Por Osvaldo Aguirre para Perfil Cultura
Borges dijo que si bien en su cuento La muerte y la brújula
puso nombres extranjeros a los personajes y a los lugares, la historia transcurría
en una ciudad como Buenos Aires, deformada por los espejos de una pesadilla y
que por ejemplo pensó en el Paseo de Julio y escribió Rue de Tolon.
Algo parecido podría referirse a Los incapaces, donde Alberto Montero presenta a un psicoanalista y
escritor que vivió en una ciudad llamada Kellner y habita un caserón en los suburbios de
Clayburg, que él mismo construyó. El mundo en que se mueve el protagonista de
la novela parece mucho más próximo a la luz de sus referencias sobre algunas cuestiones
que lo obsesionan en relación con la política, el funcionamiento del
capitalismo, el “campo analítico” y sobre todo, la escritura. Y el nombre del
personaje, T. Monroe, es un anagrama transparente del autor. Los incapaces
relata en principio el intento del protagonista de escribir la novela homónima,
algo en lo que fracasó varias veces y que ahora pretende llevar a un cierre. T.
Monroe se debate entre dos fuerzas antagónicas: la imposibilidad de dejar de
escribir y al mismo tiempo la imposibilidad de escribir, en el sentido de
alcanzar lo que persigue a través de la literatura, una especie de redención
que lo rehabilite como autor, y en particular, conjure los efectos de otra
novela, la novela familiar en la que se debate frente a un padre que lo
desconoció y pervirtió y un hermano en quien reconoce a su principal enemigo.
La forma extraña que adopta la historia –una frase sin puntos: ni seguidos, ni
aparte, ni finales – es el registro de
esa tensión, esa ambigüedad insalvable de la literatura, la tabla de salvación
del náufrago y simultáneamente el mismo naufragio.
El discurso del protagonista tiene marcas estilísticas pronunciadas:
las cursivas como modo de subrayas expresiones, la partición reiterada de la
palabra “realizar” y la permanente autocorrección para resaltar que está en el
acto mismo de escribir. Su procedimiento es el encadenamiento de asociaciones,
ya que se trata de escribir “sin prisa pero sin pausa”: no tanto por motivos
estrictamente literarios –aunque sueña con hacer una gran obra– como por las
expectativas que deposita en la escritura, una posibilidad de fuga para el
laberinto de soledad y locura en que lo sumieron el padre y su familia de
origen. El modelo está explicitado: es Thomas Bernard, y específicamente lo que
Monroe llama “maneras bernhardianas de hacerme a la palabra escrita”.
Esas maneras suponen básicamente la reiteración de un
conjunto de obsesiones: el aislamiento doble del personaje, en una casa extravagante
y en un suburbio hostil, el lugar menos propicio para la literatura; la falta
de reconocimiento y reciprocidad amorosa del padre, un resorte que proyecta
también a sus reflexiones sobre la política, las invectivas contra el estado,
el “populismo descerebrante” y el
autoritarismo, el miedo a que Los incapaces repita el fracaso de intentos anteriores,
novelas que quedaron inconclusas y estancadas. Pero las imposibilidades que
desvelan a Monroe no tienen que ver con el oficio de narrar sino con un
desquiciado entorno familiar y social, dispuesto literalmente para borrarlo del
mapa. Escribir es para él confesar, no en el sentido de exponer una serie de
hechos más o menos secretos sino lo contrario, “partir desde lo más radical y
hondamente ignorado, desde lo que insiste en y desde su ignorancia (…) desde lo
más íntimo hacia lo más íntimo.”
El mandato revulsivo del personaje –y parte de lo que carga de intensidad a su escritura– es a la vez poner en duda y trastocar todo lo que resulte propio, volver extraño lo familiar. Los incapaces no tiene final ya que el autor-protagonista desaparece de escena y la abandona, con sus preguntas abiertas, al lector. La primera novela de Alberto Montero (Temperley, 1954) es una apuesta desmesurada, extraordinaria, de las que muy de vez en cuando se dan a publicar.
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