miércoles, julio 17, 2013

Las criaturas salvajes


Germán Lerzo lee Cómo usar un cuchillo y lo reseña para la Revista Invisibles


“Toda conciencia es una enfermedad” dice el epígrafe de Dostoievski con el que abre el libro. Y esa frase, que anticipa la naturaleza de los cuentos que vamos a leer, también nos remite a esta otra: “La enfermedad es el lado oscuro de la vida. Una ciudadanía más cara”*. Basta con leer los primeros relatos de Cómo usar un cuchillo para descubrir que Fernanda García Lao se sumerge con destreza y precisión en la conciencia de estas criaturas que narran porque tienen un motivo para sufrir. Mis formaciones mentales están teñidas de muerte, dice la narradora del primer cuento (“No hay mantra”) y la narradora del último, que parece haber aprendido más, dirá: Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo (“Inmunda”). Eso que sucede en el medio de una voz resignada que dejó de buscar y otra que se ríe de sí misma en continua búsqueda, es el universo delicado, risible, inesperado que se nos presenta en los otros cuentos. Y en cada uno, los/las protagonistas suelen pagar el precio de esa “ciudadanía más cara” en la que viven.
Las voces masculinas y femeninas que narran siempre son distintas, como la forma de percibir el mundo o su manera de terminarlo. Hay muertos, asesinos, suicidas, farsantes, casados, amantes despechados y seres abandonados. El talento de la autora consiste en darle a cada uno de ellos un tono y un estilo preciso para hacer de su realidad algo más claro de lo que parece. La primera persona nos mete de lleno en la cabeza del que narra, pero rápidamente nos damos cuenta que García Lao no recae en la moda de eso que se dio en llamar “literatura del yo”, y acaso su mayor mérito consiste en que esas voces nunca sean las mismas. El sentido de lo que dicen está atomizado en cada oración, como puntadas filosas que marcan el pulso de lo que ven y piensan, en sentencias mínimas. Aunque la realidad que los contiene los diferencia sutilmente, ellos tratan de conceptualizarla:
Hice todo, respiré, perforé la mente. Pero no logré deshacerme del mundo. (No hay mantra); Los necios son los nuevos hermosos (Asterisco); Miro hacia delante con la certeza del que no tiene nada (Desgracia en tres sets); El amor es un tobogán ingrato (Mi pequeña molotov); Una vez fui linda. Pero la belleza es un desperdicio (Tiburones con rodete); Las maduras son un colchón delicioso y transpirado (Buenos Aires); Yo voy al amor en cuentagotas (Desierto al revés); Creo que la inutilidad se compensa con la carne (Naufragio); Si ve a una mujer feliz seguida por un perro, huya (Cómo usar un cuchillo); Yo no tengo nada que decir, lo supe desde siempre (Chalet); No se venga un corazón tomando otro; No hay nada más real que la muerte (Bisturí); Disfrute de su neurosis. No le puedo decir más (Juicio final).
Así, los relatos suelen alternar entre personajes que asumen diferentes posiciones: la de quienes no entienden lo que pasa, la de aquellos que entienden demasiado y la de aquellos que se dejan llevar, no sin malicia, por el entorno. Pero la angustia de los primeros se compensa con el humor implacable de los segundos y la curiosidad de los últimos. Mientras que algunos personajes deciden poner un final drástico a esa incomprensión, otros salen a relucir el cinismo con que observan todo, desde un lugar distanciado. Del mismo modo, los narradores masculinos tienen una tendencia al crimen como las voces femeninas al suicidio. Pero todos parecen jugar con su destino y aceptar que el lugar que ocupan nunca es igual, porque ese momento que se narra es la inminencia de una transformación en otra cosa, que también los modifica. Los personajes no tienen un pasado que necesite ser contado: ellos viven en el más puro presente, y ese lapso de tiempo, esa instantánea, es lo que se describe.
Las situaciones que viven estas criaturas oscuras, mordaces, son muy diferentes, no obstante, su actitud desprejuiciada es lo que, en ocasiones, los hermana. En “Mi pequeña molotov” la narradora cuenta la aventura de incendiar una refinería de gas junto a su novio, y lo que para ella está punto de explotar es la relación misma. Esa mirada distanciada es semejante a la del padre en “Chalet/Epístola Punk” que observa a su ex mujer enamorada de un hongo deforme y a sus hijas como lagartos; también es comparable a la acidez de la narradora de “Naufragio”, una cantante cuyo único talento es coquetear con un periodista ridículo que la pretende y un trompetista que la rechaza, mientras ella se ríe de esa estrategia desesperada a bordo de un crucero. Y los relatos más destacados, “Juicio final” junto con “Vertical”, donde se narra en tercera persona la historia de una chica que decide pasar la noche con un grupo de chicos ricos (“estúpidos”, “subnormales”) a los que les grita, dentro de una fuente de agua: “manga de hijos de puta, oligarcas del averno, me cago en Cariló” constituyen un grupo sólido donde la observación sagaz hace posible entrever, al mismo tiempo, la risa desencajada, patética, de su narrador o protagonista. Como dice Diana Bellessi, ese humor fino, desopilante atraviesa todo el libro, tanto para contar los minutos finales de alguien como para ofrecer instrucciones a la hora de cometer un crimen perfecto.
Podríamos decir que en los 27 cuentos de Cómo usar un cuchillo el lector encontrará varios relatos que burlan los esquemas, las convenciones del género y hasta el lugar convencional de la corrección política, que es, al fin y al cabo, una suerte de estilo con el que la literatura suele dar lo mejor de sí.

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