Leonardo Novak reseña Modo Linterna, de Sergio Chejfec para Espacio Murena.
El último libro de Sergio Chejfec, Modo linterna, viene a confirmar esa mirada particular, detallista y dispersa al mismo tiempo, que las novelas anteriores ofrecían, pero le agrega un valor: la posibilidad de que esa luz se proyecte sobre el propio trabajo del escritor. Porque si las novelas daban la impresión de estar frente a una literatura tranquila, por momentos segura y afianzada, los nueve relatos de este libro (dos inéditos, y siete ya publicados entre 2006 y 2012) abren un pequeño agujero ficticio para espiar un proceso de escritura que es más una búsqueda, o una interrogación, que una palabra asertiva. Cada relato confirma los virajes que el autor venía mostrando en sus escritos anteriores, en especial, una mayor indagación en lo testimonial[1] y un mayor protagonismo de la deriva aireana de las historias.
Con textos que oscilan entre el cuento, la crónica o el ensayo filosófico, Chejfec hace de la introspección de sus personajes un modo de reflexionar sobre la literatura, sobre la posibilidad de representar la vivencia con las cosas y, a la vez, la de vivificar las representaciones del mundo. Un bollo de papel de estraza puede suscitar la imagen de la topografía venezolana (“Vecino invisible”), una guía telefónica de 1939 es capaz de reponer el panorama literario de Buenos Aires de la época (“El testigo”), el recuerdo aleatorio de un cuadro de Giacomo Balla sintetiza la estadía en un hospital (“Los enfermos”). Aunque es la materia con la que el autor trabaja asiduamente, Modo linterna expone de forma radical una preocupación que asoma en la escritura de Chejfec desde hace tiempo: ¿de qué manera documento y ficción se imbrican en la búsqueda del efecto poético y la verdad? En el cuento “Novelista documental”, se lee: “de un tiempo a esta parte no sé si la realidad a secas, en todo caso el documento acerca de los hechos verdaderos, es lo único que me salva de una cierta sensación de disolución. La novela, le digo, puede ser ficción, leyenda o realidad, pero siempre debe estar documentada. Sin documento no hay novela, y yo preciso esta foto con las guacamayas para poder escribir sobre ellas y yo, porque de lo contrario cualquier cosa que ponga carecerá de profundidad; no dejará estela, aclaro”.
La cotidianidad reclama hoy documentos, pruebas que garanticen el testimonio de haber estado satisfechos, de haber estados tristes, de que algo ocurrió. En alguna medida, esos documentos le aportan a los hechos una garantía de realidad, incluso de trascendencia, que la vida en las ciudades parece haber perdido en alguna estación de su viaje desquiciado. Viene a suceder que esos documentos son, en última instancia, meras representaciones (escritas, fotográficas, analógicas, digitales, lo que sea). Así, la representación, lejos de ser un parche que viene a subsanar equivocadamente una vivencia deficitaria, como suele pensarse, es ante todo un potencial, una afición de la propia experiencia. En el relato “Una visita al cementerio”, uno de los dos inéditos, se cuentan las peripecias de un teólogo, un narrador y un ensayista antes y durante la búsqueda de la tumba de Juan José Saer en un cementerio de París. Al ensayista la hija le ha encargado la tarea de documentar el viaje con fotos en las que siempre aparezca su oso blanco de peluche, Colita. De modo que, cada tanto, el hombre saca el oso de la mochila, lo ubica encima o delante del objeto a retratar y gatilla. El propio derrotero del ensayista está signado de antemano por la posibilidad de su representación. Y esto es una constante en la literatura de Chejfec, aún en un nivel más primario. Cada personaje está construido, principalmente, por el vaivén de su pensamiento, las marchas y contramarchas para expresar una idea. Esa dificultad para expresarse es tanto la imposibilidad de decir algo verdadero sobre las cosas, como el temor a la representación que las propias palabras harán de su persona, por su inevitable constitución en personaje[2].
En una literatura no realista (si es que esta denominación sigue respondiendo a algún llamado), el par vida-representación se vuelve dos términos, si no anecdóticos, al menos intercambiables. Y como no hay mayores diferencias entre ambos, las figuras de narrador (así la llama Chejfec en sus propios relatos), la de sujeto enunciador y la de autor pierden densidad y se confunden, sus fronteras se invisibilizan. Pero, a su vez, esa pretensión de invisibilidad está completamente desacralizada como gesto o aspiración estética, porque “buena parte del problema radicaba en el hecho de que eran invisibles en una época en que todo aquello había pasado a ser insustancial, casi irrelevante” (“Vecino invisible”).
Todos los relatos parecen confluir hacia la construcción de una voz única y múltiple. No de una voz omnisciente, avasalladora y, en definitiva, insípida, que se impone a priori, sino una voz que absorbe las sutilezas de cada posible interpretación del mundo (desde el lugar común a la cavilación filosófica), y que no tiene pruritos en poner de manifiesto la propensión ficcional de todo lenguaje. Si en cada novela se tenía la sensación de que el personaje principal era el narrador, aún siendo éste una tercera persona, en estos nueve relatos se tiene la impresión de asistir a la construcción de un solo gran narrador que va sumando piezas distintas a un enorme artefacto literario. A partir de este libro y en retrospectiva, se impone una imagen: la de un narrador-playmobil, al cual parece imposible no atribuirle la fisonomía del propio Chejfec. Es decir, una suerte de actor capaz de disfrazarse y mimetizarse con cada lugar, o mejor, con cada escenario, y a la vez que se muestra reiterativo y constante, se despliega totalmente cambiado y único. Puede ser una mujer a quien le han encargado el cuidado de una persona internada (“Los enfermos”), un hombre obsesionado con la nieve y sus manifestaciones (“El seguidor de la nieve”) o un escritor a la espera de que unos loros se queden quietos para poder fotografiarse junto a ellos (“Novelista documental”). En cualquier caso, nos internamos en el mundo que se nos propone. Pero, al igual que en los playmobil, que son una idea abstracta y concreta de todos los mundos posibles, a medida que se suman universos distintos, se evidencia lo permanente y lo singular, el hecho de ser muñecos. O sea, el hecho de ser, como el narrador, como cualquiera de nosotros, un actor potencial listo para asumir su papel en la escenografía que le toque en suerte[3]. En esa dramatización, mitad espectáculo, mitad experiencia sin objeto, de darse un personaje, una vida posible, el narrador de Chejfec, sereno y un poco dubitativo, parece escrutar los pliegues de una realidad más o menos equivalente en cualquier ciudad (Buenos Aires, Caracas, Nueva Jersey, Nueva York, París).
Esa equivalencia responde a las ideas de los personajes, al tema de los cuentos, pero también a una mirada particular. La extranjería es un tópico frecuente en todos los relatos y, por ende, una excusa para adoptar una actitud más bien ascética e interrogativa frente a las ciudades. Casualidad o no, la solapa del libro afirma que el autor nació en 1956, en Buenos Aires. Y a diferencia de las solapas de la editorial que suele publicar sus novelas, aclara que, desde 1990, reside en el extranjero. O sea, reside, no en un lugar, sino en una condición. Condición que le permite generar una voz reconocible e ilocalizable y retomar ciertas constantes de su literatura, aquella “espléndida monotonía” que pregonaba Pavese: las reflexiones sobre lo citadino, la convivencia más o menos armónica entre urbanidad y naturaleza, las caminatas sin propósito claro, los mapas. Planificación y deriva (o como el autor suele llamarlos: lo determinado y lo indeterminado) se vuelven, casi siempre, el núcleo de los conflictos y la materia de la escritura. Los personajes, en la pregunta por su identidad, no pueden omitir el lugar que los moldea. Un poco como el ser-ahí de Heidegger, los personajes están siempre situados en su existencia. La “ciudad eléctrica” es el ahí (en tanto lugar y en tanto época) de los seres de Chejfec, pero esa ciudad se revela siempre como escenario, como plataforma potencialmente ficcional[4]. De naturaleza oscura, el escenario del mundo siempre está listo a una nueva iluminación, a una nueva representación. La ciudad, tierra para la vivencia y la teatralidad (porque finalmente está creada para habitarla y, sobre todo, para verla), saturada de luces, de ruidos y de furia, parece más fascinante, más desalmada y menos diabólica bajo la linterna de Chejfec.
[1] Puede leerse la entrevista realizada por Guillaume Contré a Sergio Chejfec para Espacio Murena.
[2] Ya en el cementerio, el ensayista parece tener una revelación: “Piensa entonces en un tema para un próximo ensayo: la idea de documento como noción previa a la experiencia y el tremendo impacto de eso sobre la idea de historia, incluso sobre la idea de literatura”.
[3] Como le sucede al protagonista del relato “Deshacerse en la historia”, que es un simple rasgueador de guitarra en una relectura del Martín Fierro en clave teatral: “Fierro está en el punto donde la literatura ya es una prerrogativa de la vida, y como tal se conjuga con la biografía”.
[4] El mundo como escenario no es una idea nueva en Chejfec. Aparece muy clara en La experiencia dramática (Alfaguara, 2012), pero también mucho antes, en Los planetas (Alfaguara, 1999): “Las palabras escenario o escénico a veces tienden a ser consideradas como indicio de ornamentación vana, de incidencia casi irrelevante en la serie de circunstancias misteriosas o importantes que es la vida; sin embargo, el escenario lo es casi todo, y nada menos ornamental. No quiero decir que la vida sea teatral, sino que levantamos al transcurrir, el marco verdadero de la escena representada por la geografía circundante”.
jueves, julio 18, 2013
Una luz minuciosa y abstracta
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