Entrevista a Alberto Montero para Evaristo Cultural.
Por Lucía Cytryn.
En el sutil pasaje entre la desconfianza absoluta por las
acabadas formas del lenguaje, y la resignación de quien acepta que las palabras
son, finalmente, lo único que tenemos, se sitúa la narración intempestiva de
Los incapaces de Alberto Montero (Buenos Aires, 1954). La impresión es que se
está ante el proceso de escritura sin atenuantes, el momento de la enunciación
perpetuado ad infinitum en un recorrido vertiginoso e irregular que parece
estar siempre por desbarrancar pero que, en una proeza del autor, regresa cada
vez al centro geográfico de su narración: el encierro, la ciudad, el tedio, la
familia.
Y aun en el camino inacabado de su lectura, el narrador T.
Monroe sugiere una posible conclusión: se escribe a pesar de todo. Pero la
escritura no es un lamento, mucho menos la búsqueda de una redención. La
escritura es el acto reflejo de una vida -vale decir: un fracaso- que, una vez
abandonada toda esperanza de felicidad burguesa, se atreve a encontrar aún un
valor atesorable: la literatura. Y, sobre todo, la literatura de Thomas
Bernhard. A la manera de Faulkner y Onetti -otros dos nombres que, junto con
Beckett y Eliot, aparecen de alguna forma u otra en la novela- Montero
construye sus propios escenarios ficticios y reconocibles: las ciudades de Clayburg y Kellner, espacios
que atraviesan y son atravesados por una experiencia, una biografía y una historia
socio-política.
Publicada por la editorial Entropía, esta novela de casi 400
páginas configura una prosa intrincada pero que se deja leer sin trabajo, donde
la narración desde un cuarto aislado y en un sólo día es la proyección total
del desenvolvimiento de una vida que, en definitiva, no está.
¿Cuál fue el punto de partida de esta novela?
Fue un impulso. Situaciones de mucho desagrado, tanto
personales como de mi entorno que me tenían a mal traer, y la sensación de que
había que escribir desde un personaje que me permitiera darle expresión a ese
desagrado y elaborarlo de alguna manera.La novela comienza con el furor y el fracaso en relación a
la construcción de una casa en Claypole. En su momento era un lugar muy
atractivo, pero después todo paulatinamente fue echándose a perder, los vecinos
eran molestos, prepotentes, desagradables, un exceso constante de gritos y
perros y música. Eso me volvía loco.
Entre muchos elementos de Bernard que aparecen en tu novela,
está la idea de la enfermedad mental o la locura como motor de escritura.
Yo creo que es así. No puede haber otra escritura que la de
la desesperación, que esencialmente es elaborativa. La otra escritura, la
escritura del texto, del relato, del acontecimiento, me aburre. La buena o mala
literatura desde mi punto de vista podría definirse respecto a la distancia con
que el autor le da expresión a sus apremios y compromisos y conflictos. A mayor
distancia, mayor aburrimiento. Y ciertamente, al respecto, Thomas Bernhard fue
para mí el mejor y más claro habilitante.
La idea de una literatura como máquina confesional.
Absolutamente, de eso se trata. Venía ya hace muchos años
leyendo Thomas Bernhard, y esa lectura me brindó las mejores condiciones para
escribir Los Incapaces. Lo confesional, lo recursivo, la exageración fueron
para mí las mejores herramientas.
¿Cómo fue el proceso de escritura?
Escribí Los incapaces en dos meses y medio. Después me llevó
ocho meses corregirla. La clave del proceso está en el respeto riguroso a la
asociación. Primero escribir sin corregir, tomar nota de lo asociado, después
conectar lo asociado en un único párrafo, leer en voz alta y escuchar cómo
suena. Las conexiones entre asociaciones siempre me fueron trabajosas pero a
medida que el personaje se iba desesperando más, todo encajaba mejor y más
fácilmente.
¿Escribir sin puntos fue un proyecto?
Empecé a escribir y vi que no había necesidad de puntos, que
el punto era una interferencia. Terminaba de escribir algo y después retomaba
la asociación que había tenido al comienzo, y
todo el trabajo era a ver cómo encajar eso en el discurso.
Otra cosa que aparece en Los incapaces, como en Bernhard, es
la permanente desconfianza en el nombrar.
Eso es muy interesante, En Corrección (Thomas Bernhard)
sobre todo hay un gran trabajo sobre y acerca de la palabra. Y por eso también
la recursividad, en el sentido de tratar de agotar eso que es en verdad
inagotable. Más allá de todo sólo tenemos la palabra, que por supuesto no es
suficiente, nunca alcanza, pero es lo único que hay y lo único con lo que se
cuenta. A mí me pasa que siento que algunas palabras están
totalmente desgastadas, y entonces no las puedo usar. Por ejemplo los nombres.
Me preguntan por qué escribo los nombres en inglés. Y es porque el nombre en
castellano no me gusta como suena, creo que hay muchas palabras que se han
vuelto inutilizables. Yo no podría poner la palabra “estilo”, por eso lo de
“maneras”. Tampoco utilizo la palabra “psicoanálisis” en ningún momento, sí
“análisis” que es un poco más amplia y para mí soportable.
¿Cómo es tu relación con la literatura argentina?
Pésima. Con la literatura latinoamericana en general. He tenido mi momento de fascinación y
regocijo con los escritores del boom latinoamericano, pero después se me fue
perdiendo. Sí me parece fascinante, por ejemplo, la serie de Santa María de
Onetti. Saer también me gusta mucho. Y he tenido mis acercamientos a Borges y a
Cortázar. Pero el uso del discurso me aplasta, cierta cosa alambicada
que yo leo en nuestra literatura. Y también una cierta graciosidad y comicidad
que me amedrenta un poco. A mí me atrae lo expulsivo del discurso.
La maquinaria analítica de desintregración le llama el
narrador a sus escritos.
Yo lo viví así. En Los incapaces las cosas van cobrando
densidad y también la locura del narrador va cobrando densidad. Cada vez está
más desesperado, hasta la escena final que funciona como un encuentro con el
punto.Y yo creo que la clave siempre es desde dónde se escribe, no
tanto acerca de qué.
La construcción de la casa-Mausoleo junto con la
construcción narrativa configuran una idea de sepulcro, como un sepulcro de
palabras.
Sí, y de ilusiones, expectativas. Él sabe que eso es un
fracaso y no puede parar, como se sabe que una novela es un fracaso y que uno
no puede parar de escribirla. Pero si no escribís, explotas. Y es cierto que
construí esa casa. La foto de la tapa de Los incapaces es mi casa en el momento
de la construcción.
¿Los incapaces es la autobiografía de Montero como T.
Monroe?
Sí, sin duda. Las cosas no pasaron así, pero esencialmente
son así. Y si es elaborativo, qué otra cosa va a elaborarse sino lo que te pasó
en la vida y lo que hiciste para digerirlo, tus idas y tus vueltas.Y eso mismo
forma parte del fracaso y de la desilusión: de pensar un Clayburg bucólico,
suburbano y campestre, y el reencuentro de un lugar en su familia que nunca
tuvo, a un poblado sórdido, en donde la matriz social está destruida, que a la
vez funciona como un paralelo respecto a esa misma familia.
¿Cuáles son tus proyectos literarios para el futuro?
Quiero retomar Autobiografía como Bernard Meimoun (novela
que aparece citada por el narrador en Los incapaces). Yo tuve una infancia
complicada, efectivamente por el vínculo con mi papá, y mi refugio era agarrar
un libro e irme a un gallinero, arriba de un tronco, donde me sentaba a leer.
Mi primera lectura fue Horacio Quiroga, que hablando de literatura argentina y
latinoamericana, siempre me fascinó y me sigue fascinando. “Las moscas” es un
cuento que a mí me cambió la vida. Y luego me encontré con que muchas cosas de
la trágica vida de Quiroga se emparentaban con la vida de mi abuelo materno, a
quien no conocí pero de quien siempre se contaban historias en mi familia. Él
se llamaba Bernardo, entonces Bernard Meimoun es una especie de abuelo
quiroguiano. Pero el proyecto más inmediato es una especie de
continuación de Los incapaces. Aquí el personaje, ya publicado, se mete con el
mercado editorial y con la literatura americana en particular, y veremos cómo
va a arreglárselas para convertir un éxito literario en un fracaso literario, y
en un nuevo fracaso.
Hay algo muy de la cultura argentina en esa necesidad y en
esa búsqueda del fracaso.
Totalmente. No es el regodeo en la tragedia, es la necesidad
en el fondo que tiene el narrador de hacer algo con su fracasar constante.
Porque si no, qué tiene para decir. Incluso muchas cosas se traslucen como si
las hubiera vivido pero en verdad no las vivió, o estuvieron destinadas a otro.
O por lo menos no las vivió con pasión, las vivió como destinación, como
necesidad de reconocimiento, de aceptación, de amor. Y yo creo que como
sociedad estamos atravesados en efecto por una necesidad de reconocimiento que
en términos generales siempre está en detrimento del vivir. La búsqueda de
pertenecer hoy se ha vuelto una búsqueda desesperada, y una búsqueda ciega
contra la vida, contra el placer y las aspiraciones y los deseos. Creo que para
eso está la literatura. Para dar cierto margen, y denunciar. Hay mucha
exageración en mi novela, pero efectivamente yo vivo en Claypole, tomo el tren,
y escucho a muchísimos hombres y mujeres decir expresiones como “negro de
mierda”. Y no estoy en Recoleta, estoy en la estación Claypole del ferrocarril
Roca. Todavía no me acostumbro.Y también hay una sensación de culpa por el tipo de país que
hemos construido, y por la resistencia a aceptar que hemos perdido una guerra,
pero no una guerra en lo militar sino una guerra en lo cultural, nos vencieron,
cada día estamos más descerebrados. Yo creo que haber llegado a donde estamos
hoy es haber efectivamente perdido una guerra.
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