Relato de viaje. En los años veinte, Maiakovski se embarcó
hacia el continente americano. La experiencia, en su bitácora de impresiones.
Por Mauro Libertella para Revista Ñ
Dieciocho días de océano. Eso fue lo que tardó Vladimir
Maiakovski (poeta ruso, dramaturgo revolucionario, futurista) en cruzar el
largo Atlántico para llegar a América. Estamos a mediados de los años veinte, y
Maiakovski está emprendiendo uno de los viajes centrales de su vida, a él, que
le gusta tanto viajar, que escribió que “necesito viajar. Para mí, el contacto
con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de los libros”. La
hoja de ruta es la siguiente: La Habana, Veracruz, Ciudad de México, Nueva York
y Chicago. El tiempo estipulado para el periplo es de alrededor de tres meses;
el clima, otoñal. Lo podemos imaginar al joven V. M. anotando sus impresiones
en un cuaderno portátil, con los ojos bien abiertos y el oído encendido, porque
no sabe ningún idioma que no sea el ruso, pero a tientas, se mueve por el
inglés y el francés. Todo lo que va a recibir, como cualquier viajero, son
fragmentos: una historia de vida por acá, una postal arquitectónica por allá,
idiomas cruzados, caras a veces tan distintas a las que ve en Moscú y a veces
tan extrañamente parecidas. Lo que hace el cronista de viajes es, justamente,
enhebrar esos pedazos, darle un sentido global a eso que se nos presenta
únicamente como rompecabezas. El sentido de esa totalidad está en la cabeza del
que viaja, y muchas veces es incluso un prejuicio, un concepto previo que vamos
a cotejar o a contrastar al lugar de destino. La cabeza de V. M., por lo
pronto, es a un mismo tiempo política y artística, y por eso su descubrimiento
de América es por momentos un tratado sociológico (analiza el comportamiento de
las distintas clases sociales en Nueva York, o los efectos palpables de las
distintas olas inmigratorias, o el modo en que la clase obrera se divierte en
su tiempo libre, o la política exterior estadounidense, tan parecida hace 100
años a la de nuestros días), pero nunca deja de ser una bitácora de efectos
impresionistas. Vuelca en el papel lo que ve y apenas atraviesa esa materia con
sus opiniones –opiniones que en ocasiones son apenas un tono, una ironía–,
porque lo que ve no necesita ser siempre analizado. Para V. M., América habla
sola.
Mi descubrimiento de América cumple además un cometido que
hoy se perdió, el de los relatos de viajes que servían para que la gente se
enterara de los usos y costumbres del otro lado del mundo. 18 días de océano:
el mundo era un lugar verdaderamente inmenso, y este tipo de libros achicaban
las grietas. Hoy es mucho más dificil escribir relatos de viajes: parece que
todo el planeta ha sido allanado y fagocitado una y mil veces. Y sin embargo,
ese es el efecto contemporáneo del libro: todo lo que dice sigue siendo
terriblemente vigente, como si, en lo esencial, nada hubiese cambiado. Es un
poco inquietante, pero es así.
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