Adriana Bocchino lee Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao y lo reseña para BazarAmericano
a) Leer el libro una vez. Le producirá vértigo y no podrá dejar de leer hasta el final aunque en la tapa diga “cuentos” y crea que podrá ir de a uno cuando le sobre tiempo.
b) A no asustarse, aunque le dé miedo. Será perseguido/a al filo de cada hoja que pase. Recuerde: se trata de literatura. No importa el género.
c) Vuelva a leerlo despacio, muy despacio.
d) Déjese.
Este libro de cuentos… no… mejor decir relatos… mejor, micro relatos… cuentos breves… no, tampoco, bueno, no sé. Son 27 puntadas, 27 entradas según el título conciso de cada una de ellas. “No hay mantra” –¿anuncio? ¿carta de despedida? ¿una dedicatoria?: “Dedico este clavado a los corazones duros, a los que están peor. A él: por no quererme”– inicia un entramado de situaciones siempre penosas, “de un humor fino, desopilante” dice Diana Bellessi en la contratapa. Ese es el punto. Por un lado la desgracia, por el otro una escritura sometida a “una torsión tan violenta, a tal desacomodo” –también dice Bellessi– que se avanza “con un gesto de desvarío”, “sin que haya ruta en el espacio o en el tiempo”, hasta quedar atrapados en la escena, donde siempre, de alguna forma, hay un crimen. Está la muerte, la de él o la de ella, o el abandono: los efectos son los mismos. Humor negro digo, de un escepticismo irónico aplastante. Es el derrumbe.
¿Cómo usar un cuchillo es una interrogación indirecta o una exclamación? El título del libro no tiene signos que lo aclaren. El título del cuento con el mismo título es un instructivo. Para un asesino o su víctima. O al revés. Ya no sabría decirse el género. Ni de qué persona se está hablando en cada caso.
“Bisturí/ Desgrabaciones de mi alma” sigue adelante desde un “yo” que no es mujer… es “una invención” que dice yo. “Nada es simple y no es una frase. Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una putita en celo”. Y este yo, ahora, es un señor raro, tiene un trabajo raro, bisturí en mano y trato continuo con los muertos/as, de todas las edades. Tres páginas de este libro y dos desacomodos. Una empieza a inquietarse en la silla donde lee. Estos cuentos, empiezo a sospechar, rompen todos los esquemas.
Primer esquema: Fernanda García Lao es una mujer. Segundo: es hija de exiliados, ella misma una exiliada desde los diez años. Todas las mínimas biografías que la presentan recurren a estos datos y si con ellos pudiese pensarse una matriz de escritura, los dos esquemas, mis dos esquemas, se quiebran rápido. Ella no escribe en femenino. Tampoco desde el exilio. Y para más datos, no adhiere a la nostalgia melancólica con la que algunos caracterizan la literatura argentina, ni las historias de amor o desamor que tan bien correspondería al caso, tampoco al giro subjetivo ni a la autoficción a la page, o a las escrituras del yo que despertaron nuestros últimos entusiasmos críticos. No. Fernanda García Lao, aunque dice yo constantemente en estos cuentos, es el yo menos pensado. El/la lector/a tiene que ir acomodándose al punto de vista en cada relato, enterándose de a poco quién dice yo y, mientras tanto, acomodándose al filo del cuchillo o de la página que pasa por la garganta, la entrepierna, un ojo, la muñeca. Parece Di Benedetto anoto, pero peor. Me deja sin palabras. Quien escribe le hace decir yo a los personajes que inventa, pero nunca es ella. En apariencia.
Hay una entrevista donde Fernanda García Lao dice “A los 10 años inicié un exilio que no terminó: donde voy está mi casa” (Clarín, 16-3-13). Y también un blog donde se lee, podría decir incluso que se ve, una performance. Allí todo es ella y sus libros, cuatro novelas (La piel dura, La perfecta otra cosa, Muerta de hambre, Vagabundas), algunos poemas, este libro, sus obras de teatro (La amante de Baudelaire, vestida de terciopelo; Ser el amo; La mirada horrible), las películas en las que trabajó, presentaciones y reseñas, entrevistas en diarios y revistas, en radio con video incluido, fotos, muchas fotos de ella y tomadas por ella, varias veces con hombro descubierto, mirada desafiante y provocativa, intervenciones, encuentros, afiches, anuncios, su nombre, por todas partes. El blog se llama Fernanda García Lao. Ella es actriz, cantante, dramaturga, pianista, periodista, bailarina… “Optimista por naturaleza” según el título de otra entrevista bien jugosa (Acción Digital, 1° de enero de 2013). ¿Cuándo escribe esta mujer? ¡Y cómo escribe!
Vuelvo a la tapa de Cómo usar un cuchillo por ver si desentraño el misterio. Una mujer, sin cabeza ni pies, se acerca sigilosa, velada, con un cuchillo en la mano (en algún lugar se sabrá que es Fernanda García Lao, en complicidad con Paula Mariasch); por delante –¿o por detrás?– un mueble de archivo. De metal. Como el cuchillo. Puro cálculo en el sigilo, en el cuchillo, en la memoria ordenada y bien guardada. En el montaje. El epígrafe de Memorias del subsuelo (Dostoievski, obvio) con el que se abren estos relatos avisa “Toda conciencia es una enfermedad”. La ambigüedad siempre, la conciencia de la ambigüedad: aquí, un epígrafe viniendo del subsuelo. Contradicción, contrasentido. Contranatura. Una enfermedad parsimoniosa, lenta, silenciosa. La conciencia.
27 puntadas dije. Podría decir estoques, incisiones, cardenales, cortes, puntazos, puñaladas… que descuartizan cualquier noción teórica establecida, dejándola allí, sobre la mesa, chorreando sangre. Para que aprendan. Para que aprendamos los críticos.
Dice también, en varias entrevistas lo repite, que lo que menos le importa en literatura es el autor –ni siquiera entonces lo usa en femenino– sino los personajes, las situaciones, la libertad de ser a cada paso un/a otro/a. Ser cualquiera.
Un cuchillo no es un puñal, ni una navaja, tampoco un machete, menos un estilete, daga, bayoneta o faca, y sin embargo… puede servir, animarse a ser cualquiera de ellos, disimuladamente, para cumplir su objetivo. Los relatos que no quieren definirse en términos de género –ni textual ni sexual (su autora también dice que se aburre de las fórmulas genéricas)– hacen como si fuesen cuentos tanto como un cuchillo pudiese convertirse, por el uso, en bisturí, puñal o taco aguja. Cualquiera, los personajes, puede convertirse, mutar y matar… o matarse, según las circunstancias. Y digo cualquiera porque el yo que aparece y vuelve a aparecer, siempre un yo, nunca, nunca, es el de Fernanda García Lao. ¿O sí? Puede ser el yo de una mujer, el de un hombre, alcohólico o suicida, el de una chica, el de un loco, un violento, el yo meditativo de un marido-padre aburrido o el de un asesino/a que da consejos, el de una víctima que obedece o aun una que se rebela, un ella y yo o un él y yo, qué más da. A veces, una tercera persona despiadada, “Vertical”, mira la muerte pasar como si lloviera. Y, sin embargo, recordarnos, el yo suicida del primer relato. El dolor absoluto vuelto indiferencia. Es posible que se trate de la misma persona hecha girones. Incluso la segunda que aparece en “Juicio Final”. Quizás todos los yo, en definitiva, sean al fin y al cabo “lo mismo”: huesos y vísceras desparramadas como terrones oscuros sobre la tierra o un cadáver desarticulado en picada sobre una vereda. Estadísticamente, los personajes hombre son más bien asesinos que víctimas. Las mujeres tienden al suicidio. Todos se arman o se desarman a la velocidad que le imprime cada situación. Es la arbitrariedad de la situación la que impulsa las acciones. En “Mensaje viscoso”, por ejemplo, la velocidad del tren. En “Chalet”, “Buenos Aires” o “Sótano”, el plano que inicia los relatos. En “Tiburones con rodete”, la anacrónica fiesta de la vendimia mendocina la que imprime su ritmo a la locura. El estilo se mimetiza con el espacio en el que las cosas suceden. Eso es el desvarío. La torsión violenta de la que habla Bellessi.
Anoté, como dije, el eco de Di Benedetto. Después advierto que Fernanda García Lao nació en Mendoza. Será la tierra, pienso, que hace que los escritores escriban así. ¿Así, cómo? Empieza pareciendo una escritura ingenua, serena, se va haciendo cínica, ladina, temible, monstruosa, hasta dejar sin defensa a quien lee. Horada despacio, no en el pecho sino en el estómago, hasta convertirlo en migajas de pan que se llevan los pájaros, imagen reiterada en varios cuentos de Di Benedetto. Eso se siente. Después, mucho después, leo que el autor de El Pentágono, Los suicidas, o Absurdos, fue uno de los mejores amigos de su padre –periodista y exiliado también él y de una trayectoria brillante–, asiduo visitante junto al pintor Enrique Sobisch de la familia García Lao, sobre todo allá, en Madrid. Es a partir de ellos que Fernanda García Lao encuentra la exacta dimensión de su exilio, y comprende qué es el exilio. “Argentina se convirtió en una película sin color para mí. Los amigos más cercanos de mis padres eran Antonio Di Benedetto y Enrique Sobisch. Un escritor y un pintor de una cultura impresionante. Empecé a pensar que el país, además de violento, estaba ciego.” (“Donde voy está mi casa”. Sociedad Mundos íntimos. Clarín 16/03/13).
Escribir sobre Cómo se usa un cuchillo obliga a cortar el discurso crítico. La autora se impone por todas partes. En su blog están explicados, y mostrados, los procedimientos. Calculados digo. Qué más podría agregarse. En los videos, el de su entrevista radial con Natu Poblet por ejemplo, aparece una mujer dulce, simpática, de suaves mohines y risa con todos los dientes, con cierto acento madrileño todavía. Esta escritora, es de temer. Es escritora en serio, de oficio. Hace de su necesidad virtud, profesionalismo absoluto. Como cuando aprendió ese acento madrileño para poder salir del baño en el que se encerró los días primeros de su escuela española. Ni los pies dejaba que le vieran. Subida al sanitario, en cuclillas, tenía diez años. Sabe perfectamente lo que hace. Ahora, ¿en venganza? deja paralizado al/a lector/a a la orilla de un río, el brazo estirado, al borde del agua, muerto de sed.
En su blog un retrato, una reproducción de un retrato. Sin duda Fernanda García Lao. Pintada por Verónica, una de sus hermanas –la otra, Gabriela, también escribe– que empezó a pintar allá en Madrid, con Enrique Sobisch. Su madre le puso un ultimátum: “hija, no puede ser que pases los fines de semana encerrada”. El título: “Yo ausente”. La retratada, Fernanda, está pensando en otra cosa. La hermana sabe lo que pinta. El exilio, parece, es el encierro, a cal y canto, en otra parte. Puede salirse por algún arte: pintura, literatura, actuación. ¿Puede?
Dice en otra entrevista “la visión objetiva es imposible. Somos víctimas de las versiones: no hay dos testigos que vean el mismo accidente. Esa libertad para interpretar los hechos, es fundamental para hacer literatura. Las generalidades no me interesan. Además, en ambos libros [se refiere a La perfecta otra cosa y Muerta de hambre], hay una tentativa de oralidad sin intermediario. Me interesaba trabajar la primera persona como una caja de resonancia, donde la insatisfacción o el deseo no tuvieran filtro. Hay una voluntad confesional, como de último momento. El personaje se abre antes de desaparecer. La verdad frente al abismo”. (La perfecta otra cosa. Matricule des Anges. Por Eric Bonnargent. Entrevista con Fernanda García Lao, traducida por Mélanie Gros-Balthazard, publicada en el blog FGL el 23 de noviembre de 2012).
Resumen: sangre, muerte, asesinos/as, asesinados/as, escepticismo, ironía, humor, cálculo. El blog también tiene un epígrafe, tomado del primer capítulo de su La piel dura: “Buscar en las diagonales. Irse por la tangente. Hay esqueletos bellísimos en los rincones”. Eso hace en literatura. Eso pide que hagamos como lectores.
La Amalia, de “Sentencia”, esa niñita que “sabía demasiado”, que escondía a Nietzsche dentro del estómago de un peluche o a Shopenhauer bajo las botas de lluvia, la que “a los once años se le llenaron los ojos de muerte”, se me ocurre la concentración de todos aquellos yo, enloquecidos, asesinos o suicidas, dispersos a lo largo del libro. Una niñita, varada en el exilio de la vida y que, entonces, prefiere la muerte. Así como Celina, de “Vida en ascenso”, “UNA PERSONA QUE NO SABE LO QUE QUIERE”, una que “HA PERDIDO EL EQUILIBRIO”, “UNA MENOS”. O el yo de “Inmunda” que escribe “Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir. He conseguido ser un pan de centeno, como la mayoría de los intelectuales. […] Voy a desmigajarme para cerrar el círculo”. El último relato.
viernes, julio 05, 2013
Yo ausente. En carne viva
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