisibles resurge todo el tiempo desde un
sentido crudo y lejos de cualquier punto de defensa. Invade en un desarrollo
intrínseco donde toda acción es también una reflexión de un mundo crispado y no
apto para reflexionar. Como si todo el desencantamiento que describe Muzzio
fuera mudo y exasperado del deseo y del entendimiento imposible de emoción. La
angustia inevitable en una lengua trabajada e inquietante nos dice claramente
que no hay desenlace sino en la muerte. Una suerte de Pedro Páramo que apuesta
a ser leído al pie de la letra, sin despegarse de la escritura, sin dejar de
leer una palabra.
La intransigencia de estos tres relatos se apoyan en un
denominador común, ningún rasgo se abre a una relación complaciente. Muzzio ha
encontrado una estrategia para experimentar el tiempo y la ausencia. Esos dos
vacíos se llenan de otra materia, el espacio de la ciudad le proporciona
pretexto para pensar en otra cosa, de modo que la ausencia sea el ritmo del
tiempo y no una interrumpida conciencia de lo perdido.
“A partir de entonces, ya no supe diferenciar si me movía
dentro del infierno de mis alucinaciones o en el infierno real de las
trincheras. Ambos se asemejaban. Eran mundos gemelos, intercambiables. Pasaba
de uno a otro con la misma indiferencia y abandono, moviéndose como un
autómata, arrastrando mi carro-laboratorio y fotografiando miles de cadáveres
para, más tarde, arrancar de ellos la lúmina que me permitiera estar vivo.
Estaba tan embrutecido, tan habituado a aquel modo de funcionar, que ni
siquiera había advertido que todo podía terminar cuando yo lo decidiera.”
El espacio de la ciudad con la muerte es un espacio de
digresión, pero extrañamente un armazón fuerte y que al mismo tiempo delata
otra causa, el nombre del libro. Las esferas invisibles no es sólo la
mencionada cita de Moby Dick, sino también como ese lado oscuro de la luna en
la escritura, es lo que no se ve pero permanece irreversible. El paso de una
vida que culmina siempre en un mismo destino.
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