jueves, julio 11, 2013

El juego de las cinco diferencias


En el blog de Eterna Cadencia, el texto con el que Luis Chitarroni presentó Modo Linterna, de Sergio Chejfec


1. De Modo linterna se egresa con una ignorancia inmodesta, distinta, que merece postulaciones menos enfáticas que las que solemos usar, que las que yo suelo usar: Modo linterna, ejercicio narrativo y experimento conceptual, del que el polaco se desentiende con un gesto de abstinencia que supone una cortesía superior, chamánica, brahmánica o china. Sobre todo rabínica.

Desde que lo conozco, Sergio tuvo la paciencia de no sacarse de encima “el drama de las ansias ajenas” con un ademán visible, desdeñoso o indiferente. Es una admisión que consiste en no encogerse de hombros. Parecida a la del koan (¿o era meramente un haiku?): “Admirable aquel que frente al rayo no dice: la vida huye”. Exclusión radical del tópico, del lugar común.


Tal vez lo único parecido a estos relatos de Chejfec —exagero, claro— deben de ser, menos que las excursiones de Sebald, los huaben, esos relatos chinos de la dinastía M’ing, relatos de mercaderes viajeros —que son a su vez los caballeros andantes sin causa— que simulan fijar el interés de su trama en las transacciones en taeles y de los trayectos en li, pero que yuxtaponen el mapa al mundo que recorren, y que canjean el valor real del dinero, y el de los personajes y poblaciones, a la laboriosa y justiciera circulación kármica.

Modo linterna es una suma y una resta: el modo constituye per se un rechazo y una evasión. Del conjunto de ineptitud y de orfandad de los modos para enfrentar las acusaciones complementarias (de frivolidad,  falsa profundidad,  simplificación,  hiperintelectualización). Se suma a los otros libros del polaco pero no deja de, como se abusa hoy, en busca de peor expresión, “hacer ruido”. Es un libro que entra en la biblioteca polaca muy resueltamente, sí, aunque no se sabe para ubicarse dónde.

Y se resta en la medida en que el proyecto de abandono y de busca tiene algo sebaldiano que es absolutamente polaco: una mira, un objetivo, un foco chejfec. Un modo linterna. Es, como toda pesquisa, el resultado resbaladizo e iluminador que necesita de una guía para “acomodarse”,  para jamás moverse a sus anchas. La sobriedad del método —“modo”—  nos alcanza a revelar una forma —“linterna”— cuya prolongada diatriba con el procedimiento de descripción habitual proporciona una receta para el desconcierto menos severa que la de Maimónides.

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2. Como preconiza el doctor Johnson en su viaje a las Hébridas, es fácil fantasear sobre un mundo que escribirá de manera aforística, y que resolverá —o tratará de resolver— sus problemas no solo verbales con esos vehículos que son puro diseño, y que Valéry, para dar otro salto, consideraba ya “un abuso de confianza”.

Ese futuro llegó, claro, y casi todas las sucursales de la persuasión parecen ocupadas por solícitas maniobras carentes de sentido, limitadas a imitar el sentido cuando el sentido tenía sentido. Por eso la educación a que nos invita Modo linterna no es solo una instrucción, por eso de este libro se “egresa”. Narrar y convertir el hilo conductor del relato —del relato largo que permite a todos los demás tripularlo (¡que difícil tripular un hilo!)—, que en un contubernio insoslayable de trayectorias, guacamayería estridente a la espera de un tucán, guías en las que se encuentran las direcciones de los escritores en un estado de lengua que los reclama a temperatura adecuada para los signos vitales, proyectos lintérnicos y/o documentales, una gnoseología de la nieve, cuchilleros sin amparo canónico, parece un exceso bíblico o pynchoniano al que solo un escritor de la sobriedad del polaco puede devolverle una proporción legible. A la que este modo, método se le ocurre —de vuelta— con los sentidos (en doble acepción)  pone en funcionamiento. El solo trabajo de amor perdido es arduo y provoca y una fatiga encomiable, ¿pero qué podemos alegar acerca de salir a su encuentro? Comentar esa proeza es meramente laborioso, ¿pero presentarla?

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3. Esta construcción (usemos de una la maldita palabra) caprichosa renuncia a la veleidad chapucera del “gusto”. Los tiempos en que nos toca vivir son curiosamente los precipuos, los indicados, no los indicativos. El polaco tiene una anosmia inquisitiva directamente opuesta a la curiosidad proboscídea de los escritores convencionales, menos indiscreta. Es un dispositivo que depone la superstición de la juventud, a la que tanto él y yo estuvimos sometidos cuando, sin haber publicado unas pocas palabras, merecíamos ya el repudio general de lectores imaginarios.

La afinidad electiva más próxima a este [casi] principio de identidad y elegancia el cuadro verista de Giacomo Balla que cita en Los enfermos, que a mí me remite, por una distorsión de la memoria o por la tapa de una edición desprevenida, entrevista,  a “Lo real”, el cuento de Henry James. Una repartición, un reparto: lo real en la medida justa: el mayordomo por el señor, el landlord; los sanos (o los curados)  por los enfermos,  I malati.

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4. Más de una cosa deja clara Modo linterna: la lógica y las anécdotas son de los otros. La anécdota de Gombrowicz, que tal vez debamos a Gómez, pertenece tal vez a Gombrowicz. ¡Bendita sea la duda, bendita sea la deuda! De acuerdo con la misma, los días de calor Witoldo atendía el mostrador del Banco Polaco en calzoncillos. Yo obtuve hace unos años unas fotos de Gombrowicz sacadas en el Banco Polaco. En todas tiene una expresión entre despavorida y ausente. Cierto que está en reuniones o ceremonias ajenas, muy ajenas. Salvo en una, la más rara; la expresión se reduce a un mínimo de irrespirable confinamiento; hay en la boca una mueca, entiendo ahora, que no es desdeñosa sino divertida. Debía de estar sin pantalones.

Hay, ¿cómo decirlo?, una operatividad clandestina a la que daremos el nombre (que el polaco ya anticipó) “linterna”.  Hay un uso medido (como cuando decíamos “teléfono medido”) del chiaroscuro linterna que transforma la ironía, le saca la angustiosa retombée del sarcasmo, [[[el sopetón ácido que tan atractivo resulta  solo a inspectoras de colegio =NO]]]); es, a pesar de su alcurnia retórica, una especialidad del polaco, algo ultratenue, como una categoría duchampiana. Por ejemplo: insatisfecho de comprobar, después de advertir la liturgia [crepuscular] de Vila-Matas con la servilleta, tan digna de un caballero español, que su deseo de establecer  contacto con las guacamayas se ha incrementado, y el de presentarse ante el polígrafo no;  y que el deseo de Vila-Matas de establecer contacto con Elizondo, después de habernos enterado, por obra y gracia de un escritor presumiblemente mexicano, que ese Elizondo no es Salvador, ya después de  después, el modo linterna desliza, como si la misión de un narrador documental fuera un abuso de abstinencia… Polaco:  «Con las otras preguntas es igual, lo mismo con los sobrentendidos de Vila-Matas. Sé que a Vila-Matas no le preocupa ser original, no en este caso por lo menos; pero alcanzo a intuir que se siente triste de haber quizá(s) defraudado a Elizondo (el referí) con preguntas ya formuladas infinidad de veces…»

Lo implícito, no necesariamente a cargo de la objetividad linterna.

Por carecer de modo linterna y de integridad documental propias, voy a contribuir más de lo necesario con presunciones y carraspera, exagerando los anhelos: (I) Sé que a Vila-Matas no le preocupa ser original (a nadie que necesite tanto de la literatura precedente podría importarle de veras una categoría desde el vamos tan excluyente);  (II) no en este caso por lo menos (en todos los demás, sí: espera que los lectores no adviertan su impostura, su bajísima ralea de estafador de medio pelo). Los recursos inimitables del polaco —o mejor, del modo linterna— lo habilitan para un puesto de honor en un arte que Borges practicó  después de desentender y desdeñar el arte desafiante de Mastronardi (que consistía en agraviar tras una apariencia de elogio: “Infalible en el error…”). El arte de Modo linterna es soberbio, digno de un asesino (retórico) serial: es el arte de injuriar sin dejar rastros.

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5. La única gran concesión —con algo de recoveco y algo de catástrofe, con los signos indiscernibles de la voluntad y el desgano (recto y verso)— es que el polaco se deja sustituir, reemplazar, invadir por algo que es ya lo contrario de un devaneo: es una actividad y una impronta.  Depone su timidez, su calvicie, su inspiración, sus titubeos, sus anteojos siempre sorprendentes, sus gorras, su transitividad, su intransitividad,  su interlineado, su sombreada intransigencia, su moral, sus planetas y sus dígitos, su conducta (tratar de saber cómo debería desayunar un frugal argentino en el extranjero, en cálidas exuberancias tropicales o en paraísos gélidos) a un estilo al que ni siquiera tiene la arrogancia de nombrar, de llamar por su nombre (tardío, azul, geométrico, futurista). A este hallazgo excepcional, esta maniera,  que nosotros podemos finalmente admirar (no apreciar)  sin posibilidad alguna (aunque hayamos egresado) de asimilarla dio en llamar: “modo linterna”. A todo eso tuvo el coraje de renunciar el polaco por ese procedimiento, ese método, ese instrumento, ese misterio.  Menos a dos cosas: su amor por la literatura  y su amor por la Pancha.

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