El periodista y poeta Juan Rapacioli, autor del libro Dispersión, elige sus citas favoritas de la novela de Alberto Montero, Los incapaces, para el Blog de Eterna Cadencia:
lunes, mayo 30, 2016
"Mi novela finalmente"
“...Y dicho sea al pasar -escribo-, muestra y demuestra, de
la manera más cruda, la incompetencia de los Analistas, y la ineficacia del
Tratamiento Analítico, la ineficacia de lo analítico en general, en todo lo
referente a la Enfermedad Anímica, y una ineficacia e incompetencia, no sé -escribo-
si metodológica, pero, sin dudas, sí, de procedimiento, producto de un
intervencionismo monstruoso, de un intelectualismo esterilizante, siempre
intrusivo, y de un fanatismo oficioso y arbitrario, en todo los Analistas por
lo común, pero muy especialmente en el Dr. McIntosh en lo que a mí concierne,
porque, como en general todos los Analistas, insisto, ese horrible McIntosh
jamás dejó de esgrimir, de proferir, por años, de la manera más desconsiderada,
de la manera más brutal e irresponsable, en mi contra siempre, sus,
indefectiblemente subjetivas, y encogidas, elucubraciones pseudointerpretantes,
acerca de mis asociaciones, acerca de mi asociar, y acerca, entonces, de mis
producciones discursivas, es decir -escribo-, acerca de la supuesta causa y fuente
de mi enfermedad anímica, existencial en general…”
La selección completa, en este link
Entrevista a Edgardo Cozarinsky
Guillermo Piro y Rafael Toriz entrevistaron a Edgardo Cozarinsky por la salida de sus dos últimos libros: Dark (Tusquets) y Niño Enterrado.
La entrevista para LQM (Libros que muerden, Radio Cultura) se puede escuchar completa en este link
viernes, mayo 27, 2016
La verdad alucinada
Martín Jali escribe sobre Werner Herzog para La Agenda BA
Los proyectos de Werner Herzog llegan como una forma de su
desaforada obsesión y no guardan un fin utilitario. Por eso nos fascinan.
Estamos en el mes de junio de 1979, en la casa de Francis
Ford Coppola, en la bahía de San Francisco. En un living con ventanales
imponentes, donde se escucha el viento y se vislumbran los veleros estacionados
en la bahía, Werner Herzog trabaja desaforadamente en el guión de Fitzcarraldo.
Coppola no está en casa. El director de La ley de la calle y la trilogía de El
padrino se recupera de una operación de hernia y duerme en una cama de hospital
que hizo trasladar al séptimo piso del Edificio Sentinel, entre las calles
Kearny y Jackson, donde funcionan los míticos Estudios Zoetrope. No se siente del todo bien, está quejoso y se
refugia en su trabajo, como todo workaholic crónico. Coppola acaba de regresar
de su recorrida por media docena de festivales, donde presentó Apocalypse now,
película inspirada, como todos sabemos, en El corazón de la tinieblas, de
Joseph Conrad pero también en Aguirre la ira de Dios. En este momento de sus
vidas, Herzog y Coppola se encuentran a años luz de distancia. Uno acaba de
parir una película accidentadísima, caótica, enferma, que ahora – no olvidar
que estamos en 1979 – recoge premios en todo el mundo. Herzog, en cambio, fiel
a su modelo de producción furiosa, escribe su guión en 3, 4, 5 días, mientras
observa los autitos pasar por encima del Golden Gate y escucha ópera con el
padre de Francis Ford. Uno termina su odisea personal, el otro apenas la
vislumbra en el futuro inmediato.
Sin embargo, Herzog hace algo raro, un poco disonante con su
personalidad. Conversa con productores de Hollywood, toma milkshakes y come
hamburguesas en restaurantes ultra chetos de Los Ángeles. Como si esto fuera
poco, se reúne con los directivos de la 20th Century Fox, a quienes intenta convencer
de una verdadera alucinación fílmica. “Dije que la obviedad que no se discute
es que tiene que tratarse de un verdadero barco de vapor sobre una montaña de
verdad, pero no por una cuestión de realismo sino para estilizar un gran evento
operístico. A partir de ahí, las amabilidades que intercambiamos se cubrieron
de una ligera capa de escarcha glacial”, escribe Herzog en las primeras páginas
de su lúgubre y fantasmático Conquista de lo inútil, su suerte de diario
emocional y onírico sobre la filmación de Fitzcarraldo. ¿No es un delirio,
acaso, viajar a lo profundo de la jungla peruana con Klaus Kinski, comer monos
asados entre mariposas gigantes, perros sarnosos e indios sonámbulos, mientras
Mick Jagger, quien todavía no ha abandonado el rodaje, conduce un auto por las
callecitas de Lima, con el equipo de filmación que acaba de llegar, con días y
días de retraso, desde Brasil? ¿Hay alguna manera de hacer las cosas más
difíciles?
Al conocer estos episodios uno comienza a sospechar que lo
que predomina en Herzog es una peculiar teoría del colapso. Se trata de una
matriz interior que lo impulsa hacia lugares insospechados, donde las
condiciones de producción de su propio arte aparecen estrechamente ligadas a la
obra en sí. Esto es fascinante a secas. En un país como el nuestro, donde tanto
el cine, como el teatro, la música y la literatura, se llevan adelante con
escasos recursos, la discusión sobre las condiciones materiales de producción
son una constante. Se produce, en general, mientras se trabaja de otra cosa.
Hace unas semanas nos reunimos con unos amigos a cenar.
Mientras preparábamos unas pizzas caseras y tomábamos cerveza, comenzamos a
enumerar algunos pocos artistas que una y otra vez, con años de diferencia, nos
toman por asalto la sensibilidad. Claro: hacia pocos días nos habíamos enterado
de la muerte de Prince. En algún momento llegamos a la pregunta: ¿por qué nos
vuelve locos, a la gran mayoría, el cine de Herzog?
Para empezar, coincidimos en que Herzog es todo un outsider
y la prueba absoluta de que se puede crear sin recursos, viniendo de la
pobreza, obligado a comerse las suelas de sus propios zapatos, vender su reloj
por un desayuno o contrabandear televisores en la frontera mexicana. Hagamos un
breve racconto: Werner Herzog nació en Munich en 1942, es decir, en el ojo de
la tormenta de la Segunda Guerra Mundial, pero se crió en la región montañosa
de Baviera, sin electricidad ni agua potable, sin radio ni televisión. Herzog
realizó su primera llamada telefónica a los 17 años. Hasta los 11, no sabía ni
siquiera que el cine existía. Su formación fue enteramente autodidacta y se
apoyó, como repite una y otra vez en cada entrevista que le hacen, en la
literatura. Aún hoy, Herzog afirma no
ver más de 4 o 5 películas por año. Hay que leer, leer, leer, dice. No se puede
hacer cine sin leer. Y sin viajar, preferentemente a pie. Lo de Herzog es el
anti turismo, el modelo de viaje que se formateó a mediados del siglo XX para que
la clase media recorra el mundo, compre paisajes y estadías en hoteles all
inclusive o hostels de habitaciones compartidas. “El mundo se revela como es
para el que viaja a pie”, repite.
En Del caminar sobre el hielo – menos espectral que
Conquista de lo inútil –Herzog plasma esta teoría. Cuando descubre que la vida
de Lotte Eisner, pionera del nuevo cine alemán, corre serio peligro, decide
caminar de Munich a París como una manera de exorcizar a la muerte. Como suele
suceder en el universo Herzog, por motivos casi místicos, todo sale bien.
Eisner vivirá 9 años más, Herzog tendrá su propio road trip vital y nosotros
leeremos con altas dosis de placer su pequeño libro, editado el año pasado por
la bella editorial Entropía. No es el único, ya que a el se suman Herzog por
Herzog y Manual de supervivencia, entrevistas con Hervé Aubron y Emmanuel
Burdeau, ambos por el sello El cuenco de plata. Las ediciones entonces se
acumulan: existe un mercado, y, al parecer, también un público.
Para pensar esta suerte de fascinación nacional herzogiana
hablo con Ariel Magnus, escritor y traductor de Conquista de lo inútil y Del
caminar sobre el hielo. Autor de novelas como Un chino en bicicleta (Norma,
2007) y Cazaviejas (Interzona, 2014), Magnus, durante su estadía en Alemania,
leyó en su idioma original Conquista de lo inútil, decidió traducirla y buscar
editorial, tarea que, aunque resulte increíble por la calidad del texto,
confiesa que le tomó varios años. Es más, debido a que los derechos eran
demasiado caros para una pequeña editorial como Entropía, Magnus le escribió a
Herzog para que les regalara los derechos de la primera edición.
“Conquista de lo inútil -señala Magnus- es un backstage
literario de Fitzcarraldo, pero que termina sobrepasando a la película, porque
funciona también de backstage anímico e intelectual de su director. Una de las
cosas más sorprendentes del libro es que cuenta los sueños como cuenta las
escenas que vive o filma, con lo que todo queda inmerso en el mismo mundo, la
misma selva de imágenes y sensaciones. Caminar sobre el hielo es también un
protocolo de una conquista inútil, de la prosecución de una superstición en la
que no cree ni quien obedece insensatamente a ella. Herzog nunca es tan bueno,
creo, como cuando es cronista de sí mismo, porque tiene una personalidad tan
rica e ideas tan desaforadas que colma tranquilamente el espacio que en otras
circunstancias requeriría de toda una serie de personajes y situaciones”.
En este “ser cronista de sí mismo” hay un punto interesante.
Herzog se aleja de forma menos programática que sensible de las grandes teorías
del conocimiento que atravesaron el siglo XX: el Marxismo y el Psicoanálisis.
Vivimos en un mundo complejo, donde nuestras dudas se resuelven a un click de
distancia y la imaginación vital y el deseo se ha trasladado a las pantallas de
nuestras computadoras. “No pienso demasiado en mí mismo ni en mi trabajo, ni
siquiera me miro al espejo. Conozco el color de mis ojos únicamente porque lo
dice en mi pasaporte”, explicó en una entrevista en DOC Estudio en 2012, frente
a un estudiante púber que balbuceaba sus preguntas en inglés. Pueden buscarlo
en Youtube, como la gran mayoría de sus films. Aquella vez Herzog agregó: “Yo
no puedo estar con una mujer que se psicoanaliza. Es peligroso pensarse
demasiado a sí mismo. El cuerpo y la mente se vuelven inhabitables”. Después
señaló la habitación en la que se encontraba, y mencionó los claroscuros debajo
de los muebles y las sombras sobre las cortinas. El que quiere oír, que oiga.
¿Pero qué hay de nuestro aguante local? “Herzog y los Toten
Hosen tienen más llegada acá que en Alemania. A ellos mismos les debe
sorprender. Mi impresión es que allá Herzog es como, digamos, acá Subiela. No
por la calidad de sus producciones (¡ni por lejos!), sino en el sentido de
alguien que supo ser exitoso, que marcó una época tal vez, pero ahora está
olvidado. Exagero, seguramente, pero tampoco tanto. Con (Peter) Handke creo que
pasa un poco lo mismo. Quizá con (Win) Wenders también. Hay algo con esa generación
alemana (o alemana-hablante), que pegó mucho en su momento, pero cuyos ecos
sólo siguen reverberando de este lado. A esto se agrega que Herzog estuvo acá,
filmó en Argentina, y su relación con Latinoamérica ayuda quizá a que lo
sintamos más cercano. Como sea, habla bien de nosotros como público, porque es
un grandísimo director y un gran autor también”, opina Magnus.
Así, los proyectos de Herzog llegan como una forma de la
obsesión, y no con un fin utilitario. Se trata de una no carrera, porque no hay
pasos programáticos. El prestigio o el dinero son un fin para hacer más
películas, y no un fin en sí mismo. “Realizo películas para entender el
significado de mi propia vida, por eso no pretendo ganar mucho dinero con esto
que hago”, ha dicho Herzog alguna vez.
Sus películas son inspiradoras porque plasman un mundo
personalísimo pero reconocible. Son también fundacionales. Sus documentales no
son documentales en el sentido estricto del término. Hay diálogos inventados,
escenas enrarecidas y comentarios en off cuasi místicos, todo puesto ahí con el
objetivo de llegar a otro nivel, si es posible, más verdadero. La ficción como
trampolín hacia lo profundo. El cine Herzog trama cartografías alucinadas sobre
la locura, y la frontera entre lo humano y la naturaleza.
Pero hay otra cosa, y tiene que ver con el límite, tanto
estético como cultural. Mientras nuestros escritores intentan encontrar nuevos
nodos para representar la ciudad o narrar el paisaje, Herzog se ubica más allá,
en la frontera entre ambos. Es más, Herzog comienza en esa frontera, pero luego
se excede, como en Grizzly man, la historia del documentalista Thimoty
Treadwell, un hombre que se va a vivir a Alaska con los osos grizzlys. Pero los
osos, una noche, se lo devoran dentro de su carpa, y uno ya no sabe qué terreno
está pisando. O Enemigos íntimos, que narra su relación con Klaus Kinski, aquel
psicópata y adicto al sexo protagonista de Fitzcarraldo. O en el pequeño lapsus
de los pingüinos suicidas, en Encuentros en el fin del mundo, cuando la voz
grave de Herzog sigue el desolado extravío de esos animales, que avanzan hacia
las montañas para morir en soledad. Busquen entonces sus documentales,
entrevistas, largos y masterclass, la gran mayoría disponible en la web.
Herzog, como los pingüinos, los va a llevar a lugares insospechados.
jueves, mayo 26, 2016
Traducciones y París
Por Damián Tabarovsky para Perfil
El otro día me encontré por la calle con uno de esos típicos
escritores argentinos, de esos pendeviejos que se visten con remeras de rock y
fuman cigarrillos negros franceses creyendo que así son interesantes, cuando en
verdad no le interesan a nadie, y menos a mí, que me descolgué mentalmente de
la conversación, mientras él me contaba que lo habían traducido a no sé qué
idioma y que había salido una nota sobre él en no sé qué diario estadounidense.
Y luego recordé que algo malo debe pasar con ese asunto si el mejor escritor
argentino de las últimas décadas –Héctor Libertella– nunca fue traducido a
ningún idioma, y ni siquiera publicado en España. Habla bien de Libertella
semejante olvido (¿se imaginan a Libertella, con alguno de esos virreyes de
grandes grupos o de grandes editoriales ex independientes, de gira por toda
Latinoamérica vendiendo espejitos de colores?).
Los pichiciegos, de Fogwill, fue traducido al inglés con
suerte dispar. De un lado, cayó sobre uno de los mejores traductores –Nick
Caistor, quien también escribió un bello obituario a su muerte en The Guardian–
y también, a priori, sobre una de las mejores editoriales posibles: Serpent’s
Tail, de Londres. Pero su prestigioso editor –cuyo nombre guardo piadosamente
en silencio– entendió, con razón, que “pichiciegos” es intraducible, pero
frente a ese escollo optó por llamar a la novela Malvinas Requiem, arruinándolo
todo en un instante (arruinando su propio plan: supuso que ese título era más
ganchero y vendedor, pero en Inglaterra prácticamente nadie sabe que las
Falkland Islands en castellano se llaman Islas Malvinas, por lo que el título
se volvió aún más incomprensible que si hubiera dejado Los pichiciegos).
Veremos ahora qué le depara la suerte a la novela en Francia, donde acaba de
salir en la editorial Denoël, traducida por Séverine Rosset, con un título que
sí me gusta –Sous terre, “Bajo tierra”– y una tapa que recuerda el viejo juego
de la batalla naval. Volvamos ahora por un momento a Buenos Aires, aunque para
seguir hablando de Francia, volvamos para detenernos en París y el odio,
recientemente editada por Entropía, segunda novela de Matías Alinovi, después
de la excepcional La Reja, publicada en Alfaguara durante la gestión de Julia
Saltzman. París y el odio abre con una frase programática: “La decisión de
incendiar París fue repentina”. Si digo programática, es porque en esa primera
frase se encuentran las tres palabras sobre las que pivota la novela: decisión,
incendiar, París. París y el odio es una novela que decide incendiar París, como
quien decide incendiar los 60 y el mito del argentino exitoso en la Ciudad Luz:
Cortázar, Atahualpa Yupanqui. Y luego, detrás de eso, queda la violencia, la
ruina de lo que ya no es, el pasado acabado, la sorna sobre los lectores de
Libération. Marino viaja a París después de Cortázar, a una París en la que ya
no está Cortázar y a la que Cortázar le ha hecho mucho daño (el daño del lugar
común). Vaciada del mito, de París sólo queda el odio. La impostura hueca, “el
nombre ridículo” (Alinovi mantiene su plan hasta en las últimas palabras).
Novela de historias entrecruzadas, los momentos de ironía se me hicieron menos
interesantes que aquellos en que la prosa intensa, por momentos brutal, domina
el relato. Por suerte, ése es el tono mayoritario del libro
No puede haber otra escritura que la de la desesperación
Entrevista a Alberto Montero para Evaristo Cultural.
Por Lucía Cytryn.
En el sutil pasaje entre la desconfianza absoluta por las
acabadas formas del lenguaje, y la resignación de quien acepta que las palabras
son, finalmente, lo único que tenemos, se sitúa la narración intempestiva de
Los incapaces de Alberto Montero (Buenos Aires, 1954). La impresión es que se
está ante el proceso de escritura sin atenuantes, el momento de la enunciación
perpetuado ad infinitum en un recorrido vertiginoso e irregular que parece
estar siempre por desbarrancar pero que, en una proeza del autor, regresa cada
vez al centro geográfico de su narración: el encierro, la ciudad, el tedio, la
familia.
Y aun en el camino inacabado de su lectura, el narrador T.
Monroe sugiere una posible conclusión: se escribe a pesar de todo. Pero la
escritura no es un lamento, mucho menos la búsqueda de una redención. La
escritura es el acto reflejo de una vida -vale decir: un fracaso- que, una vez
abandonada toda esperanza de felicidad burguesa, se atreve a encontrar aún un
valor atesorable: la literatura. Y, sobre todo, la literatura de Thomas
Bernhard. A la manera de Faulkner y Onetti -otros dos nombres que, junto con
Beckett y Eliot, aparecen de alguna forma u otra en la novela- Montero
construye sus propios escenarios ficticios y reconocibles: las ciudades de Clayburg y Kellner, espacios
que atraviesan y son atravesados por una experiencia, una biografía y una historia
socio-política.
Publicada por la editorial Entropía, esta novela de casi 400
páginas configura una prosa intrincada pero que se deja leer sin trabajo, donde
la narración desde un cuarto aislado y en un sólo día es la proyección total
del desenvolvimiento de una vida que, en definitiva, no está.
¿Cuál fue el punto de partida de esta novela?
Fue un impulso. Situaciones de mucho desagrado, tanto
personales como de mi entorno que me tenían a mal traer, y la sensación de que
había que escribir desde un personaje que me permitiera darle expresión a ese
desagrado y elaborarlo de alguna manera.La novela comienza con el furor y el fracaso en relación a
la construcción de una casa en Claypole. En su momento era un lugar muy
atractivo, pero después todo paulatinamente fue echándose a perder, los vecinos
eran molestos, prepotentes, desagradables, un exceso constante de gritos y
perros y música. Eso me volvía loco.
Entre muchos elementos de Bernard que aparecen en tu novela,
está la idea de la enfermedad mental o la locura como motor de escritura.
Yo creo que es así. No puede haber otra escritura que la de
la desesperación, que esencialmente es elaborativa. La otra escritura, la
escritura del texto, del relato, del acontecimiento, me aburre. La buena o mala
literatura desde mi punto de vista podría definirse respecto a la distancia con
que el autor le da expresión a sus apremios y compromisos y conflictos. A mayor
distancia, mayor aburrimiento. Y ciertamente, al respecto, Thomas Bernhard fue
para mí el mejor y más claro habilitante.
La idea de una literatura como máquina confesional.
Absolutamente, de eso se trata. Venía ya hace muchos años
leyendo Thomas Bernhard, y esa lectura me brindó las mejores condiciones para
escribir Los Incapaces. Lo confesional, lo recursivo, la exageración fueron
para mí las mejores herramientas.
¿Cómo fue el proceso de escritura?
Escribí Los incapaces en dos meses y medio. Después me llevó
ocho meses corregirla. La clave del proceso está en el respeto riguroso a la
asociación. Primero escribir sin corregir, tomar nota de lo asociado, después
conectar lo asociado en un único párrafo, leer en voz alta y escuchar cómo
suena. Las conexiones entre asociaciones siempre me fueron trabajosas pero a
medida que el personaje se iba desesperando más, todo encajaba mejor y más
fácilmente.
¿Escribir sin puntos fue un proyecto?
Empecé a escribir y vi que no había necesidad de puntos, que
el punto era una interferencia. Terminaba de escribir algo y después retomaba
la asociación que había tenido al comienzo, y
todo el trabajo era a ver cómo encajar eso en el discurso.
Otra cosa que aparece en Los incapaces, como en Bernhard, es
la permanente desconfianza en el nombrar.
Eso es muy interesante, En Corrección (Thomas Bernhard)
sobre todo hay un gran trabajo sobre y acerca de la palabra. Y por eso también
la recursividad, en el sentido de tratar de agotar eso que es en verdad
inagotable. Más allá de todo sólo tenemos la palabra, que por supuesto no es
suficiente, nunca alcanza, pero es lo único que hay y lo único con lo que se
cuenta. A mí me pasa que siento que algunas palabras están
totalmente desgastadas, y entonces no las puedo usar. Por ejemplo los nombres.
Me preguntan por qué escribo los nombres en inglés. Y es porque el nombre en
castellano no me gusta como suena, creo que hay muchas palabras que se han
vuelto inutilizables. Yo no podría poner la palabra “estilo”, por eso lo de
“maneras”. Tampoco utilizo la palabra “psicoanálisis” en ningún momento, sí
“análisis” que es un poco más amplia y para mí soportable.
¿Cómo es tu relación con la literatura argentina?
Pésima. Con la literatura latinoamericana en general. He tenido mi momento de fascinación y
regocijo con los escritores del boom latinoamericano, pero después se me fue
perdiendo. Sí me parece fascinante, por ejemplo, la serie de Santa María de
Onetti. Saer también me gusta mucho. Y he tenido mis acercamientos a Borges y a
Cortázar. Pero el uso del discurso me aplasta, cierta cosa alambicada
que yo leo en nuestra literatura. Y también una cierta graciosidad y comicidad
que me amedrenta un poco. A mí me atrae lo expulsivo del discurso.
La maquinaria analítica de desintregración le llama el
narrador a sus escritos.
Yo lo viví así. En Los incapaces las cosas van cobrando
densidad y también la locura del narrador va cobrando densidad. Cada vez está
más desesperado, hasta la escena final que funciona como un encuentro con el
punto.Y yo creo que la clave siempre es desde dónde se escribe, no
tanto acerca de qué.
La construcción de la casa-Mausoleo junto con la
construcción narrativa configuran una idea de sepulcro, como un sepulcro de
palabras.
Sí, y de ilusiones, expectativas. Él sabe que eso es un
fracaso y no puede parar, como se sabe que una novela es un fracaso y que uno
no puede parar de escribirla. Pero si no escribís, explotas. Y es cierto que
construí esa casa. La foto de la tapa de Los incapaces es mi casa en el momento
de la construcción.
¿Los incapaces es la autobiografía de Montero como T.
Monroe?
Sí, sin duda. Las cosas no pasaron así, pero esencialmente
son así. Y si es elaborativo, qué otra cosa va a elaborarse sino lo que te pasó
en la vida y lo que hiciste para digerirlo, tus idas y tus vueltas.Y eso mismo
forma parte del fracaso y de la desilusión: de pensar un Clayburg bucólico,
suburbano y campestre, y el reencuentro de un lugar en su familia que nunca
tuvo, a un poblado sórdido, en donde la matriz social está destruida, que a la
vez funciona como un paralelo respecto a esa misma familia.
¿Cuáles son tus proyectos literarios para el futuro?
Quiero retomar Autobiografía como Bernard Meimoun (novela
que aparece citada por el narrador en Los incapaces). Yo tuve una infancia
complicada, efectivamente por el vínculo con mi papá, y mi refugio era agarrar
un libro e irme a un gallinero, arriba de un tronco, donde me sentaba a leer.
Mi primera lectura fue Horacio Quiroga, que hablando de literatura argentina y
latinoamericana, siempre me fascinó y me sigue fascinando. “Las moscas” es un
cuento que a mí me cambió la vida. Y luego me encontré con que muchas cosas de
la trágica vida de Quiroga se emparentaban con la vida de mi abuelo materno, a
quien no conocí pero de quien siempre se contaban historias en mi familia. Él
se llamaba Bernardo, entonces Bernard Meimoun es una especie de abuelo
quiroguiano. Pero el proyecto más inmediato es una especie de
continuación de Los incapaces. Aquí el personaje, ya publicado, se mete con el
mercado editorial y con la literatura americana en particular, y veremos cómo
va a arreglárselas para convertir un éxito literario en un fracaso literario, y
en un nuevo fracaso.
Hay algo muy de la cultura argentina en esa necesidad y en
esa búsqueda del fracaso.
Totalmente. No es el regodeo en la tragedia, es la necesidad
en el fondo que tiene el narrador de hacer algo con su fracasar constante.
Porque si no, qué tiene para decir. Incluso muchas cosas se traslucen como si
las hubiera vivido pero en verdad no las vivió, o estuvieron destinadas a otro.
O por lo menos no las vivió con pasión, las vivió como destinación, como
necesidad de reconocimiento, de aceptación, de amor. Y yo creo que como
sociedad estamos atravesados en efecto por una necesidad de reconocimiento que
en términos generales siempre está en detrimento del vivir. La búsqueda de
pertenecer hoy se ha vuelto una búsqueda desesperada, y una búsqueda ciega
contra la vida, contra el placer y las aspiraciones y los deseos. Creo que para
eso está la literatura. Para dar cierto margen, y denunciar. Hay mucha
exageración en mi novela, pero efectivamente yo vivo en Claypole, tomo el tren,
y escucho a muchísimos hombres y mujeres decir expresiones como “negro de
mierda”. Y no estoy en Recoleta, estoy en la estación Claypole del ferrocarril
Roca. Todavía no me acostumbro.Y también hay una sensación de culpa por el tipo de país que
hemos construido, y por la resistencia a aceptar que hemos perdido una guerra,
pero no una guerra en lo militar sino una guerra en lo cultural, nos vencieron,
cada día estamos más descerebrados. Yo creo que haber llegado a donde estamos
hoy es haber efectivamente perdido una guerra.
jueves, mayo 19, 2016
Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec
Por Leonardo Sabbatella para Revista Vísperas
Se sabe que Sergio Chejfec es de los que cuando escribe
prefiere (y provoca) atajos, pasadizos que conectan pensamientos y hechos
aislados, lejanos. Aunque paradójicamente no se trata de atajos que acorten las
distancias sino que, por el contrario, su escritura se bifurca en una serie de
desvíos inciertos y morosos, de una lentitud magnética, que amplifica las
asociaciones; una literatura que procede por contigüidades y ecos. En su último
libro, Chejfec vacila, casi como si se tratara de una meditación teórica, sobre
las relaciones de la literatura con sus instrumentos de registro, con las
formas de lectura de un texto y sobrevuela las fronteras entre el carácter
verbal y plástico de la letra, ya sea manual o tipográfica.
¿De qué índole son las noticias que trae Chejfec?
Desfasadas, inactuales, tardías, imprescindibles. Apuntes y hallazgos (notas
antes que noticias) que llegan a destiempo o son ubicadas en otra secuencia
temporal para que lo sean. Como si del hecho de asociar dos ideas o imágenes,
sin importar de cuándo daten, surgiera una noticia sobre la escritura (algo de
lo que Godard ya se había dado cuenta y que también retoma Didi-Huberman).
Chejfec excava en recuerdos personales para ponerlos en relación con libros y
obras plásticas. Trae, por ejemplo, las transcripciones de Franz Kafka que
hacía años atrás y las contrasta con los artistas que trabajan sobre modos de
copiados, impresiones superpuestas o imitaciones de caligrafías. Sobre la
transcripción Chejfec pareciera decirnos, al menos, dos cosas: que es una forma
de darle a la escritura cierto carácter interpretativo –como si un pianista repasara la partitura de otro–
pero también que la simulación es parte del acto de escribir, ser escritor
también es simular serlo.
Una de las preguntas nodales del ensayo de Chejfec es sobre
cómo los distintos dispositivos afectan a la escritura. Ya Nietzsche decía que
el paso a la máquina de escribir había acortado sus frases y las había hecho
más directas. Pareciera haber ciertas parábolas que solo son posibles a mano,
como también podría afirmarse que ciertas frases certeras no hubieran existido
sin un ordenador. Aunque Chejfec no está del todo seguro (y ahí radica una de
sus virtudes: la incertidumbre, el suspenso) que esto sea así. Una vieja idea
de Karl Marx dice que las máquinas no producen valor sino que transfieren el
valor que produce un hombre. Quizás pueda encontrarse cierto paralelismo de lo
que se plantea en el ensayo: una máquina de escribir, una computadora o una
pluma no hacen la escritura sino que transfieren y abren camino a la escritura.
Como en la frase de Marx, una máquina sola no produce nada si no hay alguien
que la ponga a funcionar. La pregunta, entonces, que atraviesa el libro es
menos por los instrumentos que por lo que se hace con ellos, por sus
restricciones y habilidades, por sus usos y apropiaciones.
Últimas noticias de la escritura no es el primer
acercamiento de Chejfec al ensayo. Pero no solo porque una década atrás
publicaba El punto vacilante, una serie de textos críticos que iban desde la
exploración de la literatura argentina hasta la pregunta por los libros con
imágenes, sino porque la escritura de Chejfec es de carácter ensayístico desde
su primer trabajo, la novela Lenta biografía. En toda su obra (más de quince
libros donde se destacan Los planteas y Mis dos mundos, para decir solo un
par), Chejfec cultiva el pensamiento y la reflexión como una caja de
resonancias que produce escenas ficcionales. Procedimiento con el que expande
las fronteras entre distintos registros y genera el otro rasgo de estilo de su
literatura, cierta atipicidad de géneros que se da por momentos en sus libros.
Por eso no podría culparse a un lector que leyera Últimas noticias de la
escritura como un movimiento más de su novelística. Tal y como observó Enrique
Vila-Matas, «Chejfec es alguien inteligente a quien no le cuadra bien la
palabra novelista, porque él más bien crea artefactos, narraciones, libros,
pensamiento narrados antes que novelas».
La de Chejfec es una escritura en la que no pareciera que lo
más importante sea lo que tiene para decir sino la exploración de ideas, las
asociaciones inesperadas, las inflexiones y los rodeos. Quizás porque pertenece
al linaje de los escritores caminantes, que van desde Robert Walser hasta Juan
José Saer, pasando por Sebald y Peter Handke, sea que Chejfec practica un
ejercicio de acercamiento, una serie de aproximaciones posibles a su objeto de
estudio; discontinuidades de un caminante que piensa puertas adentro de su
cabeza. Se trata de una escritura que no es traccionada por el imperativo de
arribar a conclusiones cerradas sino por el mero ensayo y la prueba de
prototipos, como si se tratara de una sala de experimentos a escala
caligráfica.
La pregunta por la materialidad de una escritura, su forma de registro, de dejarla materialmente o inmaterialmente asentada, pero también sobre cómo y de qué está hecha (cuestión quizás inseparable de la pregunta por los materiales de una poética), llevan a Sergio Chejfec, a lo largo de esta especie de documento privado sobre la escritura, a poner en crisis el uso instrumental del lenguaje, las nociones simplistas sobre la representación y, aunque no de forma asertiva (no podría ser de un modo distinto en él), postula para la literatura otros desplazamientos posibles.
lunes, mayo 16, 2016
Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec
Por Josefina Sartora para Le Monde Diplomatique
(publicado en su blog Claroscuros)
¿Qué ha sucedido con la escritura, con el acto material de
escribir, después de los cambios tecnológicos y la irrupción de la cultura
digital? ¿Modifica el medio empleado el acto de la escritura? Uno de los más
lúcidos, originales y brillantes escritores argentinos desarrolla una serie de
reflexiones absolutamente personales, a veces sorprendentes, sobre este tema
que lo inquieta como escritor. Libretas de notas, manuscritos, escritos a
máquina o computadora, reciben un análisis conceptual y sugieren ideas sobre la
materialidad de la escritura, su plasticidad en las marcas sobre el papel en
cada uno de los casos. Las diferencias entre estatutos de original y copia no
podían faltar. ¿La escritura digital carece por su inmaterialidad del aura que
tiene un manuscrito original?
Las notas de Chejfec circulan entre la narrativa y el
ensayo, con su habitual maestría en el manejo verbal. Y no sólo estudia el
resultado de la escritura sino también los efectos materiales que produce la
lectura: subrayados, notas en los márgenes de los libros intervienen la
escritura previa, transformado la obra. La cercanía de la escritura con la
pintura no sólo se produce en el papel sino en las prácticas performáticas, que
tanto tienen en común con las artes plásticas.
La larga lista de autores y sus marcas va desde Kafka y Borges, el mismo
Torres García, hasta artistas conceptuales como Favio Kacero y Tim Youd.
Quiroga, de Alejandro García Schnetzer
Por Pablo Díaz Marenghi para Artezeta
Con una prosa formal y poética, el autor argentino construye
en su tercera nouvelle una historia de contrabandistas, burreros, malandras y
frustraciones literarias. Al mismo tiempo, invita al lector a navegar por el
Río de la Plata de principios del siglo XX.
Como sostiene María Negroni en su contratapa, Quiroga es un
libro “rarísimo”. Editado por Entropía, la novela breve -84 páginas- toma como
protagonista a un joven bibliotecario, escritor a medio camino, que a partir de
un viaje en barco termina coqueteando con el contrabandismo a fines de la
década del 30. Esta tercera novela de García Schnetzer se enmarca en una
especie de trilogía de los apellidos, por los títulos de sus publicaciones
anteriores (Requena, 2008 y Andrade, 2012). El autor, que también es editor y
traductor y está radicado en Barcelona, construye un clima de época a partir de
expresiones del lunfardo, un lenguaje por momentos barroco pero con un alto
grado de belleza estética y diversos personajes pesados. Tipos que no dudarían
en resolver una disputa a navajazos, que disfrutan de la timba, los burros y el
tango. Un aura rioplatense abriga la trama. Guiños hacia las cosmovisiones de
Juan Carlos Onetti o Felisberto Hérnandez le dan a este relato una solidez que
invita a dejarse llevar por la travesía.
El protagonista es un joven de 25 años que se siente más
escritor que bibliotecario. Esto provoca su cese en su lugar de trabajo y el
disparador para emprender una aventura por el río que lo marcará para siempre.
No es casual que la acción ocurra en 1937. Es el año en que Jorge Luis Borges
empezó a trabajar en la Biblioteca Miguel Cané. García Schnetzer confiesa, en
una entrevista al diario Página 12: “Me puse a pensar qué habría sido de la
vida de ese muchacho al que echaron para que Borges pudiera entrar. Esta es una
anécdota irreal, pero posible. Ese muchacho es Juan Quiroga, pero eso no
sucedió; es como el poema de Borges ‘El Golem’: ‘el gato no está en Scholem pero,
a través del tiempo, lo adivino’ –parafrasea–”. Con muchas más frustraciones
que certezas, Quiroga se sube al barco con libros y bocetos de poemas que
maldice de forma constante.
El viejo Maure, mafioso y perspicaz, es el personaje que
guía a Quiroga y lo hace olvidar, por un rato, sus impulsos por ser escritor.
Lo introduce en el oscuro mundo del contrabandismo. Otros sujetos peculiares se
van interponiendo en su camino e incluso dejan entrever opiniones del propio
autor. Incluso, hasta de la misma literatura: “La mayoría de los hombres de
letras obedece a alguna de las cinco variantes identificadas por Metchnikoff, y
que son, atienda: el que recopila las cosas más intrascendentes, el que vuelve
a decir lo que se ha dicho cien veces, el que investiga lo inútil, el que
compone frivolidades y el hombre rudo… Todos incapaces de percibir el daño que
se causan y el provecho irrisorio que el público obtiene de sus trabajos”.
A Quiroga le duele la realidad. El narrador, en tercera
persona, omnisciente, reconstruye los mosaicos hechos añicos de su neurosis:
“Quiroga mira la multitud deambular. En su visión perimetral ve a los chicos,
los ancianos, los matrimonios, los viudos y se ubica mentalmente en una línea
que va de la infancia a la agonía. Al obligarse a pensar en su propia
condición, cae en la metáfora devaluada del tiempo que vino y que se nos va, la
imagen inmemorial del río y de Heráclito. Quizá sea eso –piensa–, un irse
limando, gastando como piedra en la corriente. Más allá de la nave todo es páramo,
huye el viendo de la soledad”. El nihilismo y la angustia atraviesan las
elucubraciones del joven bibliotecario mientras aprieta con fuerza su cuaderno
de notas mirando la inmensidad del Río de la Plata.
Un punto fuerte de la nouvelle de García Schnetzer es el
lugar de ser reflexivo que le otorga al protagonista. Sin recursos forzados y
con simpleza, construye un personaje que reflexiona de manera constante sobre
su propia existencia, sus proyecciones y sus miedos. Es digno el trabajo con
los diálogos –algo que abunda en su escritura– que son utilizados como
herramientas para construir el clima. Esto permite que, por momentos, Quiroga
escupa, con su propia voz, sus pesadillas más profundas: “Mi enfermedad (…)
irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un hombre
fatigado, concluido; durante veinte años mi vida ha sido una disipación vana de
facultades y de oro;he apurado las sensaciones, y heme aquí sin energías, sin
ideales a qué consagrarme, y eso en caso de que rebuscando por los pliegues de
mi cerebro pudiera encontrar algo de valía; creo definitivamente haber agotado
mi provisión de fluido nervioso”. Esta angustia se vuelve cada vez más densa y repetitiva hasta
convertirse en una suerte de piedra de Sísifo. El joven empuja sus pesares en
una secuencia perversa que parece no tener fin.
García Schnetzer forja un personaje que vive entre dos
mundos: el aparentemente real, que aborda con sus sentidos, y el mundo propio
de las notas de su cuaderno, que desprecia. Camina por senderos que se bifurcan
en múltiples sentidos. A veces uno cobra preponderancia por encima de otro y el
lector quizás confunda ciertos hechos con escenas que rozan lo fantasmal. Esa
categoría psicoanalítica que representa el deseo inconsciente que fascina y asfixia
al ser humano. Sufrimiento y goce a la vez. “Llegaba a reconocer como propios
los recuerdos (…) pero siendo como un otro del otro irrecuperable”. Quiroga
experimenta su yo como un otro, inabarcable. La historia puede impactar a todo
joven que sueñe con triunfar en la literatura o también a toda persona que haya
sentido frustraciones en torno a las metas que persigue. Sísifos modernos que
hacen rodar la misma piedra una y otra y otra vez.
martes, mayo 10, 2016
La tabla de salvación del náufrago
Por Osvaldo Aguirre para Perfil Cultura
Borges dijo que si bien en su cuento La muerte y la brújula
puso nombres extranjeros a los personajes y a los lugares, la historia transcurría
en una ciudad como Buenos Aires, deformada por los espejos de una pesadilla y
que por ejemplo pensó en el Paseo de Julio y escribió Rue de Tolon.
Algo parecido podría referirse a Los incapaces, donde Alberto Montero presenta a un psicoanalista y
escritor que vivió en una ciudad llamada Kellner y habita un caserón en los suburbios de
Clayburg, que él mismo construyó. El mundo en que se mueve el protagonista de
la novela parece mucho más próximo a la luz de sus referencias sobre algunas cuestiones
que lo obsesionan en relación con la política, el funcionamiento del
capitalismo, el “campo analítico” y sobre todo, la escritura. Y el nombre del
personaje, T. Monroe, es un anagrama transparente del autor. Los incapaces
relata en principio el intento del protagonista de escribir la novela homónima,
algo en lo que fracasó varias veces y que ahora pretende llevar a un cierre. T.
Monroe se debate entre dos fuerzas antagónicas: la imposibilidad de dejar de
escribir y al mismo tiempo la imposibilidad de escribir, en el sentido de
alcanzar lo que persigue a través de la literatura, una especie de redención
que lo rehabilite como autor, y en particular, conjure los efectos de otra
novela, la novela familiar en la que se debate frente a un padre que lo
desconoció y pervirtió y un hermano en quien reconoce a su principal enemigo.
La forma extraña que adopta la historia –una frase sin puntos: ni seguidos, ni
aparte, ni finales – es el registro de
esa tensión, esa ambigüedad insalvable de la literatura, la tabla de salvación
del náufrago y simultáneamente el mismo naufragio.
El discurso del protagonista tiene marcas estilísticas pronunciadas:
las cursivas como modo de subrayas expresiones, la partición reiterada de la
palabra “realizar” y la permanente autocorrección para resaltar que está en el
acto mismo de escribir. Su procedimiento es el encadenamiento de asociaciones,
ya que se trata de escribir “sin prisa pero sin pausa”: no tanto por motivos
estrictamente literarios –aunque sueña con hacer una gran obra– como por las
expectativas que deposita en la escritura, una posibilidad de fuga para el
laberinto de soledad y locura en que lo sumieron el padre y su familia de
origen. El modelo está explicitado: es Thomas Bernard, y específicamente lo que
Monroe llama “maneras bernhardianas de hacerme a la palabra escrita”.
Esas maneras suponen básicamente la reiteración de un
conjunto de obsesiones: el aislamiento doble del personaje, en una casa extravagante
y en un suburbio hostil, el lugar menos propicio para la literatura; la falta
de reconocimiento y reciprocidad amorosa del padre, un resorte que proyecta
también a sus reflexiones sobre la política, las invectivas contra el estado,
el “populismo descerebrante” y el
autoritarismo, el miedo a que Los incapaces repita el fracaso de intentos anteriores,
novelas que quedaron inconclusas y estancadas. Pero las imposibilidades que
desvelan a Monroe no tienen que ver con el oficio de narrar sino con un
desquiciado entorno familiar y social, dispuesto literalmente para borrarlo del
mapa. Escribir es para él confesar, no en el sentido de exponer una serie de
hechos más o menos secretos sino lo contrario, “partir desde lo más radical y
hondamente ignorado, desde lo que insiste en y desde su ignorancia (…) desde lo
más íntimo hacia lo más íntimo.”
El mandato revulsivo del personaje –y parte de lo que carga de intensidad a su escritura– es a la vez poner en duda y trastocar todo lo que resulte propio, volver extraño lo familiar. Los incapaces no tiene final ya que el autor-protagonista desaparece de escena y la abandona, con sus preguntas abiertas, al lector. La primera novela de Alberto Montero (Temperley, 1954) es una apuesta desmesurada, extraordinaria, de las que muy de vez en cuando se dan a publicar.
lunes, mayo 09, 2016
La gran Cozarinsky
Por Daniel Link para Perfil.com
Llamamos “la gran Cozarinsky” a una pirueta mundana que nos
enseñó el gran maestre Edgardo Cozarinsky: desaparecer de pronto y sin avisar a
nadie de una fiesta o una reunión. La última vez que la ejecutó fue en su
propio cumpleaños. De pronto los invitados quedamos mirándonos a los ojos sin
saber qué otra cosa nos unía más que el homenajeado ausente (por cierto, la
condición de posibilidad de esta pirueta extrema es no festejar ni libros ni
años en la propia casa).
Si me detengo en el comentario admirativo de este
comportamiento es porque sospecho que es la condición de posibilidad de la
extraordinaria productividad de Cozarinsky: al mismo tiempo que la novela Dark
(Tusquets), nos regaló Niño enterrado, una colección de escrituras perdidas que
no podría ser más “cozarinskiana” (Entropía).
Dark comienza con un ataque de pánico y la “solapada censura
a la que ha cedido su vida cotidiana”. Cumpliendo con una promesa que a nadie
más que a él puede importarle tanto, la escritura de ese incipit es de una
fastuosidad desconocida, de una soltura sintáctica envidiable y un atrevimiento
juvenil que nos llena de algarabía: si Edgardo puede entregarse a una prosa tan
deslumbrante, ¿por qué no nosotros, por qué no? (no me refiero a la
inconmensurable diferencia de talentos que favorece a Cozarinsky, porque eso ya
es sabido, sino al carácter aventurero de dejarse llevar por el ritmo
enloquecido de un corazón en pánico).
Lo que viene después es una historia anclada en la nostalgia
de algo que tal vez nunca existió: un fumadero de opio en la Isla Maciel. La
persecución de esa pista lleva al protagonista de Dark (que, justo es decirlo,
no es tan “dark” como el autor ha anunciado), un adolescente en la década del
50, a relacionarse con un oscuro personaje que lo dobla en edad, lo triplica en
experiencias bajomundanas y lo pasea por una Buenos Aires combustionada ya por
una amor que aprende a balbucear su nombre en el contexto de una ideología
todavía homófoba y misógina, un amor que tiñe toda la historia y arrastra a los
personajes hacia un límite que no quieren o no pueden franquear y que sólo
alcanza a expresarse en un grito único y liminar (“¡Te quiero, pendejo!”)
pronunciado después de la catástrofe que el narrador recuerda entre “añicos y
residuos del pasado”, “en una de sus últimas noches de vida” (pero esta última
declaración tal vez sea sólo el efecto del ataque de pánico de las primeras
páginas). Dark hace de la inminencia su lógica temporal, y se la lee de acuerdo
con ese régimen entre apocalíptico y mesiánico: lo que vendrá (y que nunca
llega).
Niño enterrado es una colección de fragmentos narrados en
tercera persona: la mayoría de ellos son estampas de memoria sin incurrir en el
tono sombrío del memorialismo, otros son pequeños ensayos sobre películas o
libros. Cada tanto, los fragmentos están interrumpidos por citas sembradas como
pistas de un método singular e inalcanzable. “Yo soy un novelista que vive de
escarbar la basura” de Germán Marín o “la literatura nacional tiene la forma de
un complot” de Ricardo Piglia no alcanzan a entregar una imagen clara del
método cozarinskiano, que debe tal vez más a la figura de los niños perdidos
(“El odia al niño que fue” es la frase inaugural del libro) o a la de la
máquina que inventa recuerdos que no tiene (Blade Runner).
A horcajadas entre el testimonio, el ensayo y la ficción,
Niño enterrado nos devuelve el mejor Cozarinsky, el que está en todas partes y
en ninguna.
¿Cómo lo hace? Tal vez su enseñanza en el registro mundano
pueda trasladarse también al registro de los signos: ni rechazar un círculo ni
habitarlo para siempre, sino con la intermitencia propia de las estrellas
fugaces. Estar yéndose parece ser el truco de Cozarinsky: a otra ciudad, a otro
soporte (el cine), a otra fiesta, a otra biblioteca y a otros recovecos de la
memoria.
Es la mejor manera de estar siempre en un umbral, y en ese
umbral de transformación y de fuga encuentra Cozarinsky su potencia y su
capacidad para transformar su tiempo perdido (escribo estas palabras con toda
su energía proustiana) en la mejor literatura.
viernes, mayo 06, 2016
El pasado permite novelar con mayor libertad
Entrevista a Edgardo Cozarinsky en Ciudad Equis, La Voz del Interior.
Por Gustavo Pablós
El narrador y cineasta Edgardo Cozarinsky continúa ampliando
y enriqueciendo su horizonte literario. Ahora acaba de publicar dos libros: la
novela Dark, sobre un escritor que vuelve sobre su adolescencia en la década de
1950, y el volumen de ensayos y relatos breves Niño enterrado.
Edgardo Cozarinsky continúa sorprendiendo a su lectores y
seguidores, en parte por su capacidad para girar en una nueva dirección pero
sin abandonar sus motivos y núcleos recurrentes. Ahora lo hace con dos nuevos
libros que quizás no tengan demasiado en común, más allá de la fecha de publicación:
la novela Dark (Tusquets) y los ensayos y relatos breves agrupados en Niño
enterrado (Entropía), donde es posible encontrar algunos ecos de su ya lejano
primer volumen de ficción: Vudú urbano.
En Dark, un escritor vuelve sobre su adolescencia en la
década de 1950, se detiene en una experiencia extraña y que en su momento le
inyectó algo de suspenso a su vida convencional, la de un hijo de familia de
clase media del barrio de Colegiales y estudiante del Nacional Buenos Aires.
Una noche, en un café concert, conoce a Andrés, un hombre mayor, y así comienza
una amistad marcada por la vocación de su nuevo amigo de guiarlo por un mundo
aún desconocido.
Para Víctor se trata de una oportunidad para poner el cuerpo
y vivir esas experiencias que hasta el momento solo ha encontrado en los
libros: sumergirse en la noche es entrar en la dimensión de la aventura –el
pasaje de un mundo diurno, transparente y previsible a otro nocturno, sombrío y
peligroso–, y quizás volver con materiales que le permitirán escribir ficción.
Andrés no es demasiado preciso acerca de su pasado y de su vida, y recién con
el paso del tiempo, y por el encuentro con otros personajes, Víctor podrá armar
con algunos retazos un cuadro aproximado de la identidad y la historia de su
amigo.
“¿Hasta dónde conozco a mis personajes? En la medida en que
los entiendo diré: Víctor quiere ser escritor y al mismo tiempo aventurarse en
la llamada ‘mala vida’ –reflexiona Cozarinsky sobre los motivos que mueven a
ambos personajes–. ¿Hasta que punto uno justifica lo otro, o es una mera
excusa? Andrés vive una sexualidad reprimida y esa represión se expresa por la
violencia ante quienes se atreven a asumirla. Supongo que ante Víctor se quiere
padre o mentor para distanciar su propio deseo”.
–¿Hay en Víctor o en Andrés algo de vos mismo?
–Me fastidia la pulsión por encontrar elementos
autobiográficos en la ficción, en reconocer personajes “reales” bajo los
ficticios. Me parece que abarata la lectura, la convierte en chisme. Como la
imaginación del escritor se alimenta de lo vivido, que incluye lo leído, lo
deseado, lo temido, es inevitable que incorpore algo de su experiencia, pero
nunca lo hace literalmente, como un reflejo. Flaubert dijo, memorablemente, en
el juicio por inmoralidad contra su novela: “Madame Bovary soy yo”. Yo,
modestamente, si me fuerzan, lo imitaría con los personajes de la mía.
–Gran parte de tus ficciones están situadas o vuelven al
pasado. ¿Es una distancia que necesitás para poder narrar o tratar algo como
materia de ficción?
–El pasado permite novelar con una libertad que el presente,
por lo menos a mí, no me la permite. El hoy y aquí se me agota en el
periodismo. Además, me gusta el pasado como material porque nunca se podrá
saber con exactitud los motivos de quienes en él actuaron.
Reelaborar la experiencia
En los textos de Niño enterrado la escritura surge de lo
leído y de la experiencia, y se sitúa a mitad de camino de la crónica y el
ensayo, de la ficción y la autoficción. A partir de lo recordado o de citas que
funcionan como marco y también como disparador, el narrador vuelve sobre
algunas experiencias vividas, pero con el matiz y el toque singular que
permiten la distancia y la escritura.
“Este libro, como en su época Vudú urbano, se fue formando
solo, conversación entre lo leído y lo pensado, entre recuerdo propio y
observación de la sociedad en que me toca vivir –comenta Cozarinsky–. Propósito
previo no hubo, solo en el trabajo sobre los textos fue surgiendo una
coherencia, flexible, provisoria”.
Y también advierte que “nada está en crudo”, sino que todo
“ha sido reelaborado”. “Lo que puedo decir es que si recuerdo algo y me tienta
recrearlo es porque alguna importancia habrá tenido para mí”, confiesa.
Desfilan así relatos sobre su padre, un hijo de gauchos
judíos que desde su Entre Ríos natal decidió sumarse a la Marina de guerra
(“quién sabe si con alivio o entusiasmado con la promesa de ver mundo, algo de
ese mundo que le habían prometido las pocas novelas que encontró entre sus
libros”); sobre la ceremonia de esparcir las cenizas de su madre en dos lugares
distintos; el contraste entre la Buenos Aires de la década de 1950 y la actual;
además de reflexiones en torno a episodios vividos en Montevideo y en ciudades
europeas: Londres, Dresde, Copenhague, Cannes, París, Berlín, San Petersburgo.
Un aspecto que llama la atención en estos relatos es el uso
de la tercera persona, al que el autor califica como un “gesto de
distanciación”. “Permite leer con cierta objetividad lo que podía parecer
demasiado personal”, concluye.
“Ser un buen caminante te hace mejor escritor, mejor observador”
Entrevista a Sergio Chejfec. Por Daniela Sánchez Russo para Revista Arcadia (Colombia)
Osado y atípico en su literatura, Sergio Chejfec es un autor
que curiosamente no pronunció palabra hasta que cumplió cinco años. Sus
primeros recuerdos –afirma– son imágenes mudas: sus hermanos mayores burlándose
de él (el niño raro) mientras comían en la mesa; su abuela judía intentando
comunicarse a través de gestos con las manos… Escenas silenciosas que
terminaron por ser decisivas, pues al parecer fue su silencio el que lo
convirtió en un observador de detalles que se reflejan en su escritura y en su
narrativa inusual.
Además de su encrucijada para hablar, Chejfec también fue un
escritor tardío. La primera vez que intentó escribir un relato tenía 30 años,
pero plena consciencia de las temáticas que le interesaba explorar: la
identidad como un lugar voluble; el relato que no está obsesionado con la
trama, con la idea de un inicio, un desarrollo y un final; y la ciudad como un
espacio que se ha venido homogenizando con el pasar de los siglos. Estas
temáticas convergen con sus narradores, cohabitan con ellos, y así es común que
sus protagonistas sean caminantes sin rumbo de las ciudades, errantes lúcidos,
reflexivos, hiperconscientes.
Por ejemplo, el narrador de la novela Mis dos mundos
(Alfaguara, 2008) camina por una ciudad del sur de Brasil hasta cansarse de sus
propios pensamientos:
“El vagabundeo se me ha convertido en una de esas adicciones
pasibles de ser tanto la ruina como la salvación. Contraje la costumbre en la
infancia, cuando por las secuelas de una enfermedad dejé de caminar. Me
sentaban en el umbral para ver pasar la gente y los autos. (…) Al cabo de un
año, un nuevo dictamen autorizó a que me pusiera de pie, y para mí fue
recuperar una disposición física gracias a la palabra, como si un dios me
delegara parte de su libertad”.
También camina el narrador de Los Planetas (Alfaguara, 1999)
por la periferia de Buenos Aires, cavilando, perdiéndose en su propio relato.
Un relato que tiene como origen el recuerdo de un amigo secuestrado durante la
dictadura militar argentina, y que en ningún momento se propone la linealidad.
Este quiebre con la cronología también tiene incidencia sobre la sintaxis del
texto, que, en algunos momentos, tiende a complejizarse. Como llega a suceder
en recursos literarios como el flujo de consciencia, Chejfec rompe las reglas
de la misma, dificultándole la tarea a un lector que queda a merced de la
consciencia única del narrador.
En este primer punto hay que detenerse, para poder tener un
entendimiento de este autor que es prolífico –tiene más de diez libros entre
novelas, relatos, ensayos y poesía–, pero desconocido en Colombia por la
industria editorial.
¿Por qué jugar con
algo tan establecido como las reglas de la sintaxis?
La sintaxis es el nivel más superficial de la escritura.
Disfruto hacer frases donde el narrador se pierde, donde hay que retomar el
sujeto, porque siento que allí es donde la escritura encuentra su límite
material y se abre pie para la experimentación. Mi momento de máximo placer en
la escritura se da cuando siento que un texto adquiere un tono único, y que
sobre ese tono puedo escribir cualquier cosa, porque el ritmo igualmente se
mantendría.
En sus libros los
narradores parecen vivir por sus reflexiones, haciendo que se dificulte el
avance de la trama. ¿Por qué esta resistencia a la construcción tradicional
de una historia?
Desde siempre me sentí más comprometido con la literatura
que no plantea una linealidad, que no es espejo de la realidad. La literatura
entendida como un esquema que tiene que tener ciertos pasos y obedecer ciertos
crescendos para revelar una verdad y ser conclusiva me parece formularia y
técnica. Me gusta leer y tratar de escribir una literatura que trate de hurgar
en los bordes, en las intermitencias, que proponga no un tiempo cronológico
sino uno psicológico, perceptivo, dictado por la memoria. Aquí podemos ubicar a
autores como Kafka o Tristam Shandi.
Siendo un escritor
argentino, ¿qué connacionales ha tenido de referentes?
Sin duda, Juan José Saer. Es un caso particular porque en
sus libros efectivamente se tienen ejemplos de cómo una narración puede avanzar
no en términos de intrigas y argumentos sino en torno a tópicos reiterativos, a
recurrencias que no son sino obsesiones del narrador, y que ayudan a establecer
una memoria de la lectura.
¿Alguna vez tuvo
miedo de que sus relatos, por ser poco convencionales, no fueran a ser
publicados?
No tuve miedo, pero sí problemas para publicar. Mi primera
novela, Lenta biografía, duró siete años en ser publicada, tiempo en el que
estuve sometido a esperas y humillaciones. Pero yo decidí seguir escribiendo,
sin cambiar mi escritura. Siempre concebí que la literatura propia tiene que
tener un punto de resistencia que implique dificultades para ser leída y para
que circule.
Sus personajes no
parecen estar definidos, o al menos no a través de los retratos psicológicos,
comunes en las novelas naturalistas o realistas. De hecho, la identidad fija es
un estado del que ellos huyen. Por ejemplo, en Modo linterna hay un personaje
que es invisible aunque imprescindible para el relato, mientras el narrador de
Los Planetas admite: “Imaginemos el agotamiento de alguien queriendo ser el
mismo todo el tiempo”…
Solo el hecho de preguntarse por la identidad crea
posibilidades literarias: es un tema lo suficientemente amplio, común pero
abstracto y polifacético, y que va acorde a mi forma de escribir. Una forma de
escribir vinculada a la peripecia, a la idea de la anécdota, a la trama alejada
del avance causa y efecto. En mis historias ocurren muchas cosas que no están
organizadas convencionalmente, en términos de crescendo o argumental o de
intriga. Como tampoco hay vínculos claros de relaciones causa y efecto, mis
libros avanzan por un sistema de circunvoluciones reflexivas donde la
descripción es tan importante como los hechos. Esto a la vez determina que los
encadenamientos se organicen alrededor de tópicos y no de anécdotas.
Otro enclave de su
literatura es el narrador en primera persona que, al caminar, se somete a una
experiencia, a una serie de reflexiones del ambiente y de sí mismo: el ambiente
de la ciudad. ¿Por qué esta fijación con la figura del caminante?
Siempre me gustaron los escritores caminantes: Benjamin,
Kafka, Borges. Creo que ser un buen caminante te hace mejor escritor, mejor
observador. Me parece que cuando uno camina desarrolla una sintaxis de
pensamiento particular, diferente a la que se desarrolla cuando se está
acostado o sentado. Tiene que ver con la velocidad, con las pausas de la
respiración, con el paisaje que se va desplegando y que te somete a una
interacción precisa con el entorno. Trato de que esta observación se ataña a
mis personajes. Además, aunque esta idea pueda sonar infantil, creo que caminar
es la única actividad que no ha sido colonizada por un mercado particular.
Están quienes caminan por esparcimiento, quienes caminan para mantener su ritmo
cardíaco, quienes peregrinan, quienes son turistas o forasteros, están los
vagabundos, que podrían ser los caminantes revulsivos porque se les mira con
desconfianza. Pero los pobres no tienen otro remedio sino caminar: ellos son
los caminantes compulsivos.
¿Sus personajes
tratan de revivir o copian la figura del flaneur?
No, pero no porque yo lo busque intencionalmente sino porque
nuestro entorno ha cambiado. El flaneur era la persona o el personaje que,
caminando, descubría y celebraba la ciudad. Sin embargo, esta figura, aunque se
intente, ya no es posible, porque las ciudades se han ido homogenizando debido
a las comunicaciones (ahora los turistas o habitantes de una ciudad saben qué
hacer por Yelp o Google Maps), a las equivalencias en recursos humanos,
económicos y arquitectónicos.
Entonces, ¿cómo
describiría a sus caminantes?
Mis caminantes son sujetos que sienten desilusión frente a
la caminata, son como tributarios de la tradición moderna, que constatan que
caminar es una experiencia deceptiva. Por eso me parece que llega a crearse una
atmósfera que refleja al autómata. Yo también soy un caminante asiduo, un
caminante permanentemente decepcionado, así que estos personajes reflejan
también mi experiencia personal.
jueves, mayo 05, 2016
"Escribir fue la manera de soportar las vicisitudes de mi familia de origen"
Entrevista en Télam a Alberto Montero, autor de Los incapaces. Por Juan Rapacioli
Foto: Luciana Granovsky/ Télam |
Los incapaces, primera novela de Alberto Montero, se sumerge en una narración infatigable, sin un solo punto a lo largo de casi cuatrocientas páginas, sobre el fracaso, el encierro, la paranoia y la obsesión por la escritura que abarca todos los aspectos de una vida siempre al borde del estallido.
Publicada por la editorial Entropía, escrita en poco más de
dos meses y corregida a lo largo de un año, la narración presenta al
prestigioso analista T. Monroe (anagrama del apellido del autor), un solitario
personaje que, desde el encierro más extremo, intenta escribir, en un largo
aliento, una obra total, absoluta, definitiva, que lo libere del fracaso
arrastrado por años.
La respiración literaria de autores como Joyce, Faulkner,
Beckett, Eliot y sobre todo Bernhard atraviesa a este narrador desesperado por
terminar una obra que, después de muchos intentos, le dé sentido a su vida a
través de sus "maneras bernhardianas de hacerse a la palabra
escrita". Ambientada en Clayburg y Kellner -ciudades ficticias pero
reconocibles-, la novela de Montero se adentra con una intensidad arrasadora en
la cabeza de un personaje que no deja ningún tema de lado: la muerte del padre,
la desintegración familiar, la dificultad de las relaciones amorosas y, ante
todo, la obsesión irrefrenable por la escritura. Montero (Temperley, Buenos Aires, 1954) habló con Télam
sobre "Los incapaces".
- Télam: ¿Cómo nació esta novela?
- Montero: Me lancé a escribir pensando en la casa que el
personaje construye y, después, todo fue saliendo a partir de asociaciones.
Cada asociación la anotaba abajo de lo que venía escribiendo y la intentaba
ligar. Luego el trabajo de corrección fue como una lubricación de la partes.
- T: ¿Cuál es tu relación con la literatura?
- M: Una de las maneras de soportar las vicisitudes de mi
familia de origen fue la literatura. Tengo la imagen de estar en el gallinero
de mi casa natal, sentado cerca de un sauce, sobre unos papeles de diario,
leyendo para salir de todo lo que pasaba en la casa. Siempre escribí cosas,
nunca les di demasiada importancia, algunas quedaron en el camino. Cuando
compré la primera computadora, los textos quedaron más registrados; ahí la cosa
fue formalizándose un poco y empezaron a salir novelas.
- T: ¿En qué momento decidiste publicar?
- M: Creo que esta novela se publica porque no estuvo
pensada. Todo lo que escribí antes estuvo meditado, elaborado, con cierto
destino. Acá no. Me senté y me dije que quería escribir acerca de las
relaciones familiares en particular. Hay una cuestión física, sobre todo cuando
empiezo a divisar al personaje: se produce una suerte de lejanía de mi persona
y una afirmación. Es algo muy liberador.
- T: Desde su encierro, el personaje está siempre al borde
de la explosión…
- M: El encierro tiene que ver con mi forma de escribir. Por
más que viajo y salgo, cuando escribo estoy encerrado en un cuarto
insonorizado. A medida que avanzaba con esta novela, se me iba diseñando cada
vez mejor el personaje. Tenía que estar siempre al borde del estallido. Lo que
no lo hace explotar es, justamente, la escritura.
- T: ¿Se puede pensar que la novela tiene relación con tu
historia personal?
- M: Mi experiencia personal tiene relación con el personaje
en la medida de que lo que me sirve como autor para poder escribir es la
exageración, la repetición, ese modo circular de retomar las frases y, sobre
todo, el tema de la frustración, el fracaso de los vínculos familiares, la
búsqueda de un reconocimiento primario.
- T: Por el devastador recuerdo que el personaje tiene de su
padre, la novela dialoga, de alguna manera, con Kafka…
- M: Puede ser, en cuanto a ese conflicto imposible de
resolver. Pero creo que hay un diferencia, con todo el respeto del mundo.
Siempre me dio la impresión de que el padre de Kafka tenía una personalidad muy
rígida y opresiva, mientras que el padre de este personaje es del orden de lo
perverso y lo psicopático.
- T: El tema del fracaso como motor para hacer algo mejor
recuerda a Beckett y su frase: "Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra
vez. Fracasa mejor".
- M: Totalmente, sobre todo por ese horizonte nihilista: la
idea de que nada va a llegar al final. Ni siquiera esta novela llega al final.
Ya tengo escrita la continuación, referida a los vínculos femeninos. Me
propuse, después de ese libro, dejar en paz, por un tiempo, a T. Monroe.
- T: ¿Cómo encarás el trabajo de escritura?
- M: Me levanto muy temprano en la mañana, preparo mi mate,
leo los diarios e inmediatamente me pongo a escribir. La asociación es muy
importante. Para esta novela fue fundamental, ya que me permitió cierta
expansión y, a su vez, una restricción de las cosas que se iban repitiendo.
- T: Hay una relación entre la casa que el personaje
construye y la novela que no puede dejar de escribir…
- M: La sensación es que hay una doble pérdida: construye
ese caserón inmenso que termina por ser un mausoleo y, después, se da cuenta de
que no le pertenece, que no lo puede habitar, por eso se encierra en un
cuartucho. Con la novela pasa algo parecido: el personaje se termina dando
cuenta que no puede hacer nada con ella.
- T: ¿La obsesión que T. Monroe tiene con Bernhard es tu
propia obsesión?
- M: La primera novela que leí de Bernhard fue
"Maestros antiguos". Al principio tuve cierta reticencia a meterme en
la lectura, pero cuando la volví a agarrar no pude parar de leer todo Bernhard.
Para esta novela fue habilitante: la recurrencia en la frase, la repetición
como una manera de sostener la idea hasta, quizás, darle algún acabamiento o,
en tal caso, un encabalgamiento con la próxima. Gonzalo Castro, mi editor,
decía que tuvo la imagen de un señor fratachando una pared: la imagen de volver
sobre lo hecho. Siento que Bernhard me empujó y por eso pude terminar la
novela. Tomé esa música.
- T: ¿Cuál es tu relación con la literatura argentina?
- N: Si bien no soy un gran lector de literatura
hispanoamericana, alguien como (Horacio) Quiroga, que fue mi primer gran
deslumbramiento literario, está presente. Un cuento como "Las moscas"
me impactó estructuralmente: en los primeros párrafos lo dice todo. Eso me
parece muy importante. Con Borges tuve un encantamiento en cierto momento, pero
después me fui alejando. Lo mismo me pasó con Cortázar. Onetti me fascinó pero
tampoco pude volver a su obra. Y todo lo que fue el 'boom latinoamericano' lo
leí con interés pero, otra vez, me fui yendo hacia otro lugar.
Niño enterrado, de Edgardo Cozarinsky
Por Matías Raia para Otra Parte Semanal
Como imágenes del color del tiempo, rastros del pasado entre
los caminos del presente, la lectura de Niño enterrado trae nostalgia de
acontecimientos, vidas y experiencias ajenas. Cozarinsky elige la distancia de
un narrador omnisciente para recuperar instantes propios y sus breves textos
reconstruyen una vida atravesada por la Historia, un sujeto minúsculo
arrastrado por decisiones, pasiones y lecturas.
Más allá del tono autobiográfico, Niño enterrado puede
leerse como un réquiem, un ruego por el alma de los muertos, de sus muertos (el
padre en “Rastros”, la madre en “Cenizas”). Entre sus páginas, recorremos el
cementerio de la memoria, observamos los edificios como haunted houses, nos
cruzamos los fantasmas del pasado entre las ruinas del presente. Así, en “Miserereplatz”,
los jirones del extinto Teatro Marconi se dejan entrever en el paseo del
cronista por el Banco Galicia ubicado frente a la Plaza Once. En la escritura
de Cozarinsky se percibe un tono de nostalgia y contemplación ante las almas
perdidas de las personas, pero también de los lugares y los objetos.
Tal como en Vudú urbano (1985), El pase del testigo (2000) y
Blues (2010), los detalles mínimos —una lectura recuperada, una imagen
olvidada, una cita adecuada— le permiten al narrador trazar lecturas o poner en
evidencia lo que hay detrás de un acontecimiento, de una persona, de un lugar.
En este sentido, también vuelven las ya reconocidas herramientas de Cozarinsky:
la cita, la erudición, la anécdota, la nostalgia. A lo largo de Niño enterrado,
el tono pasa de lo autobiográfico a lo ensayístico; en este punto se nota una
costura entre textos escritos en la nebulosa de la memoria y sus caminos (más
sentimentales, más nostálgicos), y otros escritos de ocasión, preparados para
diarios o publicaciones periódicas (más racionales, más urgentes).
A diferencia de otra línea dentro de la obra de Cozarinsky
compuesta por sus novelas y cuentos —La novia de Odessa (2001), El rufián
moldavo (2004), Lejos de dónde (2009), hasta su último libro, Dark (2016),
entre otros—, Niño enterrado recoge textos que cuestionan las diferencias
genéricas, las tornan imposibles o innecesarias. ¿Son artículos, crónicas,
ensayos o relatos de viaje? Nunca sabremos cuánto hay de ficción y cuánto de
realidad; cuánto de invención y cuánto de memoria. Se trata de un libro
inclasificable, con textos trabajados con mano artesanal, imágenes de un tiempo
y un país agotados, recuerdos intransferibles y epígrafes magistrales, escrito
con un tono que oscila entre lo kitsch y lo erudito, lo nacional y lo
cosmopolita. Textos que se mueven con ligereza entre la digresión, la
asociación y el hallazgo indicial, y atraviesan la apariencia de lo real para
hacer estallar el sentido, para gozar con la experiencia de las imágenes, los
gestos y las series. Niño enterrado es un rezo por las almas de un mundo que
todo el tiempo, y en cada lugar, está extinguiéndose: “Porque los muertos
siempre vuelven, y las víctimas son los muertos más tenaces”.
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