martes, agosto 18, 2015

“El terror es lo que no se puede ver”

Tres nouvelles o cuentos largos que se desplazan por el andarivel de la literatura gótica rioplatense integran el nuevo volumen de Muzzio, que profundiza una línea iniciada por su primer libro de relatos, Mockba, donde ya se insinuaba el terror.  

Por Silvina Friera para Página/12
 

“Los muertos burbujean, están llenos de una vida oculta.” El extraño comentario repercute con la misma fuerza del misterio que siembra la muerte. El brote de fiebre amarilla diezmó a la población porteña en 1871. Los cadáveres se multiplicaban a un ritmo inédito, la peste se expandía, el pánico era más contagioso que la epidemia, multitudes de desesperados se agolpaban en las puertas de las iglesias, los pocos médicos que quedaban no daban abasto para asistir a la población. El espectáculo que ofrecía la ciudad era tétrico. Muchos que no podían pagar un ataúd envolvían a sus muertos en sábanas o mantas y los abandonaban en las esquinas. Conventillos y orfelinatos, señalados como focos de infección, eran incendiados por muchedumbres espantadas. El terror que suscita un horizonte fúnebre es el inquietante tejido que despliega Las esferas invisibles (Entropía), de Diego Muzzio, tres nouvelles o cuentos largos extraordinarios que se desplazan por el andarivel de la literatura gótica rioplatense.

“El intercesor”, la primera nouvelle, es un periplo siniestro hacia el corazón de las tinieblas pampeanas en el fortín Desolación. Francisco Vidal, un joven estudiante de medicina, víctima de las redes de espionaje y delación de Juan Manuel de Rosas, que revistaba como capitán en el Segundo Regimiento de Caballería, es degradado y destinado a ese fortín perdido en el extremo sur. Vidal comprenderá, más temprano que tarde, que está aislado entre un puñado de criminales y dementes, como el Negro Tumba, que practica rituales de magia negra y que se considera a sí mismo una especie de mediador entre el mundo físico y el sobrenatural. El relato comienza cuando un sacerdote joven, auxiliar en la parroquia de San Pedro Telmo dedicado a atender a los afectados por la fiebre amarilla, recibe la visita de una vieja que le pide asistencia para su hermano –Vidal–, “que había vuelto del desierto como muerto, con el cuerpo y el ama mutilados”. El cura escucha la confesión de Vidal, un minucioso racconto de la “barbarie” gótica. “Mi mano rozó una cosa con ojos, dientes y pelo, y supe que era una cabeza. Aparté el despojo de un manotazo y seguí reptando sobre charcos tibios y viscosos. Junto a mi cuello, sentí de pronto una respiración y me encontré envuelto en un hedor inenarrable”, evoca el atribulado personaje.
Los dos personajes centrales de “El ataúd de ébano”, Eusebio Sosa y Rufino Vega, ambos desertores de la Guerra de la Triple Alianza, se dedican a profanar tumbas para robar ataúdes y revenderlos al mejor postor durante lo peor de la peste. El clima se enrarece más con la irrupción de una extraña niña que les reclama ayuda a Sosa y a Vega para sepultar a su padre y hermana muertos. Los planes se desvían y Vega termina matando a un viejo en un confuso episodio. “Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca”, es un “mandato” que presagia una condena en “La ruta de la mangosta”, la tercera nouvelle. Un aprendiz de relojero empieza a trabajar con Thomas Sheridan, fotógrafo que se dedica a sacar la última imagen de los difuntos, como si estuvieran vivos, para recuerdo de las familias. “El momento histórico de la epidemia siempre me interesó. Estuve investigando sobre el tema y me pareció interesante situar estos relatos en ese momento porque me permitía utilizar ese ambiente como otro personaje más”, cuenta Muzzio a Página/12. “En Mockba, mi primer libro de relatos, aparecen algunos cuentos de terror, aunque no los escribí pensando en el género. En cambio, en Las esferas invisibles fue bien consciente de mi parte escribir novelitas de terror. Los dos protagonistas de ‘El ataúd de ébano’ son desertores de la Guerra del Paraguay, y Sheridan, en ‘La ruta de la mangosta’, no se sabe si estuvo en la Guerra del Paraguay, pero tiene fotos de esa guerra.”
Una de las preocupaciones de Muzzio fue que el elemento fantástico no estuviera a la vista. “No quería entrar en la descripción de lo que sale del salitral, o que la niña de la segunda nouvelle es un fantasma. No me gusta (Howard Phillips) Lovecraft porque describe el monstruo y se regodea en el horror que puede generar. Es mejor sugerir porque si uno describe demasiado termina por acostumbrarse al terror y no genera temor”, plantea el autor de varios libros de poemas, El hueso del ojo, Sheol Sheol (Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, 1996), Gabatha (Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruza, 2000), Hieronymus Bosch, Tratado sobre la ejecución de animales y El sistema defensivo de los muertos. “El terror es eso que uno presiente que está ahí, pero no puede ver. Como le pasa al personaje de la primera nouvelle, que siente lo que está pasando, lo escucha, pero no sabe qué es. El resto de su vida vuelve a esa noche para tratar de explicarla, pero no puede”, señala el escritor. “Siempre me interesó mucho la época de Rosas. Dicen que la habitación de Rosas estaba donde hoy está el monumento a Sarmiento, qué gran ironía, ¿no? Me gusta imaginarme cómo era la ciudad en el siglo XIX y eso puede ser anacrónico –admite–. En cuanto a la escritura, me gusta contar una historia de la mejor manera posible. Para mí es trabajoso escribir, estoy mucho tiempo corrigiendo porque me gusta la claridad y la limpieza de la prosa.”
Autor de libros de literatura infantil como La asombrosa sombra del pez limón, Un tren hacia Ya casi casi es Navidad y El faro del capitán Blum, entre otros títulos, Muzzio escribe como un arqueólogo que escarba en las ruinas para descubrir aquello que está oculto. “No es un trabajo consciente escribir como un arqueólogo. Sí sabía que la manera de escribir las nouvelles tenía que ser algo anacrónica. Aunque creo que no es todo lo anacrónica que podría haber sido –aclara el escritor–. Lo más complicado fue la corrección del lenguaje, no hacer algo demasiado barroco. Tampoco quería caer en un lenguaje campestre o regional. Quería que fuera una mezcla que sugiriera, mediante algunas palabras y giros idiomáticos, que eran personajes de fines del siglo XIX. Esa época es un poco como volver a casa, no sé por qué. Me hubiese encantado tener una máquina del tiempo y pasar un par de semanas en la Buenos Aires de 1871. No sólo en el momento de la fiebre amarilla, sino antes. Hay un libro muy interesante de Mardoqueo Navarro, un periodista catamarqueño que escribió un diario de la peste y consignó día por día la cantidad de muertos y de hechos curiosos que sucedían, como el entierro de gente viva o la resurrección de algunos que creían muertos.”
Muzzio (Buenos Aires, 1969) estudió Letras. En 2004, la lengua del amor fue más fuerte que los torpes balbuceos en francés. El escritor viajó a París, ciudad donde vivió diez años. “No sabía francés, aprendí ahí, a los ponchazos. Mi refugio siempre fue la escritura. Trabajé como preceptor y no podía casi ni hablar; tenía un papelito con frases anotadas. Algunos chicos se me reían en la cara. Me lo tomaba con humor, pero al mismo tiempo era muy agotador porque volvía a casa muy cansado”, recuerda el escritor que regresó a Buenos Aires el año pasado y actualmente trabaja en la biblioteca del colegio Franco Argentino de Acassuso. Lo primero que leyó en francés, después de ese aprendizaje fatigoso, fue El extranjero de Albert Camus. “(Marcel) Proust no me gusta en francés ni en español. No lo puedo leer en ninguna lengua”, reconoce con esa pasmosa calma que cultiva este narrador y poeta de bajo perfil. “La poesía es un laboratorio muy fuerte para mí, ahora ya no tanto porque creo que encontré mi voz –advierte Muzzio–. Uno siempre tiene la ilusión de que la poesía es un terreno donde se puede experimentar. La experimentación me parece válida puertas adentro, como un ejercicio personal. Después uno va sabiendo qué puede escribir y qué cosas no valen la pena.”

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