Martín Jali escribe sobre Werner Herzog para La Agenda BA
Los proyectos de Werner Herzog llegan como una forma de su
desaforada obsesión y no guardan un fin utilitario. Por eso nos fascinan.
Estamos en el mes de junio de 1979, en la casa de Francis
Ford Coppola, en la bahía de San Francisco. En un living con ventanales
imponentes, donde se escucha el viento y se vislumbran los veleros estacionados
en la bahía, Werner Herzog trabaja desaforadamente en el guión de Fitzcarraldo.
Coppola no está en casa. El director de La ley de la calle y la trilogía de El
padrino se recupera de una operación de hernia y duerme en una cama de hospital
que hizo trasladar al séptimo piso del Edificio Sentinel, entre las calles
Kearny y Jackson, donde funcionan los míticos Estudios Zoetrope. No se siente del todo bien, está quejoso y se
refugia en su trabajo, como todo workaholic crónico. Coppola acaba de regresar
de su recorrida por media docena de festivales, donde presentó Apocalypse now,
película inspirada, como todos sabemos, en El corazón de la tinieblas, de
Joseph Conrad pero también en Aguirre la ira de Dios. En este momento de sus
vidas, Herzog y Coppola se encuentran a años luz de distancia. Uno acaba de
parir una película accidentadísima, caótica, enferma, que ahora – no olvidar
que estamos en 1979 – recoge premios en todo el mundo. Herzog, en cambio, fiel
a su modelo de producción furiosa, escribe su guión en 3, 4, 5 días, mientras
observa los autitos pasar por encima del Golden Gate y escucha ópera con el
padre de Francis Ford. Uno termina su odisea personal, el otro apenas la
vislumbra en el futuro inmediato.
Sin embargo, Herzog hace algo raro, un poco disonante con su
personalidad. Conversa con productores de Hollywood, toma milkshakes y come
hamburguesas en restaurantes ultra chetos de Los Ángeles. Como si esto fuera
poco, se reúne con los directivos de la 20th Century Fox, a quienes intenta convencer
de una verdadera alucinación fílmica. “Dije que la obviedad que no se discute
es que tiene que tratarse de un verdadero barco de vapor sobre una montaña de
verdad, pero no por una cuestión de realismo sino para estilizar un gran evento
operístico. A partir de ahí, las amabilidades que intercambiamos se cubrieron
de una ligera capa de escarcha glacial”, escribe Herzog en las primeras páginas
de su lúgubre y fantasmático Conquista de lo inútil, su suerte de diario
emocional y onírico sobre la filmación de Fitzcarraldo. ¿No es un delirio,
acaso, viajar a lo profundo de la jungla peruana con Klaus Kinski, comer monos
asados entre mariposas gigantes, perros sarnosos e indios sonámbulos, mientras
Mick Jagger, quien todavía no ha abandonado el rodaje, conduce un auto por las
callecitas de Lima, con el equipo de filmación que acaba de llegar, con días y
días de retraso, desde Brasil? ¿Hay alguna manera de hacer las cosas más
difíciles?
Al conocer estos episodios uno comienza a sospechar que lo
que predomina en Herzog es una peculiar teoría del colapso. Se trata de una
matriz interior que lo impulsa hacia lugares insospechados, donde las
condiciones de producción de su propio arte aparecen estrechamente ligadas a la
obra en sí. Esto es fascinante a secas. En un país como el nuestro, donde tanto
el cine, como el teatro, la música y la literatura, se llevan adelante con
escasos recursos, la discusión sobre las condiciones materiales de producción
son una constante. Se produce, en general, mientras se trabaja de otra cosa.
Hace unas semanas nos reunimos con unos amigos a cenar.
Mientras preparábamos unas pizzas caseras y tomábamos cerveza, comenzamos a
enumerar algunos pocos artistas que una y otra vez, con años de diferencia, nos
toman por asalto la sensibilidad. Claro: hacia pocos días nos habíamos enterado
de la muerte de Prince. En algún momento llegamos a la pregunta: ¿por qué nos
vuelve locos, a la gran mayoría, el cine de Herzog?
Para empezar, coincidimos en que Herzog es todo un outsider
y la prueba absoluta de que se puede crear sin recursos, viniendo de la
pobreza, obligado a comerse las suelas de sus propios zapatos, vender su reloj
por un desayuno o contrabandear televisores en la frontera mexicana. Hagamos un
breve racconto: Werner Herzog nació en Munich en 1942, es decir, en el ojo de
la tormenta de la Segunda Guerra Mundial, pero se crió en la región montañosa
de Baviera, sin electricidad ni agua potable, sin radio ni televisión. Herzog
realizó su primera llamada telefónica a los 17 años. Hasta los 11, no sabía ni
siquiera que el cine existía. Su formación fue enteramente autodidacta y se
apoyó, como repite una y otra vez en cada entrevista que le hacen, en la
literatura. Aún hoy, Herzog afirma no
ver más de 4 o 5 películas por año. Hay que leer, leer, leer, dice. No se puede
hacer cine sin leer. Y sin viajar, preferentemente a pie. Lo de Herzog es el
anti turismo, el modelo de viaje que se formateó a mediados del siglo XX para que
la clase media recorra el mundo, compre paisajes y estadías en hoteles all
inclusive o hostels de habitaciones compartidas. “El mundo se revela como es
para el que viaja a pie”, repite.
En Del caminar sobre el hielo – menos espectral que
Conquista de lo inútil –Herzog plasma esta teoría. Cuando descubre que la vida
de Lotte Eisner, pionera del nuevo cine alemán, corre serio peligro, decide
caminar de Munich a París como una manera de exorcizar a la muerte. Como suele
suceder en el universo Herzog, por motivos casi místicos, todo sale bien.
Eisner vivirá 9 años más, Herzog tendrá su propio road trip vital y nosotros
leeremos con altas dosis de placer su pequeño libro, editado el año pasado por
la bella editorial Entropía. No es el único, ya que a el se suman Herzog por
Herzog y Manual de supervivencia, entrevistas con Hervé Aubron y Emmanuel
Burdeau, ambos por el sello El cuenco de plata. Las ediciones entonces se
acumulan: existe un mercado, y, al parecer, también un público.
Para pensar esta suerte de fascinación nacional herzogiana
hablo con Ariel Magnus, escritor y traductor de Conquista de lo inútil y Del
caminar sobre el hielo. Autor de novelas como Un chino en bicicleta (Norma,
2007) y Cazaviejas (Interzona, 2014), Magnus, durante su estadía en Alemania,
leyó en su idioma original Conquista de lo inútil, decidió traducirla y buscar
editorial, tarea que, aunque resulte increíble por la calidad del texto,
confiesa que le tomó varios años. Es más, debido a que los derechos eran
demasiado caros para una pequeña editorial como Entropía, Magnus le escribió a
Herzog para que les regalara los derechos de la primera edición.
“Conquista de lo inútil -señala Magnus- es un backstage
literario de Fitzcarraldo, pero que termina sobrepasando a la película, porque
funciona también de backstage anímico e intelectual de su director. Una de las
cosas más sorprendentes del libro es que cuenta los sueños como cuenta las
escenas que vive o filma, con lo que todo queda inmerso en el mismo mundo, la
misma selva de imágenes y sensaciones. Caminar sobre el hielo es también un
protocolo de una conquista inútil, de la prosecución de una superstición en la
que no cree ni quien obedece insensatamente a ella. Herzog nunca es tan bueno,
creo, como cuando es cronista de sí mismo, porque tiene una personalidad tan
rica e ideas tan desaforadas que colma tranquilamente el espacio que en otras
circunstancias requeriría de toda una serie de personajes y situaciones”.
En este “ser cronista de sí mismo” hay un punto interesante.
Herzog se aleja de forma menos programática que sensible de las grandes teorías
del conocimiento que atravesaron el siglo XX: el Marxismo y el Psicoanálisis.
Vivimos en un mundo complejo, donde nuestras dudas se resuelven a un click de
distancia y la imaginación vital y el deseo se ha trasladado a las pantallas de
nuestras computadoras. “No pienso demasiado en mí mismo ni en mi trabajo, ni
siquiera me miro al espejo. Conozco el color de mis ojos únicamente porque lo
dice en mi pasaporte”, explicó en una entrevista en DOC Estudio en 2012, frente
a un estudiante púber que balbuceaba sus preguntas en inglés. Pueden buscarlo
en Youtube, como la gran mayoría de sus films. Aquella vez Herzog agregó: “Yo
no puedo estar con una mujer que se psicoanaliza. Es peligroso pensarse
demasiado a sí mismo. El cuerpo y la mente se vuelven inhabitables”. Después
señaló la habitación en la que se encontraba, y mencionó los claroscuros debajo
de los muebles y las sombras sobre las cortinas. El que quiere oír, que oiga.
¿Pero qué hay de nuestro aguante local? “Herzog y los Toten
Hosen tienen más llegada acá que en Alemania. A ellos mismos les debe
sorprender. Mi impresión es que allá Herzog es como, digamos, acá Subiela. No
por la calidad de sus producciones (¡ni por lejos!), sino en el sentido de
alguien que supo ser exitoso, que marcó una época tal vez, pero ahora está
olvidado. Exagero, seguramente, pero tampoco tanto. Con (Peter) Handke creo que
pasa un poco lo mismo. Quizá con (Win) Wenders también. Hay algo con esa generación
alemana (o alemana-hablante), que pegó mucho en su momento, pero cuyos ecos
sólo siguen reverberando de este lado. A esto se agrega que Herzog estuvo acá,
filmó en Argentina, y su relación con Latinoamérica ayuda quizá a que lo
sintamos más cercano. Como sea, habla bien de nosotros como público, porque es
un grandísimo director y un gran autor también”, opina Magnus.
Así, los proyectos de Herzog llegan como una forma de la
obsesión, y no con un fin utilitario. Se trata de una no carrera, porque no hay
pasos programáticos. El prestigio o el dinero son un fin para hacer más
películas, y no un fin en sí mismo. “Realizo películas para entender el
significado de mi propia vida, por eso no pretendo ganar mucho dinero con esto
que hago”, ha dicho Herzog alguna vez.
Sus películas son inspiradoras porque plasman un mundo
personalísimo pero reconocible. Son también fundacionales. Sus documentales no
son documentales en el sentido estricto del término. Hay diálogos inventados,
escenas enrarecidas y comentarios en off cuasi místicos, todo puesto ahí con el
objetivo de llegar a otro nivel, si es posible, más verdadero. La ficción como
trampolín hacia lo profundo. El cine Herzog trama cartografías alucinadas sobre
la locura, y la frontera entre lo humano y la naturaleza.
Pero hay otra cosa, y tiene que ver con el límite, tanto
estético como cultural. Mientras nuestros escritores intentan encontrar nuevos
nodos para representar la ciudad o narrar el paisaje, Herzog se ubica más allá,
en la frontera entre ambos. Es más, Herzog comienza en esa frontera, pero luego
se excede, como en Grizzly man, la historia del documentalista Thimoty
Treadwell, un hombre que se va a vivir a Alaska con los osos grizzlys. Pero los
osos, una noche, se lo devoran dentro de su carpa, y uno ya no sabe qué terreno
está pisando. O Enemigos íntimos, que narra su relación con Klaus Kinski, aquel
psicópata y adicto al sexo protagonista de Fitzcarraldo. O en el pequeño lapsus
de los pingüinos suicidas, en Encuentros en el fin del mundo, cuando la voz
grave de Herzog sigue el desolado extravío de esos animales, que avanzan hacia
las montañas para morir en soledad. Busquen entonces sus documentales,
entrevistas, largos y masterclass, la gran mayoría disponible en la web.
Herzog, como los pingüinos, los va a llevar a lugares insospechados.
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