Ezequiel Alemian reseña Modo Linterna para la Revista Ñ
Con una vigencia siempre renovada, la naturaleza de lo blanco es una de esas obsesiones extremas que recorren la literatura y el arte modernos.
En “El seguidor de la nieve”, de Sergio Chejfec, un narrador relata las caminatas de un personaje por los suburbios nevados de Nueva Jersey. El narrador y el personaje están tan próximos que parecen hacerse eco mutuamente, como espejismos. Dice el primero del segundo: “Siente que las ideas propias pertenecen básicamente al objeto en el que siempre piensa y, por lo tanto, como ocurre con los atributos de algo, son en este caso efímeras, se derriten y enseguida desaparecen”.
En su silencio, en su claridad, en su indiferenciación, la nieve propone un estado de gracia: impide pensar, promueve el olvido y la falta de conexiones. En esa cartografía última de las abstracciones, los muñecos de nieve y los “ángeles” que dibujan los caminantes dejándose caer sobre la nieve acumulada son los mojones finales de un espacio reconocible. Más allá es la entropía.
“El seguidor...” es uno de los relatos incluidos en el último libro de Chejfec: Modo linterna . Son nueve en total, siete de los cuales habían sido publicados en diversas antologías, y dos que se editan por primera vez.
“Novelista documental”, el quinto relato, se abre con una referencia a los viejos cronistas de América y a la capacidad de nombrar. Subyace en cada descripción el deseo de denominar por primera vez. Al casi no tener elipsis, la escritura de Chejfec no sólo se convierte en lo real, sino que se exhibe convirtiéndose en lo real. (Y no es tanto ver algo como ver su propia visión.) El continuo temporal de la narración hace que el tiempo de la escritura coincida con el tiempo de lo escrito, y con el de la lectura. Hay una obsesión cósmica si se quiere, en esta opción, una especie de heroísmo de lo real. El ritmo descriptivo, por otra parte, enfrenta a Chejfec con la idea de crónica. El potencial del género, parece decirnos, no está en sus elementos de ficcionalización, sino en todo lo contrario: en purgar el relato de todos los elementos ficcionales que sea posible.
El texto cuenta un coloquio de novelistas en un hotel en medio de los Andes venezolanos. Una conversación imposible con unas guacamayas enjauladas ilumina las varias conversaciones que se entretejen en el relato: del novelista documental con otro novelista, con una de las empleadas del hotel, con Enrique Vila-Matas, con el árbitro internacional Héctor Elizondo. “Ese tipo de conversaciones que tiendo a iniciar, supuestamente graves, que cualquiera rápidamente desbarata y después de lo cual me siento nuevamente con las manos vacías”, escribe el narrador.
Poco leído, con el temor de que en algún momento las editoriales dejen de publicarlo, ha llevado al coloquio un trabajo sobre el deseo de empezar de nuevo, aun sabiendo que empezar de nuevo es “casi lo único que un escritor tiene vedado”.
El humor y lo heterogéneo debilitan continuamente la idea de un punto de observación fuerte. Los pensamientos se desprenden de las cosas.
Desde que abandonó la Argentina, Samich, el narrador de “El testigo”, otro de los textos, sufre una desconexión fatal con la geografía. Corre el año 2000. Los libros normales han dejado de motivarlo. “Ahora quiere libros donde la vida se muestre sin interferencias”. Lee la Correspondencia de Julio Cortázar. En enero de 1939, sin saber muy bien qué hacer en Buenos Aires, después de haber vivido en Bolívar, antes de vivir en Chivilcoy, fantaseando con fugarse a México, Cortázar le escribe a un amigo que si viene a la capital busque su dirección en la guía de teléfonos y le haga una visita. En Buenos Aires para visitar a su madre y a su hermana, a las que lo une también un cierto “desafecto”, Samich recorrerá la ciudad en colectivo, como un extranjero. La “naturaleza episódica” de este transporte, su “presencia flotante basada en apariciones discontinuas”, el hecho de que conecten “lugares arbitrariamente prefijados”, a la manera de trazos abstractos, vendrán a constituir el dibujo de “futuras e hipotéticas ficciones urbanas”.
Pero las hipotéticas ficciones urbanas también residen en el pasado. En la Biblioteca Nacional, Samich buscará en las guías de los años ‘40 no sólo la dirección de Cortázar, sino las de varias decenas de otros escritores argentinos. Samich está tentado de encontrar alguna clave esencial o definitoria en esas combinaciones de domicilios, pero no lo hace. “Quizá no conduzca a nada fuera de su propia justificación”.
El ojo cartográfico de Chejfec es un ojo melancólico. El sujeto se retira, se refracta y se pierde en los detalles. “Parezco extraviado caminando por sitios donde nadie tiene nada que hacer”, escribía el novelista documental.
La expresión que da título al libro, hace referencia a la función del teléfono celular de uno de los argentinos (un teólogo, un ensayista y un narrador) que en “Una visita al cementerio” atraviesan París en subterráneo para visitar la tumba de Juan José Saer, un nicho oscuro, “seco de luz”.
Modo linterna bien podría ser el libro de un escritor que parece haber decidido llevar su trabajo hacia el punto de fuga de la pura denominación. Como si ahí residiese la oportunidad última de la literatura, no en el sentido de ser literalmente la última, sino, como piensa el seguidor de la nieve, la última en el sentido de ser la que recién llega.
Recomenzar, ser un recién llegado: a pesar de los varios libros que publicó su autor, no es para nada injusto decir que Modo linterna es un libro estupendo para empezar a leer a Sergio Chejfec.
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