viernes, mayo 27, 2016

La verdad alucinada

Martín Jali escribe sobre Werner Herzog para La Agenda BA

 
Los proyectos de Werner Herzog llegan como una forma de su desaforada obsesión y no guardan un fin utilitario. Por eso nos fascinan.
Estamos en el mes de junio de 1979, en la casa de Francis Ford Coppola, en la bahía de San Francisco. En un living con ventanales imponentes, donde se escucha el viento y se vislumbran los veleros estacionados en la bahía, Werner Herzog trabaja desaforadamente en el guión de Fitzcarraldo. Coppola no está en casa. El director de La ley de la calle y la trilogía de El padrino se recupera de una operación de hernia y duerme en una cama de hospital que hizo trasladar al séptimo piso del Edificio Sentinel, entre las calles Kearny y Jackson, donde funcionan los míticos Estudios Zoetrope.  No se siente del todo bien, está quejoso y se refugia en su trabajo, como todo workaholic crónico. Coppola acaba de regresar de su recorrida por media docena de festivales, donde presentó Apocalypse now, película inspirada, como todos sabemos, en El corazón de la tinieblas, de Joseph Conrad pero también en Aguirre la ira de Dios. En este momento de sus vidas, Herzog y Coppola se encuentran a años luz de distancia. Uno acaba de parir una película accidentadísima, caótica, enferma, que ahora – no olvidar que estamos en 1979 – recoge premios en todo el mundo. Herzog, en cambio, fiel a su modelo de producción furiosa, escribe su guión en 3, 4, 5 días, mientras observa los autitos pasar por encima del Golden Gate y escucha ópera con el padre de Francis Ford. Uno termina su odisea personal, el otro apenas la vislumbra en el futuro inmediato.
Sin embargo, Herzog hace algo raro, un poco disonante con su personalidad. Conversa con productores de Hollywood, toma milkshakes y come hamburguesas en restaurantes ultra chetos de Los Ángeles. Como si esto fuera poco, se reúne con los directivos de la 20th Century Fox, a quienes intenta convencer de una verdadera alucinación fílmica. “Dije que la obviedad que no se discute es que tiene que tratarse de un verdadero barco de vapor sobre una montaña de verdad, pero no por una cuestión de realismo sino para estilizar un gran evento operístico. A partir de ahí, las amabilidades que intercambiamos se cubrieron de una ligera capa de escarcha glacial”, escribe Herzog en las primeras páginas de su lúgubre y fantasmático Conquista de lo inútil, su suerte de diario emocional y onírico sobre la filmación de Fitzcarraldo. ¿No es un delirio, acaso, viajar a lo profundo de la jungla peruana con Klaus Kinski, comer monos asados entre mariposas gigantes, perros sarnosos e indios sonámbulos, mientras Mick Jagger, quien todavía no ha abandonado el rodaje, conduce un auto por las callecitas de Lima, con el equipo de filmación que acaba de llegar, con días y días de retraso, desde Brasil? ¿Hay alguna manera de hacer las cosas más difíciles?  
Al conocer estos episodios uno comienza a sospechar que lo que predomina en Herzog es una peculiar teoría del colapso. Se trata de una matriz interior que lo impulsa hacia lugares insospechados, donde las condiciones de producción de su propio arte aparecen estrechamente ligadas a la obra en sí. Esto es fascinante a secas. En un país como el nuestro, donde tanto el cine, como el teatro, la música y la literatura, se llevan adelante con escasos recursos, la discusión sobre las condiciones materiales de producción son una constante. Se produce, en general, mientras se trabaja de otra cosa.
Hace unas semanas nos reunimos con unos amigos a cenar. Mientras preparábamos unas pizzas caseras y tomábamos cerveza, comenzamos a enumerar algunos pocos artistas que una y otra vez, con años de diferencia, nos toman por asalto la sensibilidad. Claro: hacia pocos días nos habíamos enterado de la muerte de Prince. En algún momento llegamos a la pregunta: ¿por qué nos vuelve locos, a la gran mayoría, el cine de Herzog?
Para empezar, coincidimos en que Herzog es todo un outsider y la prueba absoluta de que se puede crear sin recursos, viniendo de la pobreza, obligado a comerse las suelas de sus propios zapatos, vender su reloj por un desayuno o contrabandear televisores en la frontera mexicana. Hagamos un breve racconto: Werner Herzog nació en Munich en 1942, es decir, en el ojo de la tormenta de la Segunda Guerra Mundial, pero se crió en la región montañosa de Baviera, sin electricidad ni agua potable, sin radio ni televisión. Herzog realizó su primera llamada telefónica a los 17 años. Hasta los 11, no sabía ni siquiera que el cine existía. Su formación fue enteramente autodidacta y se apoyó, como repite una y otra vez en cada entrevista que le hacen, en la literatura.  Aún hoy, Herzog afirma no ver más de 4 o 5 películas por año. Hay que leer, leer, leer, dice. No se puede hacer cine sin leer. Y sin viajar, preferentemente a pie. Lo de Herzog es el anti turismo, el modelo de viaje que se formateó a mediados del siglo XX para que la clase media recorra el mundo, compre paisajes y estadías en hoteles all inclusive o hostels de habitaciones compartidas. “El mundo se revela como es para el que viaja a pie”, repite.
En Del caminar sobre el hielo – menos espectral que Conquista de lo inútil –Herzog plasma esta teoría. Cuando descubre que la vida de Lotte Eisner, pionera del nuevo cine alemán, corre serio peligro, decide caminar de Munich a París como una manera de exorcizar a la muerte. Como suele suceder en el universo Herzog, por motivos casi místicos, todo sale bien. Eisner vivirá 9 años más, Herzog tendrá su propio road trip vital y nosotros leeremos con altas dosis de placer su pequeño libro, editado el año pasado por la bella editorial Entropía. No es el único, ya que a el se suman Herzog por Herzog y Manual de supervivencia, entrevistas con Hervé Aubron y Emmanuel Burdeau, ambos por el sello El cuenco de plata. Las ediciones entonces se acumulan: existe un mercado, y, al parecer, también un público.   
Para pensar esta suerte de fascinación nacional herzogiana hablo con Ariel Magnus, escritor y traductor de Conquista de lo inútil y Del caminar sobre el hielo. Autor de novelas como Un chino en bicicleta (Norma, 2007) y Cazaviejas (Interzona, 2014), Magnus, durante su estadía en Alemania, leyó en su idioma original Conquista de lo inútil, decidió traducirla y buscar editorial, tarea que, aunque resulte increíble por la calidad del texto, confiesa que le tomó varios años. Es más, debido a que los derechos eran demasiado caros para una pequeña editorial como Entropía, Magnus le escribió a Herzog para que les regalara los derechos de la primera edición.
“Conquista de lo inútil -señala Magnus- es un backstage literario de Fitzcarraldo, pero que termina sobrepasando a la película, porque funciona también de backstage anímico e intelectual de su director. Una de las cosas más sorprendentes del libro es que cuenta los sueños como cuenta las escenas que vive o filma, con lo que todo queda inmerso en el mismo mundo, la misma selva de imágenes y sensaciones. Caminar sobre el hielo es también un protocolo de una conquista inútil, de la prosecución de una superstición en la que no cree ni quien obedece insensatamente a ella. Herzog nunca es tan bueno, creo, como cuando es cronista de sí mismo, porque tiene una personalidad tan rica e ideas tan desaforadas que colma tranquilamente el espacio que en otras circunstancias requeriría de toda una serie de personajes y situaciones”.
En este “ser cronista de sí mismo” hay un punto interesante. Herzog se aleja de forma menos programática que sensible de las grandes teorías del conocimiento que atravesaron el siglo XX: el Marxismo y el Psicoanálisis. Vivimos en un mundo complejo, donde nuestras dudas se resuelven a un click de distancia y la imaginación vital y el deseo se ha trasladado a las pantallas de nuestras computadoras. “No pienso demasiado en mí mismo ni en mi trabajo, ni siquiera me miro al espejo. Conozco el color de mis ojos únicamente porque lo dice en mi pasaporte”, explicó en una entrevista en DOC Estudio en 2012, frente a un estudiante púber que balbuceaba sus preguntas en inglés. Pueden buscarlo en Youtube, como la gran mayoría de sus films. Aquella vez Herzog agregó: “Yo no puedo estar con una mujer que se psicoanaliza. Es peligroso pensarse demasiado a sí mismo. El cuerpo y la mente se vuelven inhabitables”. Después señaló la habitación en la que se encontraba, y mencionó los claroscuros debajo de los muebles y las sombras sobre las cortinas. El que quiere oír, que oiga. 
¿Pero qué hay de nuestro aguante local? “Herzog y los Toten Hosen tienen más llegada acá que en Alemania. A ellos mismos les debe sorprender. Mi impresión es que allá Herzog es como, digamos, acá Subiela. No por la calidad de sus producciones (¡ni por lejos!), sino en el sentido de alguien que supo ser exitoso, que marcó una época tal vez, pero ahora está olvidado. Exagero, seguramente, pero tampoco tanto. Con (Peter) Handke creo que pasa un poco lo mismo. Quizá con (Win) Wenders también. Hay algo con esa generación alemana (o alemana-hablante), que pegó mucho en su momento, pero cuyos ecos sólo siguen reverberando de este lado. A esto se agrega que Herzog estuvo acá, filmó en Argentina, y su relación con Latinoamérica ayuda quizá a que lo sintamos más cercano. Como sea, habla bien de nosotros como público, porque es un grandísimo director y un gran autor también”, opina Magnus.
Así, los proyectos de Herzog llegan como una forma de la obsesión, y no con un fin utilitario. Se trata de una no carrera, porque no hay pasos programáticos. El prestigio o el dinero son un fin para hacer más películas, y no un fin en sí mismo. “Realizo películas para entender el significado de mi propia vida, por eso no pretendo ganar mucho dinero con esto que hago”, ha dicho Herzog alguna vez.
Sus películas son inspiradoras porque plasman un mundo personalísimo pero reconocible. Son también fundacionales. Sus documentales no son documentales en el sentido estricto del término. Hay diálogos inventados, escenas enrarecidas y comentarios en off cuasi místicos, todo puesto ahí con el objetivo de llegar a otro nivel, si es posible, más verdadero. La ficción como trampolín hacia lo profundo. El cine Herzog trama cartografías alucinadas sobre la locura, y la frontera entre lo humano y la naturaleza.
Pero hay otra cosa, y tiene que ver con el límite, tanto estético como cultural. Mientras nuestros escritores intentan encontrar nuevos nodos para representar la ciudad o narrar el paisaje, Herzog se ubica más allá, en la frontera entre ambos. Es más, Herzog comienza en esa frontera, pero luego se excede, como en Grizzly man, la historia del documentalista Thimoty Treadwell, un hombre que se va a vivir a Alaska con los osos grizzlys. Pero los osos, una noche, se lo devoran dentro de su carpa, y uno ya no sabe qué terreno está pisando. O Enemigos íntimos, que narra su relación con Klaus Kinski, aquel psicópata y adicto al sexo protagonista de Fitzcarraldo. O en el pequeño lapsus de los pingüinos suicidas, en Encuentros en el fin del mundo, cuando la voz grave de Herzog sigue el desolado extravío de esos animales, que avanzan hacia las montañas para morir en soledad. Busquen entonces sus documentales, entrevistas, largos y masterclass, la gran mayoría disponible en la web. Herzog, como los pingüinos, los va a llevar a lugares insospechados.

No hay comentarios.: