lunes, agosto 31, 2015

Del caminar sobre hielo

Por Damián Huergo para Revista Acción



Todo empezó con una llamada. De un lado del teléfono, Werner Herzog en Munich. Del otro, en París, un amigo que le comunicaba que Lotte Eisner estaba enferma, grave. Eisner fue una de las primeras críticas de cine, guardiana de la historia del cine alemán y, en particular, madrina de la generación de cineastas de posguerra. Herzog no concibió lo que escuchaba. Y, apelando a la invención de un ritual, se propuso caminar en línea recta desde Munich a París para impedir la muerte de su adorada Eisner. Del caminar sobre hielo es el diario que escribió durante noviembre y diciembre de 1974, en su andar por una fría y fantasmal Europa. Como si fuese un largo plano secuencia, va describiendo todo lo que ve a su paso: granjas, remolinos, cuervos, bares, escombros y nieve, mucha nieve. A la vez, narra los efectos del camino en su cuerpo, la resistencia de la naturaleza ante su paso intuitivo. Al llegar a París, su pedido parece haber sido escuchado: Eisner continuó con vida los siguientes 9 años. Como se lee en el libro: «Solo si fuera una película creería que todo esto es real».

Un relato cautivante

Por Federico Monjeau para Clarín



"Teatro Martín Fierro". Basada en un texto de Sergio Chejfec, la obra subió en el CETC con música de Pablo Ortiz, imágenes de Eduardo Stupía y dirección escénica de Agustina Muñoz
Teatro Martín Fierro, obra especialmente encargada y estrenada el jueves por el CETC, está basada en el relato de Sergio Chejfec Deshacerse en la historia, de su libro Modo linterna (Entropía). Ese relato, tal vez uno de los más originales y experimentales del autor, es una especie de pieza de teatro muda inspirada en Martín Fierro. 
El relato describe objetos y personajes casi inmóviles, e infiere posibles sentidos de la escena. Por momentos tiene el tono de las obsesivas descripciones de Schoenberg para su monodrama La mano feliz. “El frasco del compadrito está volcado sobre el piso, como si hubiera rodado en algún momento de la pelea, y también han quedado unos lazos de colores, o moños, junto con el corbatín que llevaba puesto el moreno”. Otras veces la descripción se dispara en un sentido abiertamente metafórico: “Las armas e instrumentos que adornaban la pared blanca se han esfumado, como si hubieran sido atraídos por el mismo relato”.
 En efecto, todo termina adherido a la superficie del relato. Teatro Martín Fierro no es una ópera: la representación no busca encarnar los personajes (lo que sería prácticamente imposible), aunque sí materializar ciertos objetos. La bellísima realización visual del pintor Eduardo Stupía que se proyecta sobre el fondo de la sala reelabora todo un repertorio campero, aunque no se limita a eso y por momentos adquiere una impensada autonomía. El simulacro guitarrístico de Fierro (en el relato sus dedos se mueven ágiles a una mínima distancia del encordado enmudecido) proporcionan el punto de partida de la inspirada realización musical de Pablo Ortiz: un cuarteto de guitarras (Nuntempe Ensamble) que toca prácticamente al unísono su estribillo gaucho, arcaico y maquinal. El segundo elemento de la parte musical es un trío de voces femeninas a cappella (Mercedes García Blesa, Lídice Jasmina Robinson y Marcela Campaña, impecables), que retoma párrafos del texto y los entona en un breve y expresivo madrigalismo. Si los repiqueteos de las guitarras remiten a un paisaje pampeano o un ambiente de pulpería polvorienta, las voces fememinas se elevan hasta el límite del registro agudo en un dramatismo celestial, lo que en la pequeña “escena” del réquiem (con su sutil cita mozartiana) adquiere una condensación especialmente conmovedora. 
Esas voces retoman algunos párrafos leídos en la escena. No hay una representación, sino una lectura de un texto fascinante que, a pesar de su enrarecimiento o su abstracción, mantiene tensión y suspenso del principio al fin. La lectura está a cargo de los actores Lisandro Rodríguez, Laura López Moyano y Agustina Muñoz (esta última responsable además de la puesta en escena junto con Stupía), más una voz en off grabada.
 Leer textos en vivo no es fácil. La mínima equivocación puede resultar más perturbadora que la nota falsa del pianista que por lo general se las ingenia para seguir su marcha como si nada hubiera pasado. Esta realización no estuvo del todo exenta de pequeños deslices de lectura, además de alguna entrada a destiempo rápidamente corregida. 

Pero la lectura en vivo tampoco es fácil por una cuestión expresiva, de tono. Por momentos sobrevino una inconveniente hibridación: duplicaciones gestuales; intercambios demasiado explícitos entre los tres lectores; un amague de dramatización que permaneció incierto, débil, vacilante. Acaso sean los únicos momentos levemente dispersivos de una producción artística de rara y cautivante belleza.  

Teatro Martín Fierro

Autores Sergio Chejfec, Pablo Ortiz, Eduardo Stupía Puesta en escena Eduardo Stupía y Agustina Muñoz Sala CETC jueves 27, repite hoy a las 20 y mañana a las 17. Calificación Muy bueno

martes, agosto 25, 2015

El sueño de una libreta

Por Pablo Gianera para La Nación



Se me invitó hace poco más de un mes a una mesa redonda para que me pronunciara sobre la situación, por decirlo así, terminal de la novela en cuanto género. No dije nada que no hubiera dicho antes. Insistí en su validez perdida y me amparé en Juan José Saer y en su idea de que la novela no era más que un período histórico, ya concluido, de la narración.

Con todo, al terminar, algunos asistentes me pidieron nombres de argentinos que trabajaran ahora (y "ahora" aludía literalmente a estos años, no el espacio más vasto de la contemporaneidad) salidos del quicio de tramas, personajes, enigmas. No respondí entonces. Más tarde anoté en una libreta lo siguiente: "¿Puede la novela seguir pensándose a sí misma? Pensarse a sí misma querría decir pensar «contra» sí misma, pensar en su propia imposibilidad / Las series de artistas de Guebel - Baroni de Chejfec". Tenía en mente esos libros sin género, esas falsas ficciones, en los que la consideración de otras artes (por ejemplo, la pintura o la escultura) permitiría reflexivamente extraer conclusiones, no siempre explícitas, acerca de la propia literatura.
La semana pasada me llegó justamente un libro nuevo de Sergio Chejfec con el inquietante título de Últimas noticias de la escritura. Ese título me alarmó: ¿sostendría Chejfec que también la escritura lisa y llana había concluido? No parece ser así, aunque no convendría despejar la ambigüedad: "últimas" no implica en principio escatología, sino simple cercanía cronológica, y "escritura" se refiere a la más pura materialidad: los trazos de tinta en el papel, los signos lumínicos de la pantalla. Era otro punto de partida: la historia de una libreta verde -la libreta verde de quien escribe- va desplegándose no como el registro de las anotaciones en ella, sino como forma constituida a partir de las condiciones de posibilidad de la escritura misma. La libreta, que el autor llama "mascota inerte", es en realidad objeto y metáfora mayor.
Casi al principio, Chejfec hace una observación sobre las tecnologías de escritura que vale la pena citar: "Las formas materiales de escribir son diversas, pueden implicar varios tipos de artefactos; y sin embargo la paradoja, al menos por ahora, es que los resultados, al contrario, están muy poco alejados. La organización textual sigue siendo básicamente la misma que en el pasado: la palabra, la línea, el párrafo, la página".
Pero el pasaje de la caligrafía a la tipografía mecánica o digital pueda tal vez, paradójicamente, comprenderse mejor si se lo piensa en casos ajenos a las palabras; por ejemplo, la notación musical. Quien se detenga en el manuscrito de las Seis piezas para piano opus 19 de Arnold Schönberg (hay una hermosa edición facsimilar que permite advertir con claridad los detalles) verá capas que se manifiestan y se vuelven evidentes por efecto de los distintos instrumentos de escritura: la vacilación escasa en la anotación en tinta, las correcciones en lápiz negro, las indicaciones para la interpretación en rojo. También en este caso la organización textual se despliega en la línea, que es tiempo, pero, por otro lado, esas capas son simultáneas en el plano de la página y se ofrecen a una lectura pictórica.
Es lo que pasa también con las libretas. Personalmente, uso invariablemente libretas de tapas negras. Me gusta esa indiferencia exterior que enmascara la mayor desemejanza interior. Con el correr del tiempo, ya no se entiende aquello que está escrito: la letra que era legible para quien tomó nota deja de serlo para quien (el mismo, pasado el tiempo) quiere leerla. Sin embargo, ese otro, ese mismo, se reconoce en las oscilaciones episódicas del dibujo.
Chejfec menciona la escritura "asémica" de Mirtha Dermisache, pero bien podría haber hablado de ciertos trabajos de Eduardo Stupía o de esas pinturas de Henri Michaux que simulan escritura: signos sobre signos, signos sin sentido verbal cuyo único sentido proviene de la imitación gráfica de aquello en lo que se funda el sentido. Como quien habla por fonética una lengua que no conoce. "Frases sin las palabras, sin los sonidos, sin el sentido", anotó Michaux en Conocimiento por los abismos. Probablemente no sea otro el lenguaje ilegible que duerme entre las tapas de la libreta.

Fraternidad, amistad y dolor en la Punta del Este de los 50

Entrevista a Damián González Bertolino, autor de El increíble Springer.
Por Pablo Chacón para Télam.

 
En “El increíble Springer”, el escritor uruguayo Damián González Bertolino arma una novela de iniciación desarmando los tópicos de esa suerte de subgénero, introduciendo la extrañeza en la extrañeza en una ciudad marítima afantasmada por el invierno, el vacío y la bruma que como otros personajes, acompañan la transición, de la pubertad al mundo adulto.
El libro, publicado por la editorial Entropía, es una hermosa reflexión sobre ese momento clave, de inflexión o transformación que a veces o casi siempre llega cuando nadie lo espera.
González Bertolino nació en 1980 en Punta del Este, Uruguay, y tiene publicadas otras dos novelas, “El fondo” y “Los trabajos del amor”.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
T : "El increíble...", en principio, ¿es una novela de formación, un bildungsroman, como suele decirse?
GB : Sí, tiene varios de los elementos de ese tipo de relatos. Me acuerdo que cuando ya llevaba una buena cantidad de páginas escritas de pronto fui consciente que estaba entrando en ese género, lo que me hacía pensar en que me introducía en un molde. Ese molde ayudaba a la hora de escribir, porque brindaba ciertas pautas, y a la vez podía limitar. Creo que algo de esa tensión estuvo presente mientras escribí "El increíble…", principalmente porque lo que quería hacer era meterme con una parte de la vida de mi padre. Claro que ese momento de su vida coincidió con lo que llamamos la "formación sentimental"; es decir, fue uno de los momentos más representativos de su hasta entonces corta vida, porque condensó un dolor que le venía de muchas otras partes de la existencia.
T : Esa Punta del Este desolada, invernal, vacía, ¿es la tuya, fue la tuya? Lo pregunto porque parece una protagonista más de la novela.
GB : Es verdad. Quise que el paisaje tuviera un cierto rol protagónico. Ojalá lo haya logrado. Esa Punta del Este fue la de la infancia de mi padre, pero también la de mi propia infancia en los 80 y aún la Punta del Este que puede apreciarse en algunos rincones hoy por hoy. Aunque hacía varios años que tenía la idea en mente, recién pude comenzar a escribir esta historia cuando comprendí que si quería evocar o imaginar lo que no sabía de la infancia de mi padre, primero tenía que vislumbrar algo, lo que fuera del espacio por el que él se había movido. Por otra parte, tengo una fascinación con Punta del Este en invierno desde que soy niño. Las casas de los turistas son abandonadas, los jardines de pronto se vuelven agrestes y misteriosos, casi góticos, decadentes, y los objetos hablan por sí mismos. Entonces, con el aire marino, llega el óxido como la expresión de la soledad, del mundo revelándose tal cual es. Los carteles, las rejas, los decorados, todo lo que puede ser mordido por el óxido sufre un lento cambio que nos recuerda cómo sería en realidad todo ese mundo. Cuando está por llegar el verano, batallones de empleados empiezan a remover las superficies para que brillen. Por cosas así siempre asocié el óxido con el nacimiento de la intimidad, que suele ser algo opaco, además.
T : Esa tensión entre lo familiar y lo siniestro es lo que supone la entrada de la enfermedad. ¿Pero no podría leerse como un rito  iniciático desplazado?
GB : Sí, es posible. O también como la renuncia a entrar en ese mundo donde hay que pasar por los ritos. Pero también es cierto que eso le ocurrió a alguien en la vida real.
T : ¿Cuál es el lugar de Ferreira en la narración? Lo veo como a un Juan Carlos Onetti en la bruma.
GB : Es posible en el sentido de que Ferreira (o los Ferreira, padre e hijo) es un personaje aparecido de la nada, con un pasado extraño, cuya información es escamoteada. Eso aparece en Onetti, y es un recurso que él, creo, tomó la de la literatura del gótico sureño, que admiraba. En mi caso, también fue así, pensé más en Carson McCullers o Flannery O'Connor que en Onetti. Para mí la aparición de Ferreira era un poco como la aparición del primo Lymon en "La balada del café triste".
T : Al respecto, ¿cómo te ubicás en la tradición literaria rioplatense?
GB : Me cuesta mucho responder algo así. Acá en Uruguay se me nombra como uno de los integrantes de una nueva generación de narradores. Algo efímero, porque en cinco o diez años la nueva generación ya va a ser otra, así que los de ahora vamos a estar más tranquilos. Pero, sinceramente, no estoy preocupado por pensar en una cuestión de ese tipo.
T : Tres libros sobre los que volvés siempre.
GB : "Tierra y Tiempo", de Juan José Morosoli,  las Novelas Ejemplares de Cervantes y, últimamente, los apuntes de Elias Canetti, de un modo casi oracular.

martes, agosto 18, 2015

El viejo espanto nuevo

Daniel Gigena escribe sobre el género de terror en Argentina para Perfil Cultura (la nota completa se puede leer en el link) y menciona Lasesferas invisibles de Diego Muzzio



Las producciones literarias actuales, impulsadas por cierto sentimiento de época, encuentran posibilidades narrativas inesperadas en un género poco cultivado entre los escritores locales.
Narradores y editores coinciden en que el género de la literatura de terror está aún poco desarrollado en la Argentina. Los lectores suelen hojear antologías que presentan los mismos nombres, si no se da el caso de que, en un intento honorable por establecer una genealogía del relato de terror local, algunas editoriales repitan los mismos cuentos de Eduardo Holmberg, Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga. Por supuesto, el pasado no puede cambiarse, aunque tal vez sí las maneras de leerlo; sin embargo, las producciones literarias actuales, impulsadas por cierto sentimiento de época que asocia más claramente el terror con otras series sociales, como la política, la tecnología, el culto religioso y el entretenimiento, encuentran posibilidades narrativas inesperadas en un género poco cultivado entre los escritores argentinos, apasionados por el realismo de denuncia o de impronta subjetiva.
[...]

Las esferas invisibles, el libro de Diego Muzzio publicado por Entropía hace pocos meses, causó sorpresa por el cuidado equilibrio entre una escritura tersa y unas historias bien logradas, todas ellas ambientadas en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla en el siglo XIX. Las tres nouvelles de Las esferas invisibles poseen un crescendo que el autor logra por el manejo de fuerzas oscuras, apenas insinuadas en los acontecimientos (sin contar la conciencia perturbada de los protagonistas). “No me considero un escritor abocado al género de terror. También escribo poesía y libros para chicos, y mis libros para adultos no se centran exclusivamente en el género. Pero sí es verdad que el tema siempre me interesó y que he leído con mucho placer literatura de terror y gótica. De hecho, unas de mis primeras lecturas fueron los cuentos de Poe y Lovecraft. Pero resulta difícil encontrar buena literatura de terror; quiero decir, escritores más interesados en sugerir que en mostrar lo que normalmente se considera algo terrorífico. En Las esferas invisibles está presente el temor al demonio, a los fantasmas y a la muerte, pero también el miedo a la inmortalidad. Esos son los temores que se desarrollan en cada una de las nouvelles que componen el libro. Son temas clásicos dentro del género”.

El exotismo, la tecnología y la rapacidad del nuevo continente

Mi descubrimiento de América de Vladimir Maiakovksi en Diario Registrado
Por Mariana Kozodij

 
 
Como si se tratara del propio Bronislaw Malinowski aplicando la observación participante, Maiakovski inicia su viaje hacia América (Cuba, México y Estados Unidos) con una doble mirada: la del asombro ante lo desconocido  (noches de luciérnagas, los indígenas en suelo azteca, semáforos en Nueva York) y la mirada política atravesada por la lucha revolucionaria bolchevique (la división de clases, “Dios es el dólar”, las segregaciones racistas y la posibilidad de analizar al enemigo para “impulsar el estudio de las debilidades y las fortalezas de los Estados Unidos en vistas de una lucha lejana”).
“Necesito viajar. Para mí el contacto con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de libros”, así comienza Maiakovski las crónicas de su travesía por América; bitácoras divididas en dos grandes apartados.
El primero, compuesto por una fugaz visita a La Habana y una estadía más prolongada en México junto al muralista Diego Rivera. El segundo, la complicada entrada a suelo “americano” , palabra decretada por Coolidge como de uso exclusivo para los estadounidenses como si el resto de América no existiera; en una visita a Nueva York, Chicago y Detroit.
Entre La Habana y México, Maiakovski saca a relucir su poesía  con bellas frases descriptivas pero sin perder de vista la división de clases a la hora de viajar y disfrutar del traje que ofrece el turismo.  Con precisión, escarba  las relaciones entre los viajantes del vapor Espagne donde “la primera clase vomita donde se le da la gana;  la segunda, sobre la tercera y la tercera sobre sí misma”. La Habana tropical inspira al poeta ruso que la recorre a pie reflexionando que “Todo lo que tiene que ver con el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable”.  Nos ofrece un cuadro de transacciones comerciales, lluvia, flora y fauna.  La entrada a México adquiere el carácter de una lectura sociológica. Con interés, asiste al espectáculo popular de las corridas de toros sin perder el humor al desear que los éstos tengan “ametralladoras entre los cuernos y enseñarles a disparar”.  Otro de los focos de atención está puesto en la población indígena; si bien  espera encontrarse con  plumas y flechas descubre una idiosincrasia que lo sorprende.
Maiakovski, involucrado en la revolución bolchevique y activo difusor de la propaganda del partido (fundó en 1923 junto con Ródchenko una agencia de publicidad en Moscú)  presta especial atención a la idea de "revolucionario" que manejan en suelo mexicano. Con ironía y cierto dejo de tristeza revela que la revolución sólo implica el decorramiento de quién esté en el poder. Mientras que el imperialismo estadounidense es el amo y señor en una política "exótica" de gringos y revólveres.
Recibido por Diego Rivera, se acerca a la pintura y a la poesía. Sus comentarios sobre esta última y el lenguaje siguen remitiendo a su participación en el manifesto La bofetada al gusto del público (1912) invitando a tirar por la borda a ciertos clásicos (en México tampoco se olvida de Pushkin).
El segundo, y más extenso, apartado es el que corresponde a Estados Unidos. Comienza con las dificultades para entrar al país como ruso, que no habla el idioma,  y descolla en sus menciones políticas y tecnológicas. Maiakovski intenta entender al estadounidense promedio, lo urbano que lo rodea, sus costumbres, el placer estético por el verde del dólar, y la división del trabajo ante la potencia y caldera "de la fuerza negra". La Nueva York "sodomita y gonorreana" le fascina y le atrae sobremanera. Maiakovski cuestiona su  tejido urbano y denuncia un avance tecnológico que contradictoriamente atrasa; al no mejorar la calidad de vida de las personas colisionando con las ideas que fluyen en el ambiente del amplio (cubo) futurismo ruso. Las comparaciones se le vuelven inevitables y le aportan riqueza al diálogo interno del texto entre sus observaciones y la vida en Moscú. Sus comentarios sobre las fábricas (o polos industriales) y las rutinas exigidas y poco felices a sus empleados unen Nueva York, Chicago y Detroit. Detalles de época y anécdotas evitan que la lectura adquiera un carácter de mero manifesto de los derechos de los trabajadores; aunque las ideas revolucionarias afloran en su pluma generando un tono ensayístico y levemente provocador. Maiakovski admite que sus observaciones "Son unos rasgos sueltos: las pestañas, una peca, una fosa nasal" de las ciudades que visita en las que la burguesía le teme a la propia tecnología que dice apoyar mientras la fugacidad se apodera de todo y todos. Observaciones de la década del veinte que gozan de actualidad.
Con una impecable traducción (y útiles notas al final), "Mi descubrimiento de América" permite conocer la mirada personal de uno de los grandes vanguardistas del siglo XX  en parte de nuestro continente. Un texto desde el que alega, para referirse a Chicago, aunque también es aplicable al resto de su viaje: "Mi descripción es incorrecta pero fiel" permitiendo la compañía del lector en su recorrido.

Un poeta y 18 días de océano

Relato de viaje. En los años veinte, Maiakovski se embarcó hacia el continente americano. La experiencia, en su bitácora de impresiones.

Por Mauro Libertella para Revista Ñ

Dieciocho días de océano. Eso fue lo que tardó Vladimir Maiakovski (poeta ruso, dramaturgo revolucionario, futurista) en cruzar el largo Atlántico para llegar a América. Estamos a mediados de los años veinte, y Maiakovski está emprendiendo uno de los viajes centrales de su vida, a él, que le gusta tanto viajar, que escribió que “necesito viajar. Para mí, el contacto con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de los libros”. La hoja de ruta es la siguiente: La Habana, Veracruz, Ciudad de México, Nueva York y Chicago. El tiempo estipulado para el periplo es de alrededor de tres meses; el clima, otoñal. Lo podemos imaginar al joven V. M. anotando sus impresiones en un cuaderno portátil, con los ojos bien abiertos y el oído encendido, porque no sabe ningún idioma que no sea el ruso, pero a tientas, se mueve por el inglés y el francés. Todo lo que va a recibir, como cualquier viajero, son fragmentos: una historia de vida por acá, una postal arquitectónica por allá, idiomas cruzados, caras a veces tan distintas a las que ve en Moscú y a veces tan extrañamente parecidas. Lo que hace el cronista de viajes es, justamente, enhebrar esos pedazos, darle un sentido global a eso que se nos presenta únicamente como rompecabezas. El sentido de esa totalidad está en la cabeza del que viaja, y muchas veces es incluso un prejuicio, un concepto previo que vamos a cotejar o a contrastar al lugar de destino. La cabeza de V. M., por lo pronto, es a un mismo tiempo política y artística, y por eso su descubrimiento de América es por momentos un tratado sociológico (analiza el comportamiento de las distintas clases sociales en Nueva York, o los efectos palpables de las distintas olas inmigratorias, o el modo en que la clase obrera se divierte en su tiempo libre, o la política exterior estadounidense, tan parecida hace 100 años a la de nuestros días), pero nunca deja de ser una bitácora de efectos impresionistas. Vuelca en el papel lo que ve y apenas atraviesa esa materia con sus opiniones –opiniones que en ocasiones son apenas un tono, una ironía–, porque lo que ve no necesita ser siempre analizado. Para V. M., América habla sola.
Mi descubrimiento de América cumple además un cometido que hoy se perdió, el de los relatos de viajes que servían para que la gente se enterara de los usos y costumbres del otro lado del mundo. 18 días de océano: el mundo era un lugar verdaderamente inmenso, y este tipo de libros achicaban las grietas. Hoy es mucho más dificil escribir relatos de viajes: parece que todo el planeta ha sido allanado y fagocitado una y mil veces. Y sin embargo, ese es el efecto contemporáneo del libro: todo lo que dice sigue siendo terriblemente vigente, como si, en lo esencial, nada hubiese cambiado. Es un poco inquietante, pero es así.

“El terror es lo que no se puede ver”

Tres nouvelles o cuentos largos que se desplazan por el andarivel de la literatura gótica rioplatense integran el nuevo volumen de Muzzio, que profundiza una línea iniciada por su primer libro de relatos, Mockba, donde ya se insinuaba el terror.  

Por Silvina Friera para Página/12
 

“Los muertos burbujean, están llenos de una vida oculta.” El extraño comentario repercute con la misma fuerza del misterio que siembra la muerte. El brote de fiebre amarilla diezmó a la población porteña en 1871. Los cadáveres se multiplicaban a un ritmo inédito, la peste se expandía, el pánico era más contagioso que la epidemia, multitudes de desesperados se agolpaban en las puertas de las iglesias, los pocos médicos que quedaban no daban abasto para asistir a la población. El espectáculo que ofrecía la ciudad era tétrico. Muchos que no podían pagar un ataúd envolvían a sus muertos en sábanas o mantas y los abandonaban en las esquinas. Conventillos y orfelinatos, señalados como focos de infección, eran incendiados por muchedumbres espantadas. El terror que suscita un horizonte fúnebre es el inquietante tejido que despliega Las esferas invisibles (Entropía), de Diego Muzzio, tres nouvelles o cuentos largos extraordinarios que se desplazan por el andarivel de la literatura gótica rioplatense.

“El intercesor”, la primera nouvelle, es un periplo siniestro hacia el corazón de las tinieblas pampeanas en el fortín Desolación. Francisco Vidal, un joven estudiante de medicina, víctima de las redes de espionaje y delación de Juan Manuel de Rosas, que revistaba como capitán en el Segundo Regimiento de Caballería, es degradado y destinado a ese fortín perdido en el extremo sur. Vidal comprenderá, más temprano que tarde, que está aislado entre un puñado de criminales y dementes, como el Negro Tumba, que practica rituales de magia negra y que se considera a sí mismo una especie de mediador entre el mundo físico y el sobrenatural. El relato comienza cuando un sacerdote joven, auxiliar en la parroquia de San Pedro Telmo dedicado a atender a los afectados por la fiebre amarilla, recibe la visita de una vieja que le pide asistencia para su hermano –Vidal–, “que había vuelto del desierto como muerto, con el cuerpo y el ama mutilados”. El cura escucha la confesión de Vidal, un minucioso racconto de la “barbarie” gótica. “Mi mano rozó una cosa con ojos, dientes y pelo, y supe que era una cabeza. Aparté el despojo de un manotazo y seguí reptando sobre charcos tibios y viscosos. Junto a mi cuello, sentí de pronto una respiración y me encontré envuelto en un hedor inenarrable”, evoca el atribulado personaje.
Los dos personajes centrales de “El ataúd de ébano”, Eusebio Sosa y Rufino Vega, ambos desertores de la Guerra de la Triple Alianza, se dedican a profanar tumbas para robar ataúdes y revenderlos al mejor postor durante lo peor de la peste. El clima se enrarece más con la irrupción de una extraña niña que les reclama ayuda a Sosa y a Vega para sepultar a su padre y hermana muertos. Los planes se desvían y Vega termina matando a un viejo en un confuso episodio. “Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca”, es un “mandato” que presagia una condena en “La ruta de la mangosta”, la tercera nouvelle. Un aprendiz de relojero empieza a trabajar con Thomas Sheridan, fotógrafo que se dedica a sacar la última imagen de los difuntos, como si estuvieran vivos, para recuerdo de las familias. “El momento histórico de la epidemia siempre me interesó. Estuve investigando sobre el tema y me pareció interesante situar estos relatos en ese momento porque me permitía utilizar ese ambiente como otro personaje más”, cuenta Muzzio a Página/12. “En Mockba, mi primer libro de relatos, aparecen algunos cuentos de terror, aunque no los escribí pensando en el género. En cambio, en Las esferas invisibles fue bien consciente de mi parte escribir novelitas de terror. Los dos protagonistas de ‘El ataúd de ébano’ son desertores de la Guerra del Paraguay, y Sheridan, en ‘La ruta de la mangosta’, no se sabe si estuvo en la Guerra del Paraguay, pero tiene fotos de esa guerra.”
Una de las preocupaciones de Muzzio fue que el elemento fantástico no estuviera a la vista. “No quería entrar en la descripción de lo que sale del salitral, o que la niña de la segunda nouvelle es un fantasma. No me gusta (Howard Phillips) Lovecraft porque describe el monstruo y se regodea en el horror que puede generar. Es mejor sugerir porque si uno describe demasiado termina por acostumbrarse al terror y no genera temor”, plantea el autor de varios libros de poemas, El hueso del ojo, Sheol Sheol (Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, 1996), Gabatha (Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruza, 2000), Hieronymus Bosch, Tratado sobre la ejecución de animales y El sistema defensivo de los muertos. “El terror es eso que uno presiente que está ahí, pero no puede ver. Como le pasa al personaje de la primera nouvelle, que siente lo que está pasando, lo escucha, pero no sabe qué es. El resto de su vida vuelve a esa noche para tratar de explicarla, pero no puede”, señala el escritor. “Siempre me interesó mucho la época de Rosas. Dicen que la habitación de Rosas estaba donde hoy está el monumento a Sarmiento, qué gran ironía, ¿no? Me gusta imaginarme cómo era la ciudad en el siglo XIX y eso puede ser anacrónico –admite–. En cuanto a la escritura, me gusta contar una historia de la mejor manera posible. Para mí es trabajoso escribir, estoy mucho tiempo corrigiendo porque me gusta la claridad y la limpieza de la prosa.”
Autor de libros de literatura infantil como La asombrosa sombra del pez limón, Un tren hacia Ya casi casi es Navidad y El faro del capitán Blum, entre otros títulos, Muzzio escribe como un arqueólogo que escarba en las ruinas para descubrir aquello que está oculto. “No es un trabajo consciente escribir como un arqueólogo. Sí sabía que la manera de escribir las nouvelles tenía que ser algo anacrónica. Aunque creo que no es todo lo anacrónica que podría haber sido –aclara el escritor–. Lo más complicado fue la corrección del lenguaje, no hacer algo demasiado barroco. Tampoco quería caer en un lenguaje campestre o regional. Quería que fuera una mezcla que sugiriera, mediante algunas palabras y giros idiomáticos, que eran personajes de fines del siglo XIX. Esa época es un poco como volver a casa, no sé por qué. Me hubiese encantado tener una máquina del tiempo y pasar un par de semanas en la Buenos Aires de 1871. No sólo en el momento de la fiebre amarilla, sino antes. Hay un libro muy interesante de Mardoqueo Navarro, un periodista catamarqueño que escribió un diario de la peste y consignó día por día la cantidad de muertos y de hechos curiosos que sucedían, como el entierro de gente viva o la resurrección de algunos que creían muertos.”
Muzzio (Buenos Aires, 1969) estudió Letras. En 2004, la lengua del amor fue más fuerte que los torpes balbuceos en francés. El escritor viajó a París, ciudad donde vivió diez años. “No sabía francés, aprendí ahí, a los ponchazos. Mi refugio siempre fue la escritura. Trabajé como preceptor y no podía casi ni hablar; tenía un papelito con frases anotadas. Algunos chicos se me reían en la cara. Me lo tomaba con humor, pero al mismo tiempo era muy agotador porque volvía a casa muy cansado”, recuerda el escritor que regresó a Buenos Aires el año pasado y actualmente trabaja en la biblioteca del colegio Franco Argentino de Acassuso. Lo primero que leyó en francés, después de ese aprendizaje fatigoso, fue El extranjero de Albert Camus. “(Marcel) Proust no me gusta en francés ni en español. No lo puedo leer en ninguna lengua”, reconoce con esa pasmosa calma que cultiva este narrador y poeta de bajo perfil. “La poesía es un laboratorio muy fuerte para mí, ahora ya no tanto porque creo que encontré mi voz –advierte Muzzio–. Uno siempre tiene la ilusión de que la poesía es un terreno donde se puede experimentar. La experimentación me parece válida puertas adentro, como un ejercicio personal. Después uno va sabiendo qué puede escribir y qué cosas no valen la pena.”

jueves, agosto 13, 2015

El increíble Springer, de Damián González Bertolino

Dos comentarios en la radio sobre El increíble Springer:


“La obra funciona como una foto perfecta de toda una época y un lugar.” 

Trinidad Llambías para Radio Universidad de Belgrano:
Podcast literario Garamond 12

 

martes, agosto 11, 2015

Reabrir una herida

por Matías Raia para Golosina Caníbal



En Las esferas invisibles (Entropía, 2015), de Diego Muzzio hay una tensión entre lo clásico y lo novedoso. El libro se compone por tres nouvelles que recuperan tópicos clásicos de la literatura de terror (en su variedad gótica, particularmente). En “El intercesor”, la posesión demoníaca y la lucha entre las fuerzas del bien y del mal; “El ataúd de ébano”, la casa embrujada y las historias de fantasmas; “La ruta de la mangosta”, la vida inmortal y el artefacto mágico. Si el libro de Muzzio solo fuera ese juego con tópicos, estaríamos ante una simple ejercitación escrituraria de un fanático del horror. Pero no lo es.
Las esferas invisibles es más que eso y Muzzio logra ese plus por hacer algo novedoso: las tres nouvelles transcurren durante la epidemia amarilla de 1871 que diezmó a la Ciudad de Buenos Aires. Es decir, el acierto para escapar a la repetición de tópicos clásicos es la adaptación de la literatura de terror a un contexto que, incluso en términos históricos, ha sido poco visitado y analizado. Muzzio reabre una herida que la historiografía y la literatura parecen haber querido cerrar: como si tanta muerte, tanto sufrimiento y tanta enfermedad solo hubieran conducido al silencio. Las nouvelles de Las esferas invisibles exploran ese ambiente de oscuridad y cadáveres para encontrar historias que inquietan al lector, que generan pesadillas y que devuelven una mirada literaria a una época histórica que no quiere ser narrada. Esa epidemia amarilla de 1871, por otro lado, es un prisma para cruzar otros momentos de la historia argentina: el rosismo y la conquista de la frontera en “El intercesor”; la guerra del Paraguay en “El ataúd de ébano”; el desarrollo de la fotografía y la Primera Guerra Mundial en “La ruta de la mangosta”. En este sentido, en Las esferas invisibles se destaca no solo la reconstrucción de la época elegida (esa atmósfera de sombras, contagio y cementerios) sino el diálogo temporal entre las tres historias de terror.
El otro gran acierto de Muzzio para no quedar atrapado por la trampa de lo clásico es el repliegue sobre una tradición de la literatura argentina que parecía no poder decirnos nada más en el siglo XXI. Me refiero a las ficciones científicas de Leopoldo Lugones, a los relatos fantásticos de Eduardo L. Holmberg, a las narraciones de incipiente ciencia ficción de Horacio Quiroga. Muzzio parece escribir con Las fuerzas extrañas y Más allá como libros de cabecera. Las esferas invisibles son tres reflexiones sobre la muerte, la tecnología y la sociedad que encuentran en las vetustas ficciones científicas una luz de presente, una posibilidad de decir algo más. El gesto de Muzzio resulta interesante, por otro lado, porque no es un gesto solitario: Roque Larraquy con sus novelas La comemadre (Entropía, 2011) e Informe sobre ectoplasma animal (Eterna Cadencia, 2014) sigue el mismo camino. ¿Qué tiene para decirnos la ficción científica decimonónica a los lectores y a la literatura argentina del siglo XXI? Tal vez sean los saberes sometidos que revelan esas ficciones; tal vez su capacidad de encontrar en lo fantástico y el terror un modo de pensar el poder y el sujeto. En todo caso, tanto Muzzio con Las esferas invisibles como Larraquy con sus novelas están relevando una zona de nuestra literatura que parecía haber perdido su potencia entre los polvorientos volúmenes de la antigua biblioteca.
Las esferas invisibles es uno de los grandes libros de 2015 por varias razones. En primer lugar, por el trabajo literario con esa tensión entre lo clásico y lo novedoso, a través de la recuperación de una época terrible para la historia argentina y de una zona literaria frecuentemente evitada. En segundo lugar, porque junto a otros escritores como Juan José Burzi, Samantha Schweblin y Mariana Enriquez, Diego Muzzio demuestra que puede existir una literatura de terror argentina: con modulaciones propias, en terrenos y épocas nacionales. En tercer lugar, las tres nouvelles están muy bien escritas: tiene las dosis justas de descripción y narración, de reflexión y acción. Las historias se enhebran con el entorno histórico con claridad y se encuentran personajes profundos. Finalmente, Las esferas invisibles es un gran libro porque da miedo. Estas nouvelles inquietan al lector y provocan la sensación de muerte, enfermedad y desesperación que la epidemia amarilla de 1871 destiló por las calles de Buenos Aires y sus alrededores. Cerramos el libro de Muzzio como quien cierra la puerta de una casa apestada.

¿Hay un gótico argentino?

Con Las esferas invisibles (Entropía), a la novela histórica, Diego Muzzio, “por decirlo de una forma sutil, le hace el amor de parado en un baño público de Constitución”.



Por Luciano Lamberti para el Blog de Eterna Cadencia

Literatura igual enfermedad, y enfermedad igual peste. No hay dolencia más simbólica, más cargada de tiempo y tradición. Desde la mitología griega a la judeocristiana, la peste es, por un lado, y contrapuesta a la enfermedad como proceso íntimo e individual, un fenómeno social, de un pueblo o un grupo de personas marcados por una culpa colectiva. Lo que nos lleva al segundo punto: en contraste con la idea materialista o biologicista de la enfermedad, la peste es el resultado de la decadencia moral de una comunidad: una enfermedad espiritual o simbólica. Las pústulas que supuran y revientan, la fiebre, los delirios, los cuerpos amontonados en la calle, son el justo castigo de la divinidad sobre las culpas que un pueblo arrastra sobre sí. A su vez, el caos social producto de la enfermedad propicia todo tipo de comportamiento desenfrenado y criminal. Es cada uno por sí mismo. Se cae la máscara civilizada que los aglutinaba, y a los hombres tal cual son (esto es: animales apenas domesticados) quedan expuestos en su desnudez.


Así la enfermedad que asola a los habitantes de Tebas en Edipo Rey, las sumamente crueles y divertidas del Dios del Antiguo Testamento (un verdadero artesano del dolor y la culpa), la evasión de los ricos en las quintas de las afueras de Florencia en el Decamerón de Bocaccio, la humanidad puesta a prueba en La peste de Albert Camus y un largo etcétera.

En esta tradición se inscriben la serie de tres nouvelles que conforman Las esferas invisibles, de Diego Muzzio, flamante título de editorial Entropía. Un libro, en el mejor sentido de la palabra, raro, no solo para los yeites de la nueva literatura, sino también para la novela histórica argentina de los últimos años, con sus princesas rubias y frágiles y sus aborígenes bien dotados, a la que Muzzio, por decirlo de una forma sutil, le hace el amor de parado en un baño público de Constitución. Lo que quiero decir es que hay una forma Florencia Bonelli y una forma Antonio Di Benedetto de trabajar los temas históricos, y Muzzio está definitivamente del lado de este último.

Situadas en el marco de la famosa fiebre amarilla que diezmó la población porteña en 1871, las tres novelitas bien pueden leerse como una novela compuesta de tres partes, en tanto comparten ese contexto alucinado y ese comportamiento salvaje que es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de la peste. El otro punto que los une es el lenguaje: anacrónico, borgeano, barroco, como si se adaptara al tema tratado. El tercero, sobre ese paisaje realista, siempre hay un hecho que roza o se hunde en lo sobrenatural, especificamente en su variante gótica argentina. En “El intercesor”, es el cerco mágico que un negro brujo armó en la salina para evitar que ciertos entes escapen de allí; el trasfondo bíblico de “El ataud de ébano”; el juego con la muerte, la droga y una mujer imposible en “La ruta de la mangosta” son ejemplos de esa fuerza.

¿Hay un gótico argentino? Creo que sí, y que una tradición, no especialmente fantástica lo alimenta y enriquece. En la actualidad, algunos cuentos de Mariana Enríquez o de Samanta Schweblin podrían encuadrarse dentro de ese género; más atrás en el tiempo, en algunos climas de aquella literatura que se proponía representar a la barbarie (“Cabecita negra”, de German Rozenmacher es un cuento de terror, un terror social más que fantástico, al igual que “La fiesta del monstruo”, de Borges y Bioy, que debajo del humor y los giros linguísticos esconde las alarmas de la oligarquía ante el peronismo). Ciertas escenas de Saer son góticas. Cortázar tiene sus góticos momentos. Lugones es definitivamente gótico.

Pero quizás el mejor ejemplo sea “El matadero”, de Echeverría, el primer cuento de la literatura argentina, el que servirá para medir todo lo que iba a venir. No es casual que el clima de ese cuento sea apocalíptico, como el de la peste: lluvias torrenciales, inundaciones, escasez de alimentos, católicos que claman al cielo por el fin de las calamidades e incluso planifican una procesión. Los salvajes federales acusando a los salvajes unitarios por el desastre en el que viven. Una peste invisible afecta a los porteños en esa época, el castigo divino por la corrupción del gobierno de Rosas que el pueblo acepta como natural. En ese contexto, el unitario esquilmado que “reventó de rabia” es una suerte de Cristo que se sacrifica por las faltas de los hombres, sobre todo por el silencio que rodea a las calamidades de La Mazorca.


En todos estos libros, el tema es la culpa, la propia y la ajena, un tema que, en este país, nunca deja de estar de moda.

jueves, agosto 06, 2015

Ni descanso ni redención

Las esferas invisibles por Maximiliano Tomas para La Agenda BA



Otra de las cosas que perdí con la irrupción de las mellizas en este mundo fue mi mesa de luz, ya que al verme obligado a comprar un colchón para cuatro desapareció el espacio necesario entre la cama y la pared. Así que no tengo libros en la mesa de luz sencillamente porque no tengo un mueble que cumpla esa función (y además como no puedo leer en la oscuridad, ya lo dije, veo series). De todas formas durante el día voy leyendo de entre todos los libros que me llegan por trabajo. Hace unos meses la lectura de El espectáculo del tiempo, de Juan José Becerra, me complicó un poco la tarea: la novela es tan buena, tan ambiciosa, tan abrumadora, que por mucho tiempo todo lo que llegaba a mis manos me decepcionaba. Los libros no resistían las comparaciones y se me iban cayendo de las manos, la trivialidad se hacía evidente a las pocas páginas. Recién después de mucho tiempo di con un antídoto, quizá debido a la frescura y la imaginación puesta en juego por su autor, tal vez porque la apuesta se mostraba como el reverso exacto de la de Becerra: mientras El espectáculo del tiempo quería contar todas las historias de todas las maneras posibles (y casi siempre lo lograba), las setenta páginas de La menor, de Daniel Riera, solo seguían los designios de su protagonista, un escritor contratado para escribir una historia que pueda leerse a través de mensajes de texto, en teléfonos celulares. Sesenta capítulos de mil caracteres cada uno, que narran la historia de una bebé con súperpoderes llamada Himalaya (y tambièn la de la escritura misma de la novela). Gracias a Daniel Riera el conjuro de lectura impuesto por la novela de Becerra empezó a romperse, pero tuve que esperar de nuevo un buen tiempo hasta que apareciera otro libro que me convocara a una lectura atenta y placentera.

Las esferas
Ese libro se llama Las esferas invisibles y son tres nouvelles agrupadas en un mismo volumen por Diego Muzzio. En enero de 1871 se difundieron tres casos de “vómito negro” en Buenos Aires: durante los meses siguientes se desató la cuarta epidemia de fiebre amarilla en la ciudad, que se extendió por casas y conventillos y acabó matanado a 14 mil personas (Buenos Aires tenía, por entonces, poco más de 100 mil habitantes). Este suceso histórico es el único que vincula a los tres relatos de Muzzio, cada uno de los cuales se inscribe en un género literario distinto. “El intercesor” es una historia gótica que transcurre en los fortines del sur de la provincia; “El ataúd de ébano” una de fantasmas en los arrabales; “La ruta de la mangosta” utiliza las claves del fantástico para narrar las tragedias de un fumador de opio que debe prolongar artificialmente su vida y la de la misteriosa mujer de la que está enamorado.


La singularidad de un libro como Las esferas invisibles está dada por la manera de homenajear, con elegancia y sofisticación, una herencia clásica abandonada hace muchísimo tiempo por la narrativa contemporánea. Hay que estar muy seguro del propio talento y de la propia imaginación para arrojarse a actualizar una literatura que ya no se practica (el terror, el gótico, los relatos de espíritus y fantasmas), podríamos decir, desde Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y Macedonio Fernández. Pues bien, si podemos considerar el coraje como una virtud literaria, digamos que Muzzio lo tuvo, y que el resultado de esta operación compone un libro tan extraño como atrapante, al que cuesta imaginarle compañeros en la literatura argentina actual.

miércoles, agosto 05, 2015

América según Maiakovski

Mi descubrimiento de América de Vladimir Maiakovski en Cultura, Página/12

 
 
Una nueva edición de Mi descubrimiento de América, libro del poeta y dramaturgo Vladimir Maiakovski (1893-1930), considerado el fundador del futurismo ruso, será distribuida por la Editorial Entropía. Mi descubrimiento... ofrece un lúcido testimonio de las experiencias de Maiakovski en América a partir de un viaje que realizó para estrechar lazos con el movimiento obrero local. En 1925, ya consagrado en la Unión Soviética, Maiakovski decidió salir de su país y comenzó a viajar por tierras lejanas –Cuba, México, Estados Unidos–, tomando apuntes que lo convirtieron inmediatamente en sociólogo, analista político y cronista de costumbres de ese continente, siempre desde un profunda visión poética. Hacia el final del libro, mientras el poeta analiza la economía y los modos de producción de los Estados Unidos, lanza una aguda crítica convertida en presagio, en la que afirmaba que “pronto se convertirán en un país exclusivamente financiero, usurero”.

lunes, agosto 03, 2015

Crítica: cinco libros de Cine

Diego Lerer sobre Subjetiva de nadie de Marcos Vieytes, para Micropsia



SUBJETIVA DE NADIE (FRAGMENTOS DE UN DIARIO CRITICO, de Marcos Vieytes (Editorial Entropía) El libro que “demoró” el cierre de este post fue este compilado de reflexiones críticas mezclada con autobiografía de parte de Vieytes. Y no por tratarse de un libro malo o difícil de leer. Más bien todo lo contrario. Se trata de un libro complejo y fascinante, que excede la reflexión cinematográfica para transformarse en una suerte de historia de vida atravesada por el cine, por el amor a las películas. Vieytes escribe de una manera extremadamente personal, elocuente y sincera, en especial de las cosas que ama en el cine. Y logra transmitir ese entusiasmo y amor por lo que observa –especialmente en los detalles– en los textos que  conforman el libro a modo de entradas sueltas, viñetas y apuntes para una especie de diario. Es la clase de libro con el que uno puede no estar de acuerdo con muchas de las reflexiones, sentencias o ideas pero que admira de todos modos la capacidad para sostenerlas. Por momentos, es cierto, Vieytes peca de un exceso de barroquismo (hay varias “críticas” en forma de poemas) y su particular educación religiosa le tiñen la mirada sobre el cine –bah, sobre la vida– de una manera con la que cuesta identificarse (al menos a mí), pero en ningún momento el autor pierde la capacidad de fina observación sobre sus materiales. Es un libro desorganizado y caprichoso, como todo diario que se precie, y no sigue ni lineamientos temáticos ni cronnologías cinéfilas. Es, más bien, un retrato personal de un crítico enfrentado a un arte que lo interpela, lo modifica y lo pone en conflicto en su relación con el mundo. Y con el cine, también, que en cierto modo es una excusa aquí para hablar –de una manera por momentos amorosa y en otros desgarrada– de su propia historia. Que es uno de los libros más originales sobre “crítica de cine” de los últimos años, de eso no hay duda.

Sergio Chejfec: "Escribir es el resultado de una operación de la voluntad"

Por Daniel Gigena para La Nación


Hasta fines de este mes, Sergio Chejfec estará en Buenos Aires. Aprovechará el tiempo para presentar su último libro, un ensayo sobre su experiencia con los diferentes tipos de escritura y el modo en que los atributos plásticos perviven en ellos. También dará charlas y presentará un film. Como su literatura, su modo de hablar es atildado y suave; en ese modo pueden confluir el humor, el relato de anécdotas, los interrogantes insólitos, la descripción como un recurso que motoriza la conversación o las tramas. Hará en estos días aquí sus circuitos atípicos por la ciudad, que incluyen visitas a amigos, a ferias artesanales, a librerías de usados y a barrios que, como Mataderos y Pompeya, los turistas no suelen programar en sus recorridas. Chejfec vivió quince años en Venezuela con su mujer, la ensayista Graciela Montaldo, y ahora ambos residen en Nueva York. Allí trabaja en la maestría de escritura creativa de la Universidad de Nueva York, que crearon hace años Lila Zemborain y Sylvia Molloy. Chejfec es también poeta, autor de tres libros de ese género cuya lectura, dice, le sirve para descansar de ciertos clisés de su narrativa. De la biografía al uso del documento como ficción (y de la ficción como testimonio documental), pasando por la reconstrucción de paisajes del pasado y el homenaje a artistas y escritores, su obra ha crecido de manera arborescente y encuentra en Últimas noticias de la escritura, publicado por Entropía, su fruto más reciente.

En mi literatura, la documentalidad es un modo de desestabilizar el sentido común acerca de lo que es ficción y lo que es testimonio. Hay una dimensión de lo literario que me parece muy productiva: es la del documento, entendido no como documentalismo, como el género documental en el cine, sino como documentalidad. Cierto choque o confrontación que se produce con lo narrativo que sólo tiende hacia la ficción o la fantasía. Es una especie de incrustación que se puede producir en los relatos, donde algunos elementos están exhibidos o mostrados y que aparecen como extraídos de lo real. En uno de los relatos de Modo linterna, por ejemplo, el narrador siente que su experiencia como invitado a un congreso de literatura está amenazada por la disolución cuando no puede tomarse una fotografía junto a dos guacamayas. La foto representa para él una prueba de verdad del relato. Los hechos documentables no son necesariamente reales, aunque poseen un estatuto documental. Tiendo a introducir elementos y destaco su condición extrapolada para confrontarla a la serie de los "hechos inventados" y ver qué produce.

Me interesa la dimensión plástica o pictórica, la irradiación propia que tiene un manuscrito. En Últimas noticias de la escritura intento relatar de manera no narrativa la experiencia sobre mi propia historia en relación con la escritura. Por cuestiones históricas, empecé a escribir mano a mano; luego, con máquinas de escribir, y después, a partir de los años 90, con las computadoras. Mi postulación tiene que ver con que esa irradiación es inherente a toda escritura. En la escritura digital, debe ser repuesta por otros medios: la titilación, la incandescencia de la pantalla, la vida mortecina que la escritura digital tiene. Esa fosforescencia amenazada por otros medios se recupera de otro modo. Es algo quizás indemostrable, pero me parece una idea productiva.

Hay escritores que parece que nacieron escribiendo libros: el caso típico es Borges. Es como si la literatura hubiera estado ahí desde el comienzo. Otros, por el tipo de adquisición, los desvíos, las idas y venidas en su vida, guardan una relación no natural con la literatura. Es mi caso. Para mí, escribir es el resultado de una operación de la voluntad, ya que no empecé a escribir tempranamente; creo que eso se refleja en los procesos de hesitación que tienen lugar en mi obra narrativa. Alguien como Mario Levrero hace de su relación con la literatura un conflicto, incluso una relación contractual. Lo mismo ocurre en la obra del escritor cubano Lorenzo García Vega.

Cuando estoy en Buenos Aires me gusta ir a lugares que están fuera de circuito. Son paseos, caminatas; para mí, es un privilegio. Al vivir afuera, me puedo dar el lujo de tener una mirada duplicada sobre la ciudad. Soy un observante fiel y leal del transporte público, aunque a veces no fluye demasiado. Tampoco sé si en taxi o en auto llegaría más rápido. En Nueva York uso mucho la bicicleta, me siento más seguro, hay más sendas. En otros momentos me producía amargura estar como un turista, medio guardado. Ahora hago más actividades vinculadas con mi literatura, como la charla que di en la Fundación Tomás Eloy Martínez o la presentación de una película de Elaine May, Mikey and Nickie, que voy a hacer el 13 de agosto en el Fondo Nacional de las Artes. Sus obras poseen criterios de improvisación que me interesan mucho.

En mis relatos, el espacio está diseñado como para disolver los mandatos de la cronología.El tiempo está fuertemente asociado al relato e impone la sucesión de acciones, las relaciones de causa y efecto. Antes decía que mi propósito era representar el espacio como una dimensión temporal. La dimensión elástica o difusa del espacio me sirve para cuestionar ciertos procedimientos del realismo. Así logro una relación menos analógica con lo real, ya que en una situación conviven diferentes momentos, o varias situaciones dentro de una sola.

Aquí ya nadie tiene que pedir permiso para ser escritor. Trato de seguir la producción literaria local y hay un campo abundante y fértil, y gran parte de esa floración la representan los autores jóvenes. Antes había un pensamiento sacrosanto sobre el libro. Ahora me parece que todo es más directo; ya habrá tiempo para que se produzca una decantación, pero es bueno arrancar con un piso tan alto como el actual. Muchos de los trabajos de la gente joven se organizan alrededor del realismo, de la política o de la historia, pero no repiten fórmulas anteriores. Otros trabajan con la descomposición formal, sus textos no son crónicas, ni relatos, ni cuentos, sino una mezcla de géneros.

No es necesario que ambiente mis ficciones en los lugares donde vivo. La indeterminación es un aspecto importante en mis narraciones. Tengo la imagen de la literatura como un juego, una oscilación entre lo determinado y lo indeterminado. En los relatos aparece esa dialéctica entre elementos muy determinados y otros poco desarrollados. En ocasiones, lo accesorio es lo esencial. De ese modo, paso el conflicto por alto, la serie de acontecimientos de una trama, y es la mirada del narrador la que lleva adelante la narración.


Mis libros están dirigidos a un grupo de lectores un poco reducido, pero a veces, además, los grandes sellos invisibilizan cierta literatura. En las cadenas de librerías mis libros no se exhiben. Evito ese contrasentido editorial al publicar algunos libros en sellos independientes, que me creo que personalizan más el libro. Además, si no sos un escritor famoso, los libros no circulan por otros países. Alfaguara tuvo la gentileza de devolverme la territorialidad de algunos títulos y pude publicar algunos en Perú o Chile.