Por Damián Tabarovsky para Perfil
El otro día me encontré por la calle con uno de esos típicos
escritores argentinos, de esos pendeviejos que se visten con remeras de rock y
fuman cigarrillos negros franceses creyendo que así son interesantes, cuando en
verdad no le interesan a nadie, y menos a mí, que me descolgué mentalmente de
la conversación, mientras él me contaba que lo habían traducido a no sé qué
idioma y que había salido una nota sobre él en no sé qué diario estadounidense.
Y luego recordé que algo malo debe pasar con ese asunto si el mejor escritor
argentino de las últimas décadas –Héctor Libertella– nunca fue traducido a
ningún idioma, y ni siquiera publicado en España. Habla bien de Libertella
semejante olvido (¿se imaginan a Libertella, con alguno de esos virreyes de
grandes grupos o de grandes editoriales ex independientes, de gira por toda
Latinoamérica vendiendo espejitos de colores?).
Los pichiciegos, de Fogwill, fue traducido al inglés con
suerte dispar. De un lado, cayó sobre uno de los mejores traductores –Nick
Caistor, quien también escribió un bello obituario a su muerte en The Guardian–
y también, a priori, sobre una de las mejores editoriales posibles: Serpent’s
Tail, de Londres. Pero su prestigioso editor –cuyo nombre guardo piadosamente
en silencio– entendió, con razón, que “pichiciegos” es intraducible, pero
frente a ese escollo optó por llamar a la novela Malvinas Requiem, arruinándolo
todo en un instante (arruinando su propio plan: supuso que ese título era más
ganchero y vendedor, pero en Inglaterra prácticamente nadie sabe que las
Falkland Islands en castellano se llaman Islas Malvinas, por lo que el título
se volvió aún más incomprensible que si hubiera dejado Los pichiciegos).
Veremos ahora qué le depara la suerte a la novela en Francia, donde acaba de
salir en la editorial Denoël, traducida por Séverine Rosset, con un título que
sí me gusta –Sous terre, “Bajo tierra”– y una tapa que recuerda el viejo juego
de la batalla naval. Volvamos ahora por un momento a Buenos Aires, aunque para
seguir hablando de Francia, volvamos para detenernos en París y el odio,
recientemente editada por Entropía, segunda novela de Matías Alinovi, después
de la excepcional La Reja, publicada en Alfaguara durante la gestión de Julia
Saltzman. París y el odio abre con una frase programática: “La decisión de
incendiar París fue repentina”. Si digo programática, es porque en esa primera
frase se encuentran las tres palabras sobre las que pivota la novela: decisión,
incendiar, París. París y el odio es una novela que decide incendiar París, como
quien decide incendiar los 60 y el mito del argentino exitoso en la Ciudad Luz:
Cortázar, Atahualpa Yupanqui. Y luego, detrás de eso, queda la violencia, la
ruina de lo que ya no es, el pasado acabado, la sorna sobre los lectores de
Libération. Marino viaja a París después de Cortázar, a una París en la que ya
no está Cortázar y a la que Cortázar le ha hecho mucho daño (el daño del lugar
común). Vaciada del mito, de París sólo queda el odio. La impostura hueca, “el
nombre ridículo” (Alinovi mantiene su plan hasta en las últimas palabras).
Novela de historias entrecruzadas, los momentos de ironía se me hicieron menos
interesantes que aquellos en que la prosa intensa, por momentos brutal, domina
el relato. Por suerte, ése es el tono mayoritario del libro
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