Julián López entrevista para Clarín a Leandro Ávalos Blacha en ocasión de la reedición en Francia de su novela Berazachussetts.
En un bar del barrio de caballito, frente al parque Rivadavia, que a esta hora ya está enrejado, el escritor Leandro Ávalos Blacha espera a este cronista, que aunque a horario, llega apurado. Ajeno a toda ansiedad, Ávalos Blacha levanta la vista del libro está leyendo (el último de Guillermo Saccomano), sonríe y saluda con una gran tranquilidad, con una enorme tranquilidad, la misma que mantendrá durante toda la entrevista.
En noviembre de 2011, la editorial Asphalte publicó en Francia Berazachussetts , su primera novela y una de las primeras publicaciones argentinas protagonizada por zombies, que en 2007 fue galardonada, aquí, con el premio Indio Rico y editada por Entropía. En los próximos meses, Gallimard hará una edición de bolsillo.
-Te va a editar Gallimard, ¿qué se siente?
-Jaja, así parece. No estoy muy al tanto, cuando me lo contaron mis editoras en Francia no lo podía creer.
-¿Tenés registro de cómo fue recibida tu novela Francia?
–Tuvo muy buena repercusión, allá hay mucha movida de fanzines, de blogs de ciencia ficción y en esos sitios tuvo mucho eco, salieron muchas reseñas que destacaron lo desbordado del libro, esa cruza de géneros que hace que no sepan muy bien cómo catalogarlo.
-¿Coincidís con esa lectura?
–Sí, yo la leo y me sigue gustando. Era la novela que quería escribir en ese momento, sobre todo por el imaginario propio de ciertas zonas muy viscerales del conurbano.
Tu escritura tiene mucho que ver con ese imaginario.
Sí. Literariamente me parecía inevitable escribir desde ese lugar: yo nací en Quilmes y me crié en Bernal, viví ahí hasta los 23 años: el conurbano es el cruce de todo y no me interesaba para nada escribir algo que estuviera situado en la capital. Por eso siento a Berazachussetts hermanada con Choripán social , el libro que publicó Sebastián Pandolfelli, me parece que los dos comparten una mirada extrañada, pero no paródica, del mundo de donde venimos.
-Que te edite Gallimard es muy bueno para tu carrera. ¿Cómo lo estás elaborando?
–Creo que tiene que ver con los recorridos inesperados que pueden hacer los libros, no me desespera eso, cada libro marca por dónde va, cuándo hay que terminarlo, cuándo publicarlo.Uno siente esa legitimación que viene de afuera y es completamente absurdo pero así funciona el mercado. Mirá –ejemplifica–, Medianera , mi último libro, por cuestiones de distribución no se consigue en Buenos Aires y ni hablar de las librerías de más allá de la General Paz. Eso hace todavía más extraño que mis libros se consigan en Francia y que estén exhibidos en las librerías.
Capaz de opinar fuerte sobre las paradojas del mundo editorial, pero sin dejar el tono amable, confiesa que no conoce París y termina: “No me interesa particularmente pertenecer, tengo muy buenos amigos escritores a quienes admiro y valoro, pero lo que yo quiero es seguir escribiendo. No podría no escribir, me gusta hacerlo, pero no me interesa el lugar social del escritor”.
lunes, julio 29, 2013
Los zombies argentinos se consagran: de “Berazachussetts” a París, con Gallimard
viernes, julio 26, 2013
En planos secuencia
Raúl Fedele lee Fauna / El tiempo todo entero / Algo de ruido hace, de Romina Paula y la reseña para el diario El Litoral, de Santa Fe.
En Fauna (obra estrenada en 2013), que abre este volumen, una actriz y un director visitan a los hijos de una fallecida poeta, Fauna, con el fin de conocer algunos hechos particulares de su vida fascinante, que quieren llevar al cine. La hija y el hijo de Fauna, y la actriz y el director van desplegando un intercambio y desenmascaramiento de roles, persiguiendo -o mejor, dirigidos como marionetas por- el fantasma de la ausente que evocan.
En El tiempo todo entero (estrenada en 2010), una muchacha se recluye en su casa, a pesar de los esfuerzos de su madre, de su hermano y de un visitante casual. “No me gusta salir. No me gusta la gente en general. Me gustan mi hermano, mi mamá”, argumenta, aunque con su madre se lleva muy mal. La salida, la fuga como supuestos signos de independencia y el claustro como repliegue y defensa vinculan a los cuatro personajes en un círculo envolvente.
En Algo de ruido hace (estrenada en 2007), dos hermanos varones viven en Miramar, aislados y estrechamente unidos tras la muerte de la madre. Llega a visitarlos una prima, para quien este reducto parece ser el último lugar al que recurrir. En el pasado hubo con esta prima juegos amorosos; ahora ella descubre los muchos particulares siniestros que envuelven a la supervivencia encadenada de los dos hermanos. Ella quiere y no puede irse. La presunta última noche que pasará con ellos pide compartir el living donde duermen los hermanos, y uno de ellos cuenta la historia de aquellos dos hermanos de Borges que aman y se disputan una mujer, a la que finalmente asesinan para que deje de enemistarlos.
Historias, pues, de retorcimientos y neurosis familiares, fraternales, amorosos, hilados con diálogos que permiten ver mucho más allá de lo que dicen, magia posible gracias al desprejuicio emotivo y al idiolecto lleno de modismos y resonancias, que hace acopio inteligentemente de una de las mejores tradiciones literarias argentinas, aprovechando las maravillas que alcanzaron Manuel Puig, el Copi en castellano, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Marco Denevi...
Una particularidad de estas obras es además el uso de citaciones, epígrafes, alusiones, revisitaciones. Así, Fauna comienza con el recitado y una glosa de “Experiencia de la muerte”, poema de Rainer Maria Rilke, y termina con una apelación directa a “Saverio el cruel” de Roberto Arlt y a Calderón de la Barca, de quien la actriz cita algunos versos en un momento de la obra.
En El tiempo todo entero, una canción de Marco Antonio Solís abre y cierra la obra, aparte de la intervención de un retrato de Frida Kahlo que da pie a anécdotas de su vida y obra (v.g. sobre aquel cuadro en que dos pajaritos sostienen una banderita que reza: “Unos cuantos piquetitos!”). También participan el final de Moby Dick y canciones de Rata Blanca y Chavela Vargas.
En Algo de ruido hace, el cuento “La intrusa” de Jorge Luis Borges, recontado a su manera por uno de los hermanos en medio de la noche (“la chica debajo de la sábana”, indica una acotación) cierra (con un moño, se diría) la historia de la mujer que ha venido a interrumpir el abrazo umbilical de los dos hermanos.
Vale la pena detenerse en esta proliferación y acumulación de citas, no porque sean una originalidad de la autora, al contrario, sean literarias o simple enunciación de marcas comerciales han sido y son un recurso común en los autores de las últimas generaciones; pero lo que en general no pasa de ser más que guiños cómplices, esnobismo o enrolamiento junto a lo que goza de prestigio, aquí se convierte en contundentes elementos expresivos.
En suma, un volumen digno de destacarse, en el nada claro panorama de la dramaturgia argentina actual.
martes, julio 23, 2013
Reseña: “Modo linterna”, de Sergio Chejfec
Lucas Mertehikian reseña Modo Linterna, de Sergio Chejfec, para la revista Los Inrockuptibles
Como sucede en algunas de sus mejores novelas (El aire, Mis dos mundos), el tema general de los relatos que componen Modo linterna, de Sergio Chejfec, es el espacio. Más aún, el espacio urbano, podría decirse, siempre y cuando se entienda en un sentido amplio: el espacio urbano no como un escenario con límites más o menos definidos, sino como matriz que modela todas nuestras concepciones espacio-temporales posibles y, en definitiva, todas nuestras experiencias.
Los relatos podrían pensarse como trabajos sobre casos particulares de esa experiencia vital. Es el caso de “Los enfermos”, donde la protagonista recorre la ciudad para llegar a un hospital, o el de “Una visita al cementerio”, en el que tres argentinos buscan, en París, la tumba de Saer. Aquí y allá aparecen formuladas pequeñísimas teorías, esbozos (siempre agudos) sobre el tema: “Por último”, leemos mientras los personajes caminan entre las lápidas, “hizo una alabanza de los cementerios como las miniaturas urbanas más pacíficas y acogedoras”. O en “Donaldson Park”, donde el parque público aparece no como refugio o recreo de lo urbano, sino como el punto donde la percepción urbana se consuma y a la vez se niega: “En esos momentos se me ocurrió que la labor humana de producir mundo construido y de buscar separarlo de la naturaleza encuentra su refutación en la misma percepción de la gente”. No es que la ciudad sea una segunda naturaleza, sino que es todavía la primera.
Pero si la experiencia urbana (la experiencia capitalista) es una experiencia total, también lo es porque no se puede escindir del movimiento. Colectivos, subtes y autopistas ocupan aquí un lugar destacado. No parece extraño, entonces, que cada anécdota implique un desplazamiento que a veces se anuncia desde el título (“Una visita al cementerio”, “Hacia la ciudad eléctrica”) y, más aún, que el trasfondo de los personajes sea a menudo el de un emigrado: es el caso de Chejfec mismo, por supuesto, pero también el de la protagonista de “Los enfermos”, que acaba de regresar a su país de origen, o la de Samich en “Los colectivos”.
El resultado es siempre el de una percepción extrañada, producto de un levísimo desfasaje entre ese punto de vista y todo lo demás, como si el cansancio pudiera ser un estado de trance. Nunca se trata, sin embargo, de una distancia irónica o cínica, y su resultado tampoco es nunca una revelación grandilocuente. Los relatos de Modo linterna pueden leerse como arte poética, y son brillantes en el sentido paradójico que el mismo título del libro sugiere: no pretenden alumbrar la totalidad de lo que examinan. Son como los aviones nocturnos que el narrador ve pasar en “Donaldson Park”: apenas un destello que se posa sobre algo imposible de iluminar por completo (el cielo oscuro) y, peso a eso, permanece.
lunes, julio 22, 2013
"Soy un escritor que concibe su literatura en voz baja"
Silvina Friera lee Modo Linterna y entrevista a Sergio Chejfec para el diario Página /12.
El escritor argentino radicado en Nueva York da a conocer un notable libro de relatos, atravesados por la tensión entre documento y ficción. “Hay una especie de crítica moral de mi parte respecto de que me parece demasiado vanidoso contar una ficción”, señala.
Destellos vacilantes, chispazos de dudas o un estado de contemplación difusa emergen del paisaje literario de Sergio Chejfec. No tienen vocación de héroes ni de mártires sus narradores un tanto melancólicos y fatigados, al menos los que integran los nueve relatos de Modo linterna (Entropía). “Nada decisivo había ocurrido, ni siquiera importante –dice el protagonista del primer cuento, ‘Vecino invisible’, en Caracas, ciudad en la que el escritor vivió quince años, antes de radicarse en Nueva York, donde reside–. Tampoco podía decir que regresaba con alguna enseñanza clave o con anécdotas de provecho; tampoco nada me había perturbado especialmente. Y, sin embargo, esperaba la llegada del ascensor exhausto y dichoso como si hubiese vivido el momento más próximo a la felicidad más plena y me hubiese enfrentado a la realidad más densa o resistente.”
Durante la visita a la tumba de Juan José Saer, junto con un teólogo y un ensayista, el narrador que es literalmente narrador se pone a pensar y advierte que de los narradores no debería esperarse “poco más que una irradiación discontinua”. En otro relato, en medio de un coloquio de escritores en un hotel de los Andes venezolanos, un novelista confiesa que el documento acerca de los hechos verdaderos es lo único que lo salva de la sensación de disolución. Necesita sacarse unas fotos con unas guacamayas –loros– para poder escribir sobre ellas. Buscar en los libros que “la vida se muestre sin interferencias” conecta transitoriamente ciertas empresas tan ridículas como imposibles de algunas de las criaturas que habitan el mundo Chejfec.
Es la primera vez que publica en Entropía y Chejfec ensaya una hipótesis. “Buena parte de lo más interesante que se escribe y publica pasa por las editoriales independientes, que son las que asumen el mayor riesgo. Me pareció normal y natural publicar Modo linterna por Entropía. Es una editorial en voz baja y yo concibo mi literatura en voz baja”, plantea el escritor en la entrevista con Página/12.
–“Habitar el mundo produce cansancio y melancolía, vivir empeora las cosas”, se lee en el primer cuento. ¿Cómo explica este humus melancólico que atraviesa el libro?
–Hay una especie de humor melancólico opuesto al humor sanguíneo, a la cosa vitalista. Son narradores instalados en una frecuencia saturnina, donde la melancolía vendría a ser un presupuesto anímico para poder organizar lo sensible, la contemplación y la convivencia con lo exterior en un modo perceptivo. La melancolía es una atmósfera anímica que funciona dentro de los personajes como la condición para poder describir el mundo en la misma frecuencia de onda. Esa forma melancólica tiene que ver con una predisposición perceptiva. Que no digo que me pertenezca, sino que forma parte de la construcción de los mismos relatos, atravesados por la idea de detención, de dilatación, de digresión, de observación minúscula. Yo concibo estos relatos como deslizamientos sobre la superficie, que a veces tienden a amplificar un poco el campo de observación para que sea casi corpuscular.
–Hay una minucia en el detalle descriptivo que transmite la sensación de un modo de narrar en cámara lenta. Pero al mismo tiempo, las conjeturas, las especulaciones, intuiciones o pensamientos parecen estar en un modo más veloz, ¿no?
–Son desarrollos casi paralelos. Por un lado está la serie de los hechos, la peripecia en cámara lenta; las acciones no son importantes o son laterales, subalternas o muy acotadas. Pero después está la serie vinculada con lo asociativo, lo reflexivo, donde efectivamente me parece que hay una velocidad distinta que obedece a que un relato siempre tiene que plantear una promesa de continuidad y velocidad. Hay algo lindo que dice Henry James: “La experiencia es la atmósfera de la conciencia”. Cuando él habla de la teoría de la novela, responde las críticas que le formulan respecto de esa zona tan espesa en sus propias narraciones, cuando sus narradores empiezan a calibrar y a lanzar hipótesis vinculadas con la psicología, con la moral, con la sensibilidad de los personajes para actuar de una manera o de otra. La crítica que recibe James es una crítica que proviene de parte de los escritores realistas, los escritores a favor de la representación de la experiencia concreta. James dice que él no deja de representar la experiencia, pero la idea que tiene de la experiencia es que es la atmósfera de la conciencia. Que en la conciencia de la persona que está narrando es cuando la experiencia toma forma y se modifica.
–“Una visita al cementerio” es un relato que se pregunta por el lugar de Saer. ¿Cuál es para usted ese lugar?
–Saer tiene un lugar central en la literatura argentina del siglo XX y en mi propio mapa literario. Era un escritor infrecuente que fue capaz de leer muy bien toda la literatura del siglo XIX hasta ahora. La leyó tan bien que escribió apropiándose de los formatos más interesantes de la novela realista del siglo XIX, de la vanguardia del siglo XX, tipo Joyce, Kafka y Proust, y también de todo lo que representó el nouveau roman y el objetivismo. Saer era consciente de que todo estilo, formato, tendencia, modelo, está condenado a la convención. No hay ningún formato literario que te garantice que no termine siendo convencional. Es la amenaza permanente. Saer representa a un escritor lúcido muy dotado para trabajar con lo mejor de la literatura de los dos últimos siglos, y también sumamente inteligente para saber que lo que él mismo hacía estaba condenado a la convención. Que tenía que evadirla.
–Saer vuelve a aparecer en otro de los relatos, “Deshacerse en la historia”, en la confrontación entre Fierro y Saer respecto de cómo perciben la literatura y la experiencia. En esa tensión que se plantea, ¿el autor de Modo linterna está más en la línea Fierro o en la línea Saer?
–Una vez, charlando con Saer de literatura en general, surgió un punto alrededor del cual no nos poníamos de acuerdo. Saer, por su manera de ver la literatura, formaba parte del bando que cree que la literatura puede cambiar la experiencia. Que hay lecturas que pueden llegar a modificar tu visión del mundo. Tenía una confianza muy grande en la literatura; era un militante de la literatura. Yo lo veo de otra manera. Una de las cosas más interesantes es que la literatura no te promete nada.
–El narrador de “Novelista documental” afirma que “la novela puede ser ficción, leyenda o realidad, pero siempre debe estar documentada”. ¿Cómo funciona lo documental?
–La ficción por la ficción misma es difícil de sostener. Hay una especie de crítica moral de mi parte respecto de que me parece demasiado vanidoso contar una ficción. Hay tantas ficciones circulando en los diversos discursos de lo social que la ficción literaria tiene una capacidad de persuasión cada vez más reducida. Unicamente en una relación conflictiva entre la idea de ficción y la idea de documento, haciendo pasar por real lo que parece no serlo y haciendo pasar como ficción lo que indudablemente es documental; en esa relación conflictiva es donde la ficción se puede tramar con más densidad literaria. Hay que tomar prestado de los géneros testimoniales como la crónica o los géneros vinculados con lo autobiográfico, marcas, estilos o tics, de manera que con esos elementos se pueda tejer una ficción que no se la crea toda, que no se presente como una ficción verdadera. Siempre la ficción tiene que presentarse como si fuera un artificio y para eso ayuda lo documental, que funciona como contraplano. No me refiero solamente a elementos que le otorguen similitud sino puntos que planteen un conflicto. Que provengan del ámbito de lo documental real, pero que funcionen con otro sentido, que estén instalados en la ficción como si fueran incisiones, agregados arbitrarios que tratan de invalidar la ficción. El documento es lo que le da el estatuto verdaderamente artificioso a la ficción y la ficción es lo que le da el estatuto artificioso al documento. Ahí se produce como una economía muy extraña de la que terminan saliendo cosas que se apartan de la idea de verdad o falsedad. Es ese campo de incertidumbre, esa zona la que me parece más rica en términos literarios para moverme y para producir sentidos.
–¿En algún momento sintió cansancio o decepción de la ficción?
–No, no tanto decepción de la ficción, sino una necesidad de cambiar un poco de registro porque sentía que no estaba a gusto con los resultados. Entonces me ponía a escribir poesía o me separaba por un tiempo de lo que estaba escribiendo y escribía ensayos. Pero nunca tuve una relación especialmente tortuosa con lo que escribo. Yo siento que podría dejar de escribir en cualquier momento. No me siento obligado, no hay ninguna llama en mi interior que me empuje a seguir escribiendo. Sencillamente sigo escribiendo porque me sigue gustando, pero no siento que forme parte de mí de una manera central o muy vocacional, como puede pasar con otros escritores. Esa relación un poco distante y de sospecha que tengo de mi propia escritura me lleva a escribir de una manera distanciada y desde cierto punto de vista desganada en términos de ficción, de contar una historia.
–“El testigo” podría ser el cuento que condensa la tensión entre documento y ficción. Hay una carta de Cortázar que se vuelve obsesión y una búsqueda en la Biblioteca Nacional de las guías telefónicas de los años ’40 para reconstruir teléfonos y direcciones de muchos escritores: Silvina Ocampo, González Tuñón, Borges, Bernardo Verbitsky, Bioy Casares...
–Sí, en parte sí, hay una dosis de documentación muy grande, detallada, minuciosa. También hay un nivel accesorio, de realidad o documentalidad, que tiene que ver con el estatuto cero de estos autores. Para mí uno de los elementos más fascinantes de la guía telefónica es que es la única clasificación completamente democrática. La guía telefónica te pone a Borges y a Verbitsky y a los Tuñón en un plano de hermandad y equivalencia democrática. El trabajo de la crítica, del mercado, de las lecturas, hizo el resto a lo largo del tiempo. Pero en ese relato hay un punto embrionario y larval en que todos están en el mismo nivel: todos tienen sus direcciones y sus numeritos de teléfono. Era para mí una especie de sueño melancólico, una radiografía democrática de ese momento. Y una documentalidad un poco inerte que me entusiasmaba, esa cosa anticanónica. Este cuento me daba la oportunidad de sumergirme en lo inútil, en lo extremadamente gratuito, en una misión ridícula, ¿no? Es una exacerbación tal de lo documental que termina siendo inútil. La literatura es lo único que se escribe sin ningún motivo y sin ninguna función. Todo lo demás tiene una función, desde los manuales de instrucciones hasta los discursos políticos, desde la prensa hasta los prospectos de los remedios. La literatura es lo único que no se espera y no se sabe muy bien para qué está escrito. Me gusta la literatura que declama su condición hipotética, que tanto podría estar como no estar, que no es imprescindible su presencia.
–Uno de sus narradores afirma que “empezar de nuevo es casi lo único que un escritor tiene vedado”. Sin embargo, cada libro que se escribe podría ser un intento de “empezar de nuevo”.
–Los libros que publica un autor van formando un sistema, una caja de lectura; entonces te vas creando tu propio escenario de lectura. El primer libro es el único que está escrito sin premisas, ni para vos ni para el que te va a leer. Pero después del primero, las premisas y los presupuestos se empiezan a acumular, hacen sistema, mal o bien. Y cualquier narrador se va tornando alguien que está sometido a sus propias reglas porque va generando un efecto de acostumbramiento, de recurrencias de tópicos, de circunstancias, de sobreentendidos. Es como una especie de esqueleto el que vas armando, ¿verdad? Aunque no tengas idea de la “gran obra”, inevitablemente ocurre porque la literatura danza alrededor de la idea de autor. La idea de autor es lo único que unifica ese caos que son los libros publicados. La idea de autor tiene una doble vía porque uno se va constituyendo en un autor de sí mismo. Por eso digo que el nuevo comienzo es imposible. Quizá habría que ver en autores que cambian de lengua... creo que es una utopía o un esquema ideal, pero constantemente la realidad lo refuta. Es imposible, es como pedir nacer de nuevo. Uno no puede nacer de nuevo, lamentable o afortunadamente. Tampoco uno puede escribir de cero de nuevo. Pero funciona como ilusión, como una oportunidad perdida.
viernes, julio 19, 2013
Criaturas malhabladas
Pablo Natale reseña Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao para el suplemento Ciudad X, del diario La Voz del Interior.
En la foto de solapa de Cómo usar un cuchillo vemos a Fernanda García Lao en un retrato en blanco y negro, sosteniendo una hoja tamaño oficio extrañamente rasgada o doblada, y de fondo un paisaje que bien podría ser una selva o un cuadro de un jardín. En esa foto, García Lao, vestida con una blusa que deja ver uno de sus hombros, está concentradísima leyendo o haciendo que lee. En gran medida, la teatralización de la mujer, de la lectura, de la sensualidad y de la muerte (la autora parece embalsamada) presente en el retrato contiene lo que luego encontraremos en el libro.
Bocetos de relatos, puestas en escena con gráficos arquitectónicos incluidos, cuentos que presentan a un personaje en el momento justo en el que se dedica a explotar, cientos de cuchillos y seres deformes son los protagonistas de un libro cuya escritura ha sido sometida a la distorsión, buscando incomodar y transgredir. Basta leer los títulos con que García Lao etiqueta sus cuentos para trazar el universo en el que opera su literatura: “Asterico”, “Inmundo”, “Anarquía de la forma”, “Mensaje viscoso”, “Desierto al revés”.
Hay un cuento en que dos adolescentes se burlan de una empleada doméstica, hay uno de una cantante que sobrevive a un insólito naufragio, hay uno sobre una mesita (¿?), hay un concurso de modelitos rodeadas de extraterrestres, hay uno de una mujer que se suicida, hay otro de una niña genio que se suicida.
En Cómo usar un cuchillo nos encontramos con una mezcla de Lautreamont, el mejicano Carlos Velázquez y La loca de mierda, o con una fila de sketches gores ridículos, escatológicos o provocadores cuyos principales temas son el lenguaje y el mal.
Hace unas semanas apareció un video en la web en el que una jovencita rusa era filmada en medio de un supuesto casting porno. El francés del otro lado de la cámara le preguntaba, con asistencia de una traductora, si le gustaba leer, si había tenido novio, y todo iba derivando hacia el lugar común del género. De pronto alguien golpeaba la puerta, se cortaba la luz, se escuchaban gritos, y la rusa degollaba a distancia a la traductora mientras se acercaba sonriendo a cámara.
Esa también hubiera sido una escena “bien García Lao”, una autora cuya estética se ha concentrado en la banalización de la violencia, la teatralización del mal y la celebración de lo deforme.
jueves, julio 18, 2013
Una luz minuciosa y abstracta
Leonardo Novak reseña Modo Linterna, de Sergio Chejfec para Espacio Murena.
El último libro de Sergio Chejfec, Modo linterna, viene a confirmar esa mirada particular, detallista y dispersa al mismo tiempo, que las novelas anteriores ofrecían, pero le agrega un valor: la posibilidad de que esa luz se proyecte sobre el propio trabajo del escritor. Porque si las novelas daban la impresión de estar frente a una literatura tranquila, por momentos segura y afianzada, los nueve relatos de este libro (dos inéditos, y siete ya publicados entre 2006 y 2012) abren un pequeño agujero ficticio para espiar un proceso de escritura que es más una búsqueda, o una interrogación, que una palabra asertiva. Cada relato confirma los virajes que el autor venía mostrando en sus escritos anteriores, en especial, una mayor indagación en lo testimonial[1] y un mayor protagonismo de la deriva aireana de las historias.
Con textos que oscilan entre el cuento, la crónica o el ensayo filosófico, Chejfec hace de la introspección de sus personajes un modo de reflexionar sobre la literatura, sobre la posibilidad de representar la vivencia con las cosas y, a la vez, la de vivificar las representaciones del mundo. Un bollo de papel de estraza puede suscitar la imagen de la topografía venezolana (“Vecino invisible”), una guía telefónica de 1939 es capaz de reponer el panorama literario de Buenos Aires de la época (“El testigo”), el recuerdo aleatorio de un cuadro de Giacomo Balla sintetiza la estadía en un hospital (“Los enfermos”). Aunque es la materia con la que el autor trabaja asiduamente, Modo linterna expone de forma radical una preocupación que asoma en la escritura de Chejfec desde hace tiempo: ¿de qué manera documento y ficción se imbrican en la búsqueda del efecto poético y la verdad? En el cuento “Novelista documental”, se lee: “de un tiempo a esta parte no sé si la realidad a secas, en todo caso el documento acerca de los hechos verdaderos, es lo único que me salva de una cierta sensación de disolución. La novela, le digo, puede ser ficción, leyenda o realidad, pero siempre debe estar documentada. Sin documento no hay novela, y yo preciso esta foto con las guacamayas para poder escribir sobre ellas y yo, porque de lo contrario cualquier cosa que ponga carecerá de profundidad; no dejará estela, aclaro”.
La cotidianidad reclama hoy documentos, pruebas que garanticen el testimonio de haber estado satisfechos, de haber estados tristes, de que algo ocurrió. En alguna medida, esos documentos le aportan a los hechos una garantía de realidad, incluso de trascendencia, que la vida en las ciudades parece haber perdido en alguna estación de su viaje desquiciado. Viene a suceder que esos documentos son, en última instancia, meras representaciones (escritas, fotográficas, analógicas, digitales, lo que sea). Así, la representación, lejos de ser un parche que viene a subsanar equivocadamente una vivencia deficitaria, como suele pensarse, es ante todo un potencial, una afición de la propia experiencia. En el relato “Una visita al cementerio”, uno de los dos inéditos, se cuentan las peripecias de un teólogo, un narrador y un ensayista antes y durante la búsqueda de la tumba de Juan José Saer en un cementerio de París. Al ensayista la hija le ha encargado la tarea de documentar el viaje con fotos en las que siempre aparezca su oso blanco de peluche, Colita. De modo que, cada tanto, el hombre saca el oso de la mochila, lo ubica encima o delante del objeto a retratar y gatilla. El propio derrotero del ensayista está signado de antemano por la posibilidad de su representación. Y esto es una constante en la literatura de Chejfec, aún en un nivel más primario. Cada personaje está construido, principalmente, por el vaivén de su pensamiento, las marchas y contramarchas para expresar una idea. Esa dificultad para expresarse es tanto la imposibilidad de decir algo verdadero sobre las cosas, como el temor a la representación que las propias palabras harán de su persona, por su inevitable constitución en personaje[2].
En una literatura no realista (si es que esta denominación sigue respondiendo a algún llamado), el par vida-representación se vuelve dos términos, si no anecdóticos, al menos intercambiables. Y como no hay mayores diferencias entre ambos, las figuras de narrador (así la llama Chejfec en sus propios relatos), la de sujeto enunciador y la de autor pierden densidad y se confunden, sus fronteras se invisibilizan. Pero, a su vez, esa pretensión de invisibilidad está completamente desacralizada como gesto o aspiración estética, porque “buena parte del problema radicaba en el hecho de que eran invisibles en una época en que todo aquello había pasado a ser insustancial, casi irrelevante” (“Vecino invisible”).
Todos los relatos parecen confluir hacia la construcción de una voz única y múltiple. No de una voz omnisciente, avasalladora y, en definitiva, insípida, que se impone a priori, sino una voz que absorbe las sutilezas de cada posible interpretación del mundo (desde el lugar común a la cavilación filosófica), y que no tiene pruritos en poner de manifiesto la propensión ficcional de todo lenguaje. Si en cada novela se tenía la sensación de que el personaje principal era el narrador, aún siendo éste una tercera persona, en estos nueve relatos se tiene la impresión de asistir a la construcción de un solo gran narrador que va sumando piezas distintas a un enorme artefacto literario. A partir de este libro y en retrospectiva, se impone una imagen: la de un narrador-playmobil, al cual parece imposible no atribuirle la fisonomía del propio Chejfec. Es decir, una suerte de actor capaz de disfrazarse y mimetizarse con cada lugar, o mejor, con cada escenario, y a la vez que se muestra reiterativo y constante, se despliega totalmente cambiado y único. Puede ser una mujer a quien le han encargado el cuidado de una persona internada (“Los enfermos”), un hombre obsesionado con la nieve y sus manifestaciones (“El seguidor de la nieve”) o un escritor a la espera de que unos loros se queden quietos para poder fotografiarse junto a ellos (“Novelista documental”). En cualquier caso, nos internamos en el mundo que se nos propone. Pero, al igual que en los playmobil, que son una idea abstracta y concreta de todos los mundos posibles, a medida que se suman universos distintos, se evidencia lo permanente y lo singular, el hecho de ser muñecos. O sea, el hecho de ser, como el narrador, como cualquiera de nosotros, un actor potencial listo para asumir su papel en la escenografía que le toque en suerte[3]. En esa dramatización, mitad espectáculo, mitad experiencia sin objeto, de darse un personaje, una vida posible, el narrador de Chejfec, sereno y un poco dubitativo, parece escrutar los pliegues de una realidad más o menos equivalente en cualquier ciudad (Buenos Aires, Caracas, Nueva Jersey, Nueva York, París).
Esa equivalencia responde a las ideas de los personajes, al tema de los cuentos, pero también a una mirada particular. La extranjería es un tópico frecuente en todos los relatos y, por ende, una excusa para adoptar una actitud más bien ascética e interrogativa frente a las ciudades. Casualidad o no, la solapa del libro afirma que el autor nació en 1956, en Buenos Aires. Y a diferencia de las solapas de la editorial que suele publicar sus novelas, aclara que, desde 1990, reside en el extranjero. O sea, reside, no en un lugar, sino en una condición. Condición que le permite generar una voz reconocible e ilocalizable y retomar ciertas constantes de su literatura, aquella “espléndida monotonía” que pregonaba Pavese: las reflexiones sobre lo citadino, la convivencia más o menos armónica entre urbanidad y naturaleza, las caminatas sin propósito claro, los mapas. Planificación y deriva (o como el autor suele llamarlos: lo determinado y lo indeterminado) se vuelven, casi siempre, el núcleo de los conflictos y la materia de la escritura. Los personajes, en la pregunta por su identidad, no pueden omitir el lugar que los moldea. Un poco como el ser-ahí de Heidegger, los personajes están siempre situados en su existencia. La “ciudad eléctrica” es el ahí (en tanto lugar y en tanto época) de los seres de Chejfec, pero esa ciudad se revela siempre como escenario, como plataforma potencialmente ficcional[4]. De naturaleza oscura, el escenario del mundo siempre está listo a una nueva iluminación, a una nueva representación. La ciudad, tierra para la vivencia y la teatralidad (porque finalmente está creada para habitarla y, sobre todo, para verla), saturada de luces, de ruidos y de furia, parece más fascinante, más desalmada y menos diabólica bajo la linterna de Chejfec.
[1] Puede leerse la entrevista realizada por Guillaume Contré a Sergio Chejfec para Espacio Murena.
[2] Ya en el cementerio, el ensayista parece tener una revelación: “Piensa entonces en un tema para un próximo ensayo: la idea de documento como noción previa a la experiencia y el tremendo impacto de eso sobre la idea de historia, incluso sobre la idea de literatura”.
[3] Como le sucede al protagonista del relato “Deshacerse en la historia”, que es un simple rasgueador de guitarra en una relectura del Martín Fierro en clave teatral: “Fierro está en el punto donde la literatura ya es una prerrogativa de la vida, y como tal se conjuga con la biografía”.
[4] El mundo como escenario no es una idea nueva en Chejfec. Aparece muy clara en La experiencia dramática (Alfaguara, 2012), pero también mucho antes, en Los planetas (Alfaguara, 1999): “Las palabras escenario o escénico a veces tienden a ser consideradas como indicio de ornamentación vana, de incidencia casi irrelevante en la serie de circunstancias misteriosas o importantes que es la vida; sin embargo, el escenario lo es casi todo, y nada menos ornamental. No quiero decir que la vida sea teatral, sino que levantamos al transcurrir, el marco verdadero de la escena representada por la geografía circundante”.
miércoles, julio 17, 2013
Las criaturas salvajes
Germán Lerzo lee Cómo usar un cuchillo y lo reseña para la Revista Invisibles
“Toda conciencia es una enfermedad” dice el epígrafe de Dostoievski con el que abre el libro. Y esa frase, que anticipa la naturaleza de los cuentos que vamos a leer, también nos remite a esta otra: “La enfermedad es el lado oscuro de la vida. Una ciudadanía más cara”*. Basta con leer los primeros relatos de Cómo usar un cuchillo para descubrir que Fernanda García Lao se sumerge con destreza y precisión en la conciencia de estas criaturas que narran porque tienen un motivo para sufrir. Mis formaciones mentales están teñidas de muerte, dice la narradora del primer cuento (“No hay mantra”) y la narradora del último, que parece haber aprendido más, dirá: Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo (“Inmunda”). Eso que sucede en el medio de una voz resignada que dejó de buscar y otra que se ríe de sí misma en continua búsqueda, es el universo delicado, risible, inesperado que se nos presenta en los otros cuentos. Y en cada uno, los/las protagonistas suelen pagar el precio de esa “ciudadanía más cara” en la que viven.
Las voces masculinas y femeninas que narran siempre son distintas, como la forma de percibir el mundo o su manera de terminarlo. Hay muertos, asesinos, suicidas, farsantes, casados, amantes despechados y seres abandonados. El talento de la autora consiste en darle a cada uno de ellos un tono y un estilo preciso para hacer de su realidad algo más claro de lo que parece. La primera persona nos mete de lleno en la cabeza del que narra, pero rápidamente nos damos cuenta que García Lao no recae en la moda de eso que se dio en llamar “literatura del yo”, y acaso su mayor mérito consiste en que esas voces nunca sean las mismas. El sentido de lo que dicen está atomizado en cada oración, como puntadas filosas que marcan el pulso de lo que ven y piensan, en sentencias mínimas. Aunque la realidad que los contiene los diferencia sutilmente, ellos tratan de conceptualizarla:
Hice todo, respiré, perforé la mente. Pero no logré deshacerme del mundo. (No hay mantra); Los necios son los nuevos hermosos (Asterisco); Miro hacia delante con la certeza del que no tiene nada (Desgracia en tres sets); El amor es un tobogán ingrato (Mi pequeña molotov); Una vez fui linda. Pero la belleza es un desperdicio (Tiburones con rodete); Las maduras son un colchón delicioso y transpirado (Buenos Aires); Yo voy al amor en cuentagotas (Desierto al revés); Creo que la inutilidad se compensa con la carne (Naufragio); Si ve a una mujer feliz seguida por un perro, huya (Cómo usar un cuchillo); Yo no tengo nada que decir, lo supe desde siempre (Chalet); No se venga un corazón tomando otro; No hay nada más real que la muerte (Bisturí); Disfrute de su neurosis. No le puedo decir más (Juicio final).
Así, los relatos suelen alternar entre personajes que asumen diferentes posiciones: la de quienes no entienden lo que pasa, la de aquellos que entienden demasiado y la de aquellos que se dejan llevar, no sin malicia, por el entorno. Pero la angustia de los primeros se compensa con el humor implacable de los segundos y la curiosidad de los últimos. Mientras que algunos personajes deciden poner un final drástico a esa incomprensión, otros salen a relucir el cinismo con que observan todo, desde un lugar distanciado. Del mismo modo, los narradores masculinos tienen una tendencia al crimen como las voces femeninas al suicidio. Pero todos parecen jugar con su destino y aceptar que el lugar que ocupan nunca es igual, porque ese momento que se narra es la inminencia de una transformación en otra cosa, que también los modifica. Los personajes no tienen un pasado que necesite ser contado: ellos viven en el más puro presente, y ese lapso de tiempo, esa instantánea, es lo que se describe.
Las situaciones que viven estas criaturas oscuras, mordaces, son muy diferentes, no obstante, su actitud desprejuiciada es lo que, en ocasiones, los hermana. En “Mi pequeña molotov” la narradora cuenta la aventura de incendiar una refinería de gas junto a su novio, y lo que para ella está punto de explotar es la relación misma. Esa mirada distanciada es semejante a la del padre en “Chalet/Epístola Punk” que observa a su ex mujer enamorada de un hongo deforme y a sus hijas como lagartos; también es comparable a la acidez de la narradora de “Naufragio”, una cantante cuyo único talento es coquetear con un periodista ridículo que la pretende y un trompetista que la rechaza, mientras ella se ríe de esa estrategia desesperada a bordo de un crucero. Y los relatos más destacados, “Juicio final” junto con “Vertical”, donde se narra en tercera persona la historia de una chica que decide pasar la noche con un grupo de chicos ricos (“estúpidos”, “subnormales”) a los que les grita, dentro de una fuente de agua: “manga de hijos de puta, oligarcas del averno, me cago en Cariló” constituyen un grupo sólido donde la observación sagaz hace posible entrever, al mismo tiempo, la risa desencajada, patética, de su narrador o protagonista. Como dice Diana Bellessi, ese humor fino, desopilante atraviesa todo el libro, tanto para contar los minutos finales de alguien como para ofrecer instrucciones a la hora de cometer un crimen perfecto.
Podríamos decir que en los 27 cuentos de Cómo usar un cuchillo el lector encontrará varios relatos que burlan los esquemas, las convenciones del género y hasta el lugar convencional de la corrección política, que es, al fin y al cabo, una suerte de estilo con el que la literatura suele dar lo mejor de sí.
viernes, julio 12, 2013
“¿Vos me querés a mí?”, de Romina Paula
Este libro es la primera novela de Romina Paula, y abrirlo es entrar en un laberinto. Entre diálogos casi cinematográficos y encuentros que se rozan con lo fugaz, lo cotidiano y lo genuino, es fácil sentirlo cerca, tanto como la atracción que se siente por el precipicio, la caída, una puesta en abismo. Entre cruces de historias que se muestran ante el lector de manera fragmentaria, se percibe la intimidad; algo oscuro nos es develado y, aunque es algo ya conocido, nos sorprende encontrarlo frente a frente. El sexo y el placer se traman con otras experiencias y el lenguaje se destruye y reconstruye desde una infancia que no quiere perderse; sin embargo, se sabe que este intento de retención es imposible. Las imágenes vuelven y escapan fugitivas, como sombras. Es que ¿Vos me querés a mí? está escrito desde la sombra y el deseo, si es que estos términos pueden tomarse como cosas distintas porque, como dice Inesia, la narradora/ superviviente/ actriz/ joven de clase media con una carrera de la facultad de Filosofía y Letras inconclusa: “el deseo es un lugar oscuro”.
Mal catalogada como “literatura de minita”, no es difícil dejarse llevar por estos clichés en donde todo ‘debe’ pertenecer a un estilo, un género, una condición, pero si ahondamos un poco más, fuera de este rótulo trillado, lineal y académico hay un grito desesperado por encontrar el fondo, una esencia verdadera de las cosas, un intento de arrancar de raíz la careta de toda una generación mal armada, traumada y mal querida; una generación que busca por todos los medios respuestas -la mayoría de las veces, en lugares insólitos y equivocados- que siempre giran en torno al amor, a querer, o a querer tener; si no es que son todos la misma cosa, así de amplia y perturbadora.
En definitiva, se trata de desarticular un intenso juego de superposiciones para caer nuevamente en tretas y guiños lingüísticos que se encadenan “rizomáticamente”: “Actuar es ejecutar y coger es morir, decir coger es una forma de distanciar y distanciar es minimizar, minimizar es preservarse y preservarse es querer morir un poco menos. Actuar es matar y coger es morir, cuando la conciencia de la carne, de la materialidad, de la fetidez, es tan evidente.”
La familia ‘apacible’ y destrozada, la niñez, los vínculos afectivos, la sexualidad, los diálogos entre chicos, los diálogos entre chicas, la vocación y la angustia existencial, todo, forma parte de un mismo interrogante que atraviesa a la novela entera:
“-Che..
-¿Qué?-
-¿Vos me querés a mí?-”
Y es así como el texto atrapa. Lentamente, nos va alejando del lugar seguro y nos pierde, de una manera sutil pero efectiva, en lo único en lo que podemos ser nosotros mismos: la propia desnudez. Emocional, física, de todo tipo. Luego, sólo queda recorrer con temor esa inmensidad:
“La casa se agranda y hay más cuartos y tienen ventanas y son muy lindos, mucho más lindos, con mucha madera, mucha luz y colchones en el piso y yo estoy con Pablo en una cama marinera, miramos el pino y tener vértigo, mucho vértigo”.
jueves, julio 11, 2013
El juego de las cinco diferencias
En el blog de Eterna Cadencia, el texto con el que Luis Chitarroni presentó Modo Linterna, de Sergio Chejfec
1. De Modo linterna se egresa con una ignorancia inmodesta, distinta, que merece postulaciones menos enfáticas que las que solemos usar, que las que yo suelo usar: Modo linterna, ejercicio narrativo y experimento conceptual, del que el polaco se desentiende con un gesto de abstinencia que supone una cortesía superior, chamánica, brahmánica o china. Sobre todo rabínica.
Desde que lo conozco, Sergio tuvo la paciencia de no sacarse de encima “el drama de las ansias ajenas” con un ademán visible, desdeñoso o indiferente. Es una admisión que consiste en no encogerse de hombros. Parecida a la del koan (¿o era meramente un haiku?): “Admirable aquel que frente al rayo no dice: la vida huye”. Exclusión radical del tópico, del lugar común.
Tal vez lo único parecido a estos relatos de Chejfec —exagero, claro— deben de ser, menos que las excursiones de Sebald, los huaben, esos relatos chinos de la dinastía M’ing, relatos de mercaderes viajeros —que son a su vez los caballeros andantes sin causa— que simulan fijar el interés de su trama en las transacciones en taeles y de los trayectos en li, pero que yuxtaponen el mapa al mundo que recorren, y que canjean el valor real del dinero, y el de los personajes y poblaciones, a la laboriosa y justiciera circulación kármica.
Modo linterna es una suma y una resta: el modo constituye per se un rechazo y una evasión. Del conjunto de ineptitud y de orfandad de los modos para enfrentar las acusaciones complementarias (de frivolidad, falsa profundidad, simplificación, hiperintelectualización). Se suma a los otros libros del polaco pero no deja de, como se abusa hoy, en busca de peor expresión, “hacer ruido”. Es un libro que entra en la biblioteca polaca muy resueltamente, sí, aunque no se sabe para ubicarse dónde.
Y se resta en la medida en que el proyecto de abandono y de busca tiene algo sebaldiano que es absolutamente polaco: una mira, un objetivo, un foco chejfec. Un modo linterna. Es, como toda pesquisa, el resultado resbaladizo e iluminador que necesita de una guía para “acomodarse”, para jamás moverse a sus anchas. La sobriedad del método —“modo”— nos alcanza a revelar una forma —“linterna”— cuya prolongada diatriba con el procedimiento de descripción habitual proporciona una receta para el desconcierto menos severa que la de Maimónides.
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2. Como preconiza el doctor Johnson en su viaje a las Hébridas, es fácil fantasear sobre un mundo que escribirá de manera aforística, y que resolverá —o tratará de resolver— sus problemas no solo verbales con esos vehículos que son puro diseño, y que Valéry, para dar otro salto, consideraba ya “un abuso de confianza”.
Ese futuro llegó, claro, y casi todas las sucursales de la persuasión parecen ocupadas por solícitas maniobras carentes de sentido, limitadas a imitar el sentido cuando el sentido tenía sentido. Por eso la educación a que nos invita Modo linterna no es solo una instrucción, por eso de este libro se “egresa”. Narrar y convertir el hilo conductor del relato —del relato largo que permite a todos los demás tripularlo (¡que difícil tripular un hilo!)—, que en un contubernio insoslayable de trayectorias, guacamayería estridente a la espera de un tucán, guías en las que se encuentran las direcciones de los escritores en un estado de lengua que los reclama a temperatura adecuada para los signos vitales, proyectos lintérnicos y/o documentales, una gnoseología de la nieve, cuchilleros sin amparo canónico, parece un exceso bíblico o pynchoniano al que solo un escritor de la sobriedad del polaco puede devolverle una proporción legible. A la que este modo, método se le ocurre —de vuelta— con los sentidos (en doble acepción) pone en funcionamiento. El solo trabajo de amor perdido es arduo y provoca y una fatiga encomiable, ¿pero qué podemos alegar acerca de salir a su encuentro? Comentar esa proeza es meramente laborioso, ¿pero presentarla?
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3. Esta construcción (usemos de una la maldita palabra) caprichosa renuncia a la veleidad chapucera del “gusto”. Los tiempos en que nos toca vivir son curiosamente los precipuos, los indicados, no los indicativos. El polaco tiene una anosmia inquisitiva directamente opuesta a la curiosidad proboscídea de los escritores convencionales, menos indiscreta. Es un dispositivo que depone la superstición de la juventud, a la que tanto él y yo estuvimos sometidos cuando, sin haber publicado unas pocas palabras, merecíamos ya el repudio general de lectores imaginarios.
La afinidad electiva más próxima a este [casi] principio de identidad y elegancia el cuadro verista de Giacomo Balla que cita en Los enfermos, que a mí me remite, por una distorsión de la memoria o por la tapa de una edición desprevenida, entrevista, a “Lo real”, el cuento de Henry James. Una repartición, un reparto: lo real en la medida justa: el mayordomo por el señor, el landlord; los sanos (o los curados) por los enfermos, I malati.
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4. Más de una cosa deja clara Modo linterna: la lógica y las anécdotas son de los otros. La anécdota de Gombrowicz, que tal vez debamos a Gómez, pertenece tal vez a Gombrowicz. ¡Bendita sea la duda, bendita sea la deuda! De acuerdo con la misma, los días de calor Witoldo atendía el mostrador del Banco Polaco en calzoncillos. Yo obtuve hace unos años unas fotos de Gombrowicz sacadas en el Banco Polaco. En todas tiene una expresión entre despavorida y ausente. Cierto que está en reuniones o ceremonias ajenas, muy ajenas. Salvo en una, la más rara; la expresión se reduce a un mínimo de irrespirable confinamiento; hay en la boca una mueca, entiendo ahora, que no es desdeñosa sino divertida. Debía de estar sin pantalones.
Hay, ¿cómo decirlo?, una operatividad clandestina a la que daremos el nombre (que el polaco ya anticipó) “linterna”. Hay un uso medido (como cuando decíamos “teléfono medido”) del chiaroscuro linterna que transforma la ironía, le saca la angustiosa retombée del sarcasmo, [[[el sopetón ácido que tan atractivo resulta solo a
Lo implícito, no necesariamente a cargo de la objetividad linterna.
Por carecer de modo linterna y de integridad documental propias, voy a contribuir más de lo necesario con presunciones y carraspera, exagerando los anhelos: (I) Sé que a Vila-Matas no le preocupa ser original (a nadie que necesite tanto de la literatura precedente podría importarle de veras una categoría desde el vamos tan excluyente); (II) no en este caso por lo menos (en todos los demás, sí: espera que los lectores no adviertan su impostura, su bajísima ralea de estafador de medio pelo). Los recursos inimitables del polaco —o mejor, del modo linterna— lo habilitan para un puesto de honor en un arte que Borges practicó después de desentender y desdeñar el arte desafiante de Mastronardi (que consistía en agraviar tras una apariencia de elogio: “Infalible en el error…”). El arte de Modo linterna es soberbio, digno de un asesino (retórico) serial: es el arte de injuriar sin dejar rastros.
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5. La única gran concesión —con algo de recoveco y algo de catástrofe, con los signos indiscernibles de la voluntad y el desgano (recto y verso)— es que el polaco se deja sustituir, reemplazar, invadir por algo que es ya lo contrario de un devaneo: es una actividad y una impronta. Depone su timidez, su calvicie, su inspiración, sus titubeos, sus anteojos siempre sorprendentes, sus gorras, su transitividad, su intransitividad, su interlineado, su sombreada intransigencia, su moral, sus planetas y sus dígitos, su conducta (tratar de saber cómo debería desayunar un frugal argentino en el extranjero, en cálidas exuberancias tropicales o en paraísos gélidos) a un estilo al que ni siquiera tiene la arrogancia de nombrar, de llamar por su nombre (tardío, azul, geométrico, futurista). A este hallazgo excepcional, esta maniera, que nosotros podemos finalmente admirar (no apreciar) sin posibilidad alguna (aunque hayamos egresado) de asimilarla dio en llamar: “modo linterna”. A todo eso tuvo el coraje de renunciar el polaco por ese procedimiento, ese método, ese instrumento, ese misterio. Menos a dos cosas: su amor por la literatura y su amor por la Pancha.
miércoles, julio 10, 2013
Sergio Chejfec destacó "la zona de incertidumbre" al escribir
Osvaldo Quiroga leyó Modo Linterna y entrevistó a Sergio Chejfec para su programa radial El refugio por la vuelta, en AM 1270, Radio Provincia.
Aquí, el audio de la entrevista.
El autor de “Modo linterna” contó que se trata de una obra que “propone relatos que pueden continuar como si fueran hebras”, en relación a los personajes que aparecen en varias de sus novelas.
El escritor, Sergio Chejfec, señaló que su libro “Modo linterna” se trata de nueve relatos “que fui escribiendo en los últimos años, siete de ellos en revistas y libros y agregué dos más que estaban sin publicar”. “Y algunos relatos están concebidos como pequeñas secuelas que pertenecen a otras novelas mías”, contó en diálogo con Radio Provincia.
Asimismo, explicó que su forma de escribir en esta obra no corresponde “a un mundo autosuficiente y cerrado, sino que propone relatos que pueden continuar como si fueran hebras, como si fueran flecos, dando la posibilidad de varios hilos de seguimiento”.
Por último, destacó que “la zona de incertidumbre siempre es la que nos hace trabajar mejor”.
lunes, julio 08, 2013
Escribo lo que suena en mi cabeza
viernes, julio 05, 2013
Yo ausente. En carne viva
Adriana Bocchino lee Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao y lo reseña para BazarAmericano
a) Leer el libro una vez. Le producirá vértigo y no podrá dejar de leer hasta el final aunque en la tapa diga “cuentos” y crea que podrá ir de a uno cuando le sobre tiempo.
b) A no asustarse, aunque le dé miedo. Será perseguido/a al filo de cada hoja que pase. Recuerde: se trata de literatura. No importa el género.
c) Vuelva a leerlo despacio, muy despacio.
d) Déjese.
Este libro de cuentos… no… mejor decir relatos… mejor, micro relatos… cuentos breves… no, tampoco, bueno, no sé. Son 27 puntadas, 27 entradas según el título conciso de cada una de ellas. “No hay mantra” –¿anuncio? ¿carta de despedida? ¿una dedicatoria?: “Dedico este clavado a los corazones duros, a los que están peor. A él: por no quererme”– inicia un entramado de situaciones siempre penosas, “de un humor fino, desopilante” dice Diana Bellessi en la contratapa. Ese es el punto. Por un lado la desgracia, por el otro una escritura sometida a “una torsión tan violenta, a tal desacomodo” –también dice Bellessi– que se avanza “con un gesto de desvarío”, “sin que haya ruta en el espacio o en el tiempo”, hasta quedar atrapados en la escena, donde siempre, de alguna forma, hay un crimen. Está la muerte, la de él o la de ella, o el abandono: los efectos son los mismos. Humor negro digo, de un escepticismo irónico aplastante. Es el derrumbe.
¿Cómo usar un cuchillo es una interrogación indirecta o una exclamación? El título del libro no tiene signos que lo aclaren. El título del cuento con el mismo título es un instructivo. Para un asesino o su víctima. O al revés. Ya no sabría decirse el género. Ni de qué persona se está hablando en cada caso.
“Bisturí/ Desgrabaciones de mi alma” sigue adelante desde un “yo” que no es mujer… es “una invención” que dice yo. “Nada es simple y no es una frase. Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una putita en celo”. Y este yo, ahora, es un señor raro, tiene un trabajo raro, bisturí en mano y trato continuo con los muertos/as, de todas las edades. Tres páginas de este libro y dos desacomodos. Una empieza a inquietarse en la silla donde lee. Estos cuentos, empiezo a sospechar, rompen todos los esquemas.
Primer esquema: Fernanda García Lao es una mujer. Segundo: es hija de exiliados, ella misma una exiliada desde los diez años. Todas las mínimas biografías que la presentan recurren a estos datos y si con ellos pudiese pensarse una matriz de escritura, los dos esquemas, mis dos esquemas, se quiebran rápido. Ella no escribe en femenino. Tampoco desde el exilio. Y para más datos, no adhiere a la nostalgia melancólica con la que algunos caracterizan la literatura argentina, ni las historias de amor o desamor que tan bien correspondería al caso, tampoco al giro subjetivo ni a la autoficción a la page, o a las escrituras del yo que despertaron nuestros últimos entusiasmos críticos. No. Fernanda García Lao, aunque dice yo constantemente en estos cuentos, es el yo menos pensado. El/la lector/a tiene que ir acomodándose al punto de vista en cada relato, enterándose de a poco quién dice yo y, mientras tanto, acomodándose al filo del cuchillo o de la página que pasa por la garganta, la entrepierna, un ojo, la muñeca. Parece Di Benedetto anoto, pero peor. Me deja sin palabras. Quien escribe le hace decir yo a los personajes que inventa, pero nunca es ella. En apariencia.
Hay una entrevista donde Fernanda García Lao dice “A los 10 años inicié un exilio que no terminó: donde voy está mi casa” (Clarín, 16-3-13). Y también un blog donde se lee, podría decir incluso que se ve, una performance. Allí todo es ella y sus libros, cuatro novelas (La piel dura, La perfecta otra cosa, Muerta de hambre, Vagabundas), algunos poemas, este libro, sus obras de teatro (La amante de Baudelaire, vestida de terciopelo; Ser el amo; La mirada horrible), las películas en las que trabajó, presentaciones y reseñas, entrevistas en diarios y revistas, en radio con video incluido, fotos, muchas fotos de ella y tomadas por ella, varias veces con hombro descubierto, mirada desafiante y provocativa, intervenciones, encuentros, afiches, anuncios, su nombre, por todas partes. El blog se llama Fernanda García Lao. Ella es actriz, cantante, dramaturga, pianista, periodista, bailarina… “Optimista por naturaleza” según el título de otra entrevista bien jugosa (Acción Digital, 1° de enero de 2013). ¿Cuándo escribe esta mujer? ¡Y cómo escribe!
Vuelvo a la tapa de Cómo usar un cuchillo por ver si desentraño el misterio. Una mujer, sin cabeza ni pies, se acerca sigilosa, velada, con un cuchillo en la mano (en algún lugar se sabrá que es Fernanda García Lao, en complicidad con Paula Mariasch); por delante –¿o por detrás?– un mueble de archivo. De metal. Como el cuchillo. Puro cálculo en el sigilo, en el cuchillo, en la memoria ordenada y bien guardada. En el montaje. El epígrafe de Memorias del subsuelo (Dostoievski, obvio) con el que se abren estos relatos avisa “Toda conciencia es una enfermedad”. La ambigüedad siempre, la conciencia de la ambigüedad: aquí, un epígrafe viniendo del subsuelo. Contradicción, contrasentido. Contranatura. Una enfermedad parsimoniosa, lenta, silenciosa. La conciencia.
27 puntadas dije. Podría decir estoques, incisiones, cardenales, cortes, puntazos, puñaladas… que descuartizan cualquier noción teórica establecida, dejándola allí, sobre la mesa, chorreando sangre. Para que aprendan. Para que aprendamos los críticos.
Dice también, en varias entrevistas lo repite, que lo que menos le importa en literatura es el autor –ni siquiera entonces lo usa en femenino– sino los personajes, las situaciones, la libertad de ser a cada paso un/a otro/a. Ser cualquiera.
Un cuchillo no es un puñal, ni una navaja, tampoco un machete, menos un estilete, daga, bayoneta o faca, y sin embargo… puede servir, animarse a ser cualquiera de ellos, disimuladamente, para cumplir su objetivo. Los relatos que no quieren definirse en términos de género –ni textual ni sexual (su autora también dice que se aburre de las fórmulas genéricas)– hacen como si fuesen cuentos tanto como un cuchillo pudiese convertirse, por el uso, en bisturí, puñal o taco aguja. Cualquiera, los personajes, puede convertirse, mutar y matar… o matarse, según las circunstancias. Y digo cualquiera porque el yo que aparece y vuelve a aparecer, siempre un yo, nunca, nunca, es el de Fernanda García Lao. ¿O sí? Puede ser el yo de una mujer, el de un hombre, alcohólico o suicida, el de una chica, el de un loco, un violento, el yo meditativo de un marido-padre aburrido o el de un asesino/a que da consejos, el de una víctima que obedece o aun una que se rebela, un ella y yo o un él y yo, qué más da. A veces, una tercera persona despiadada, “Vertical”, mira la muerte pasar como si lloviera. Y, sin embargo, recordarnos, el yo suicida del primer relato. El dolor absoluto vuelto indiferencia. Es posible que se trate de la misma persona hecha girones. Incluso la segunda que aparece en “Juicio Final”. Quizás todos los yo, en definitiva, sean al fin y al cabo “lo mismo”: huesos y vísceras desparramadas como terrones oscuros sobre la tierra o un cadáver desarticulado en picada sobre una vereda. Estadísticamente, los personajes hombre son más bien asesinos que víctimas. Las mujeres tienden al suicidio. Todos se arman o se desarman a la velocidad que le imprime cada situación. Es la arbitrariedad de la situación la que impulsa las acciones. En “Mensaje viscoso”, por ejemplo, la velocidad del tren. En “Chalet”, “Buenos Aires” o “Sótano”, el plano que inicia los relatos. En “Tiburones con rodete”, la anacrónica fiesta de la vendimia mendocina la que imprime su ritmo a la locura. El estilo se mimetiza con el espacio en el que las cosas suceden. Eso es el desvarío. La torsión violenta de la que habla Bellessi.
Anoté, como dije, el eco de Di Benedetto. Después advierto que Fernanda García Lao nació en Mendoza. Será la tierra, pienso, que hace que los escritores escriban así. ¿Así, cómo? Empieza pareciendo una escritura ingenua, serena, se va haciendo cínica, ladina, temible, monstruosa, hasta dejar sin defensa a quien lee. Horada despacio, no en el pecho sino en el estómago, hasta convertirlo en migajas de pan que se llevan los pájaros, imagen reiterada en varios cuentos de Di Benedetto. Eso se siente. Después, mucho después, leo que el autor de El Pentágono, Los suicidas, o Absurdos, fue uno de los mejores amigos de su padre –periodista y exiliado también él y de una trayectoria brillante–, asiduo visitante junto al pintor Enrique Sobisch de la familia García Lao, sobre todo allá, en Madrid. Es a partir de ellos que Fernanda García Lao encuentra la exacta dimensión de su exilio, y comprende qué es el exilio. “Argentina se convirtió en una película sin color para mí. Los amigos más cercanos de mis padres eran Antonio Di Benedetto y Enrique Sobisch. Un escritor y un pintor de una cultura impresionante. Empecé a pensar que el país, además de violento, estaba ciego.” (“Donde voy está mi casa”. Sociedad Mundos íntimos. Clarín 16/03/13).
Escribir sobre Cómo se usa un cuchillo obliga a cortar el discurso crítico. La autora se impone por todas partes. En su blog están explicados, y mostrados, los procedimientos. Calculados digo. Qué más podría agregarse. En los videos, el de su entrevista radial con Natu Poblet por ejemplo, aparece una mujer dulce, simpática, de suaves mohines y risa con todos los dientes, con cierto acento madrileño todavía. Esta escritora, es de temer. Es escritora en serio, de oficio. Hace de su necesidad virtud, profesionalismo absoluto. Como cuando aprendió ese acento madrileño para poder salir del baño en el que se encerró los días primeros de su escuela española. Ni los pies dejaba que le vieran. Subida al sanitario, en cuclillas, tenía diez años. Sabe perfectamente lo que hace. Ahora, ¿en venganza? deja paralizado al/a lector/a a la orilla de un río, el brazo estirado, al borde del agua, muerto de sed.
En su blog un retrato, una reproducción de un retrato. Sin duda Fernanda García Lao. Pintada por Verónica, una de sus hermanas –la otra, Gabriela, también escribe– que empezó a pintar allá en Madrid, con Enrique Sobisch. Su madre le puso un ultimátum: “hija, no puede ser que pases los fines de semana encerrada”. El título: “Yo ausente”. La retratada, Fernanda, está pensando en otra cosa. La hermana sabe lo que pinta. El exilio, parece, es el encierro, a cal y canto, en otra parte. Puede salirse por algún arte: pintura, literatura, actuación. ¿Puede?
Dice en otra entrevista “la visión objetiva es imposible. Somos víctimas de las versiones: no hay dos testigos que vean el mismo accidente. Esa libertad para interpretar los hechos, es fundamental para hacer literatura. Las generalidades no me interesan. Además, en ambos libros [se refiere a La perfecta otra cosa y Muerta de hambre], hay una tentativa de oralidad sin intermediario. Me interesaba trabajar la primera persona como una caja de resonancia, donde la insatisfacción o el deseo no tuvieran filtro. Hay una voluntad confesional, como de último momento. El personaje se abre antes de desaparecer. La verdad frente al abismo”. (La perfecta otra cosa. Matricule des Anges. Por Eric Bonnargent. Entrevista con Fernanda García Lao, traducida por Mélanie Gros-Balthazard, publicada en el blog FGL el 23 de noviembre de 2012).
Resumen: sangre, muerte, asesinos/as, asesinados/as, escepticismo, ironía, humor, cálculo. El blog también tiene un epígrafe, tomado del primer capítulo de su La piel dura: “Buscar en las diagonales. Irse por la tangente. Hay esqueletos bellísimos en los rincones”. Eso hace en literatura. Eso pide que hagamos como lectores.
La Amalia, de “Sentencia”, esa niñita que “sabía demasiado”, que escondía a Nietzsche dentro del estómago de un peluche o a Shopenhauer bajo las botas de lluvia, la que “a los once años se le llenaron los ojos de muerte”, se me ocurre la concentración de todos aquellos yo, enloquecidos, asesinos o suicidas, dispersos a lo largo del libro. Una niñita, varada en el exilio de la vida y que, entonces, prefiere la muerte. Así como Celina, de “Vida en ascenso”, “UNA PERSONA QUE NO SABE LO QUE QUIERE”, una que “HA PERDIDO EL EQUILIBRIO”, “UNA MENOS”. O el yo de “Inmunda” que escribe “Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir. He conseguido ser un pan de centeno, como la mayoría de los intelectuales. […] Voy a desmigajarme para cerrar el círculo”. El último relato.
jueves, julio 04, 2013
Opendoor, de Iosi Havilio
Hernán Galli lee Opendoor, de Iosi Havilio y lo comenta en su blog Sí, la idea de grabar un disco
Afuera quizás llueve.
Siempre, afuera, quizás llueve, o es domingo o algo no termina de cerrar.
Pongamos que afuera llueve y te da por leer Opendoor. Al principio no es nada, pensás que es una novela extranjera, por el nombre del autor, por el título, esa cosas. Entonces te acordás de la colonia neuropsiquiátrica, y si tenés edad y memoria, de la Dra. Giubileo. Mirás bien y no, la novela está escrita por un autor argentino que apenas había pasado los 30 años al publicarla. Todo eso lo aprendés rápido porque está escrito en la solapa. Y enseguida te preguntás (una vez más), ¿con todo lo que me falta leer, elijo la primera novela de un autor contemporáneo? Sigo.
Empezás a leerla a la tarde de un día y para la noche del siguiente está liquidada. Esto está bien, te decís, y lo sabe todo el mundo, pero te lo repetís igual. Pensás que estás leyendo un cuento de Forn, del volumen Nadar de noche, esos cuentos que disparaban la década del 90 en la Argentina. Sí, es eso, pero hay algo más, y te llega Piglia, muy lejano, hasta que das en la tecla y aparece Salinger. Es la misma emoción, la de haber leído la novela más parecida a un cuento, y que quede claro que no hablás de una nouvelle, ese híbrido que casi nunca cierra.
Estás seguro de que hay una palabra que acierta a la descripción: lacónico. Y te reís cuando recordás que hay quien cree que lacónico es breve, como minimalista es vacío. Pero te olvidás y volvés a la historia de esta chica (¿25 ó 30 años?) que azarosamente (¿azarosamente?) va a ver un caballo enfermo en Luján, ahí cerca de Opendoor. Después todo es vértigo y se acaba pronto. Cuando pensás en esa chica sin nombre, y te preguntás todo sobre ella, su edad, su pasado, su familia, y todo es un gran hueco, te sobreviene ese poema de Goethe, y concluís que es así, que es como cuando a un tallo lo transplantan y vuelve a vivir y todo lo que lleva dentro se queda ahí, una especie de borrón y cuenta nueva natural.
Cerrás la última hoja y regresás. Regresás al espacio de tierra que atrapa tus pies y te deja dormir por las noches a cambio de la sospechosa calma. No sabés por qué pensás que pareciera como que todo acto de locura, rechazo o subversión se limita a ese territorio, y vos que creés que das el gran salto día a día. Qué importa, hablamos de Opendoor, la mejor novela que has leído en años, que nada pretende ni nada reclama. Una novela justa, casi sin deslices, sin errores, sin prepotencia. Podés analizarla mucho tiempo, concluir si se ubica en la década del 90 o la del 2000, porque un walkman es de la primera, pero la keta, no. Podés preguntarte si todo lo que sucede es demasiado. Podés dudar. No tiene sentido, no va por ahí la cosa. Y para colmo, en las últimas dos páginas, el final te saca una sonrisa de satisfacción, un: "qué bien que la hizo el autor", un sobresalto para que no te olvides de que has leído una obra de ficción, donde todo es realidad, obviamente.
Over.