Con Las esferas invisibles (Entropía), a la novela
histórica, Diego Muzzio, “por decirlo de una forma sutil, le hace el amor de
parado en un baño público de Constitución”.
Por Luciano Lamberti para el Blog de Eterna Cadencia
Literatura igual enfermedad, y enfermedad igual peste. No
hay dolencia más simbólica, más cargada de tiempo y tradición. Desde la
mitología griega a la judeocristiana, la peste es, por un lado, y contrapuesta
a la enfermedad como proceso íntimo e individual, un fenómeno social, de un
pueblo o un grupo de personas marcados por una culpa colectiva. Lo que nos
lleva al segundo punto: en contraste con la idea materialista o biologicista de
la enfermedad, la peste es el resultado de la decadencia moral de una
comunidad: una enfermedad espiritual o simbólica. Las pústulas que supuran y
revientan, la fiebre, los delirios, los cuerpos amontonados en la calle, son el
justo castigo de la divinidad sobre las culpas que un pueblo arrastra sobre sí.
A su vez, el caos social producto de la enfermedad propicia todo tipo de
comportamiento desenfrenado y criminal. Es cada uno por sí mismo. Se cae la
máscara civilizada que los aglutinaba, y a los hombres tal cual son (esto es:
animales apenas domesticados) quedan expuestos en su desnudez.
Así la enfermedad que asola a los habitantes de Tebas en
Edipo Rey, las sumamente crueles y divertidas del Dios del Antiguo Testamento
(un verdadero artesano del dolor y la culpa), la evasión de los ricos en las
quintas de las afueras de Florencia en el Decamerón de Bocaccio, la humanidad
puesta a prueba en La peste de Albert Camus y un largo etcétera.
En esta tradición se inscriben la serie de tres nouvelles
que conforman Las esferas invisibles, de Diego Muzzio, flamante título de
editorial Entropía. Un libro, en el mejor sentido de la palabra, raro, no solo
para los yeites de la nueva literatura, sino también para la novela histórica
argentina de los últimos años, con sus princesas rubias y frágiles y sus
aborígenes bien dotados, a la que Muzzio, por decirlo de una forma sutil, le
hace el amor de parado en un baño público de Constitución. Lo que quiero decir
es que hay una forma Florencia Bonelli y una forma Antonio Di Benedetto de
trabajar los temas históricos, y Muzzio está definitivamente del lado de este
último.
Situadas en el marco de la famosa fiebre amarilla que diezmó
la población porteña en 1871, las tres novelitas bien pueden leerse como una
novela compuesta de tres partes, en tanto comparten ese contexto alucinado y
ese comportamiento salvaje que es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de la
peste. El otro punto que los une es el lenguaje: anacrónico, borgeano, barroco,
como si se adaptara al tema tratado. El tercero, sobre ese paisaje realista,
siempre hay un hecho que roza o se hunde en lo sobrenatural, especificamente en
su variante gótica argentina. En “El intercesor”, es el cerco mágico que un
negro brujo armó en la salina para evitar que ciertos entes escapen de allí; el
trasfondo bíblico de “El ataud de ébano”; el juego con la muerte, la droga y una
mujer imposible en “La ruta de la mangosta” son ejemplos de esa fuerza.
¿Hay un gótico argentino? Creo que sí, y que una tradición,
no especialmente fantástica lo alimenta y enriquece. En la actualidad, algunos
cuentos de Mariana Enríquez o de Samanta Schweblin podrían encuadrarse dentro
de ese género; más atrás en el tiempo, en algunos climas de aquella literatura
que se proponía representar a la barbarie (“Cabecita negra”, de German
Rozenmacher es un cuento de terror, un terror social más que fantástico, al
igual que “La fiesta del monstruo”, de Borges y Bioy, que debajo del humor y
los giros linguísticos esconde las alarmas de la oligarquía ante el peronismo).
Ciertas escenas de Saer son góticas. Cortázar tiene sus góticos momentos.
Lugones es definitivamente gótico.
Pero quizás el mejor ejemplo sea “El matadero”, de
Echeverría, el primer cuento de la literatura argentina, el que servirá para
medir todo lo que iba a venir. No es casual que el clima de ese cuento sea
apocalíptico, como el de la peste: lluvias torrenciales, inundaciones, escasez
de alimentos, católicos que claman al cielo por el fin de las calamidades e
incluso planifican una procesión. Los salvajes federales acusando a los
salvajes unitarios por el desastre en el que viven. Una peste invisible afecta
a los porteños en esa época, el castigo divino por la corrupción del gobierno
de Rosas que el pueblo acepta como natural. En ese contexto, el unitario
esquilmado que “reventó de rabia” es una suerte de Cristo que se sacrifica por
las faltas de los hombres, sobre todo por el silencio que rodea a las
calamidades de La Mazorca.
En todos estos libros, el tema es la culpa, la propia y la
ajena, un tema que, en este país, nunca deja de estar de moda.
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