viernes, junio 05, 2015

Las esferas invisibles



Por Pablo Milani para Revista Aglaura

De inmediato Las esferas invisibles invita a dejar una realidad para adentrarse en lo indecible e irrevocable, la muerte. Buenos Aires en 1871, durante la epidemia de fiebre amarilla, es el escenario en el que transcurren los tres cuentos que forman parte el libro: El intercesor, El ataúd de ébano y La ruta de la mangosta. Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) pone en claro que su universo no deja ningún detalle librado al azar. El intercambio explícito, la obsesión por la palabra justa en cada una de las situaciones que describe en Las esferas invisibles, hace de este narrador exquisito uno de los más interesantes de nuestro tiempo. En principio, el libro abre con un epígrafe perteneciente a Moby Dick.

“Y si bien en muchos de sus aspectos este mundo visible parece hecho en el amor, las esferas invisibles fueron creadas en el terror.”

Desde el comienzo nos transmite un universo lúgubre, con la palabra muerte delante, girando en círculos en una Buenos Aires que aún es aldea, una acumulación de aventuras -por completo- literaria. Una ciudad que se describe desde donde nació, pero despojada de todo pintoresquismo. Un rasgo fundamental es la reserva permanente frente al abismo de la representación costumbrista. Es un narrador desconfiado, fiel a lo que él sólo describe. En ese gesto puede sintetizarse precisamente porque su calidad de escritura está basada en la ausencia de todo movimiento ampuloso y hedonista. El registro de sus experiencias es invariablemente fragmentario, como también lo son sus historias, respecto de quienes entran y salen del foco del relato.

“Giré sobre mi costado y, recién entonces, me decidí a abrir los ojos.
Los abrí repetidas veces. Una y otra vez levanté los párpados. Se me ocurrió pensar que todavía era de noche. Sin embargo, el sol que sentía sobre la cara, el calor que me envolvía el cuerpo confirmaban que era la mañana, una hora cercana al mediodía. Me froté los ojos, pero la oscuridad que me rodeaba era inapelable.”

Las esferas invisibles resurge todo el tiempo desde un sentido crudo y lejos de cualquier punto de defensa. Invade en un desarrollo intrínseco donde toda acción es también una reflexión de un mundo crispado y no apto para reflexionar. Como si todo el desencantamiento que describe Muzzio fuera mudo y exasperado del deseo y del entendimiento imposible de emoción. La angustia inevitable en una lengua trabajada e inquietante nos dice claramente que no hay desenlace sino en la muerte. Una suerte de Pedro Páramo que apuesta a ser leído al pie de la letra, sin despegarse de la escritura, sin dejar de leer una palabra.

La intransigencia de estos tres relatos se apoyan en un denominador común, ningún rasgo se abre a una relación complaciente. Muzzio ha encontrado una estrategia para experimentar el tiempo y la ausencia. Esos dos vacíos se llenan de otra materia, el espacio de la ciudad le proporciona pretexto para pensar en otra cosa, de modo que la ausencia sea el ritmo del tiempo y no una interrumpida conciencia de lo perdido.

“A partir de entonces, ya no supe diferenciar si me movía dentro del infierno de mis alucinaciones o en el infierno real de las trincheras. Ambos se asemejaban. Eran mundos gemelos, intercambiables. Pasaba de uno a otro con la misma indiferencia y abandono, moviéndose como un autómata, arrastrando mi carro-laboratorio y fotografiando miles de cadáveres para, más tarde, arrancar de ellos la lúmina que me permitiera estar vivo. Estaba tan embrutecido, tan habituado a aquel modo de funcionar, que ni siquiera había advertido que todo podía terminar cuando yo lo decidiera.”

El espacio de la ciudad con la muerte es un espacio de digresión, pero extrañamente un armazón fuerte y que al mismo tiempo delata otra causa, el nombre del libro. Las esferas invisibles no es sólo la mencionada cita de Moby Dick, sino también como ese lado oscuro de la luna en la escritura, es lo que no se ve pero permanece irreversible. El paso de una vida que culmina siempre en un mismo destino.

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